En el camino que se cayó de pronto, que se cortó como de una dentellada, le
quedó escrito lo que no fue. El pedazo de futuro puesto para ella, como un
múltiple choice del libre albedrío: poner a andar la primavera en el aire
envenenado del Doque; transformar la vida sucia de plomo y madera y chapa y
escasez, en una buena vida al alcance de todos; subvertir todos los órdenes
establecidos, encender las estrellas aun con el sol en pleno mandato, robarles a
los poderosos el fuego sagrado para los vulnerables, para los muchos, para los
tantos, para los que no se ven, ser Prometeo en la injusticia brutal del
conurbano, ser, crecer e insistir con poblar el mundo de los pobres, traer niños
para la rebeldía, parir para las mayorías, ser más y más, multitud de anónimos
para la transformación.
Todo eso podía elegir. O resignarse. Le daba opciones el destino pero se cortó
de pronto, se agotó como la canilla que gira y gira pero nada brota en la siesta
de enero. Se calcinó, se consumió. Se acabó como se acaba la vida en las casitas
de chapa y madera de Dock Sud. Sin transformarse, la vida. Sin ser buena, sin
ser digna, sin revoluciones. Así se acaba la vida incipiente.
La noticia fue brevísima en todos los medios. Apenas líneas para la mujer de 30
años y su bebé de nueve meses que dormían en la agonía de la Navidad cuando se
prendió fuego la pieza de conventillo que era su casa en Dock Sud. Ahí donde las
casas son de chapa y madera, se arman una tras otra, una sobre otra, en la
telaraña de los cableríos por donde a veces llega la luz y otras veces se puede
atrapar un chisperío que ilumine. Clandestino, marginal. Como es la vida de los
que no alcanzan el vagón final. De los que siempre pierden el tren de la
justicia porque el mundo que está no fue pensado para ellos. Porque los cables
no fueron hechos para su luz. Ni la ciudad para su destierro. Ni el barrio para
su llegada tres días atrás.
Dicen que murieron en el incendio que se desató a las seis de la mañana, seis
horas después de cerradas las puertas de la Navidad. Cuando lo que podía nacