Argentina, la
lucha continua....
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Crisis y alternativas
Juan Diego García
Para hacer frente a una crisis que al parecer se agrava en el año que empieza
ningún gobierno en las economías centrales se aparta del modelo neoliberal que
es sin duda uno de los factores que explican sus catastróficas dimensiones;
tampoco lo hacen las economías de la periferia del sistema que, o mantienen
estos mismos lineamientos o -cuando se apartan del neoliberalismo- persisten en
lo fundamental en su vocación de exportadoras de materias primas, mano de obra
barata y mercancías de escaso valor agregado aunque son bien conocidas las
debilidades de tal estrategia, sobre todo en medio de una crisis económica en
las economías centrales.
En efecto, casi todos los países antes que revisar las políticas que han
agudizado de forma tan dramática la crisis actual, las autoridades optan
claramente por mantenerlas y en muchos casos por ampliarlas. Nada indica que
exista en los centros de poder la menor disposición por enmendar un modelo que
les ha dejado tan pingües ganancias, sobre todo porque las clases dominantes en
su conjunto (y no solo la pandilla de la banca, los fondos de pensiones y demás
especuladores de altos vuelos) no tienen el menor temor a una posible revuelta
social en su contra. Inútiles resultan las propuestas reformistas de ideólogos
burgueses tan destacados como Krugman o Stiglitz, nada sospechosos de
izquierdismo o veleidades marxistas; predican en el desierto quienes llaman la
atención sobre los riesgos para el orden social vigente de seguir acumulando
tensiones (tan poco efecto como el que tienen las recomendaciones científicas
sobre los negativos impactos de la actividad económica en el medio ambiente)
Ningún partido burgués apuesta hoy por reformas de tipo keynesiano, como no sea
una apuesta vigorosa por llamado "keynesianismo de derechas" impulsando una
frenética expansión de la inversión bélica como salida de la crisis, tal como en
su día practicó Hitler en Alemania o han hecho los Estados Unidos a lo largo de
las últimas décadas. Por su parte los partidos socialdemócratas- que en otras
épocas plantearon avanzar hacia el socialismo mediante reformas paulatinas del
sistema- se debaten entre mantener su entusiasmo por el modelo neoliberal (el
llamado "social-liberalismo) o regresar de alguna manera a sus tradiciones
reformistas. Lo necesitan con urgencia para salir del limbo electoral que hoy
padecen.
Por su parte los movimientos sociales que actúan por fuera de los partidos -y
muchas veces en su contra- mantienen y de forma mayoritaria un cierto grado de
confianza en el sistema y entienden que la democracia es posible dentro del
actual orden, siempre y cuando se recuperen los valores clásicos del estado
social de derecho (ahora muy deteriorados), se combatan a fondo vicios tan
detestables como la corrupción generalizada y sobre todo, que los gobiernos
puedan establecer controles razonables en el funcionamiento de la economía. Pero
no parece que tales peticiones tengan eco en los grupos minoritarios que
detentan el poder real, escasamente preocupados porque calles y plazas se llenen
de multitudes protestando por los dramáticos impactos en su vida cotidiana de
una crisis que parece ir mucho más allá de los acostumbrados ciclos de auge y
recesión propios del capitalismo.
El programa de reformas que propone una buena parte de estos movimientos
ciudadanos no rebasa entonces los límites del sistema y en lo fundamental
coincide con las tradicionales reivindicaciones de sindicatos y partidos de
izquierda. Como creen en el marco democrático actual resulta lógico que confíen
aún en las instancias parlamentarias, aunque exista plena conciencia sobre la
responsabilidad de éstas en la actual encrucijada. Pero, solicitar los cambios a
quienes son los responsables directos del estropicio resulta un tanto
contradictorio; y, bastante ingenuo pedir comedidamente a los centros del poder
real (banqueros y especuladores sobre todo) cordura y moderación en su
desaforada tendencia a priorizar el beneficio a cualquier precio. Aquí reside
probablemente una de las mayores limitaciones del actual movimiento de
descontento ciudadano, pues no basta con llenarse de razones y sustentar la
indignación con todo tipo de razonamientos por sólidos que resulten pues la
experiencia enseña que es aún más importante disponer de formas adecuadas y
eficaces mediante las cuales es posible alcanzar la satisfacción de esas
demandas. No basta con tener razón. Ni las formas más civilizadas de solución de
los conflictos sociales pueden desentenderse de las pautas que rigen una
dinámica de correlación de fuerzas. Además de un hábil manejo del proceso, por
lo general en la mesa de negociaciones cada cual obtiene aquello que su fuerza
le permite respaldar.
El asunto adquiere mayor relevancia para los grupos que manifiestan una abierta
hostilidad y desconfianza hacia la acción política y sostienen que los cambios
pueden alcanzarse sin considerar siquiera el control del poder. Su reto consiste
en demostrar cómo es posible coronar con éxito la iniciativa, indicar cuál es el
camino y cuál el método. No basta con encontrar el candidato valiente que se
ofrezca a poner el cascabel al gato; es indispensable tener clara la manera
eficaz de conseguirlo.
Aquí reside sin duda uno de los dilemas mayores del actual movimiento de
protesta ciudadana en su conjunto. En efecto, quienes aún confían en una salida
dentro del orden actual deben armarse previamente de instrumentos políticos
confiables (no, por supuesto los actuales partidos políticos ni menos aún unos
parlamentos castrados e inútiles). De lo contrario, en ausencia de una fuerza
popular contundente y organizada que utilice derroteros realmente nuevos, el
sistema sobrevive reordenando sus instituciones políticas y económicas, tal como
ya ha sucedido en otras ocasiones. No será la primera vez que el capitalismo
consiga sortear sus contradicciones saliendo airoso (aunque el coste material y
humano resulte inmenso).
Los reformistas podrían encontrar una solución a su dilema volviendo a depositar
su confianza en partidos renovados. No por azar algunos partidos socialistas
europeos (en particular en Francia y Alemania) cambian ahora de discurso y
aspiran a convertirse en voceros del actual descontento. No les resultará fácil
ciertamente, habida cuenta de su directa responsabilidad en el avance y
consolidación del modelo neoliberal, pero pensar que el capitalismo ha llegado a
su fin simplemente porque las condiciones objetivas lo hacen necesario es
desconocer el papel decisivo que juegan la conciencia y la organización de las
fuerzas sociales partidarias del cambio. La experiencia enseña que a falta de un
grado suficiente de madurez política y de organización de las fuerzas que lo
opositan, el capitalismo tiene todas las de ganar. El sistema ha demostrado en
varias ocasiones que es capaz de asimilar toxinas y reaparecer de entre las
cenizas como el ave Fénix.
Más complejo es el reto para quienes no se contentan con la reforma del sistema
y proponen su desmantelamiento radical. Con independencia de los debates que
suscite su programa de cambios (empezando por la necesaria reestructuración de
los procesos de producción y consumo), reaparece siempre la cuestión de cómo
organizar la protesta y sobre todo cómo resolver el problema de las formas de
lucha para doblegar la enorme resistencia de los capitalistas. Para empezar, la
neutralización del aparato estatal y sus medios de represión y control. ¿Basta
con proclamar la vocación pacífica del movimiento para garantizar una salida sin
violentas resistencias por parte de los afectados? ¿Existe la posibilidad real
de una transición pacífica en caso de conseguir una movilización social de
dimensiones tan considerables que el sistema colapse? No está claro en el
discurso de los revolucionarios la manera como proponen transformar las
relaciones sociales sin sostener una batalla muy dura con el poder, entendido
éste no sólo como gobierno y administración política sino como el control
efectivo de los resortes de la economía, la cultura y, naturalmente, el
monopolio de la violencia, garante último del orden.
Se puede considerar que el diagnóstico de reformistas y radicales sobre la
situación es suficiente en líneas generales; se puede afirmar igualmente que
unos y otros ofrecen un programa de cambios realistas y a todas luces
necesarios; permanece sin embargo sin resolver la incógnita sobre una estrategia
para llevar al actual movimiento contestatario hacia sus objetivos, es decir, el
problema clave de la organización adecuada y de las formas eficaces de lucha. Su
ventaja es la de siempre en los procesos de cambio: solo la práctica social
resuelve estas incógnitas; nada está prescrito y las soluciones son siempre el
resultado de la infinita creatividad de las masas.
Mientras tanto y al parecer sin mayores temores por los riesgos que entraña la
dinámica social para un capitalismo que pierde legitimidad cada día que pasa y
se muestra cada vez menos capaz de asegurar el bienestar de las mayorías, la
clase dominante se entrega a la molicie y el despilfarro, se envanece en una
indolencia supina y avanza rauda y veloz, probablemente hacia el abismo.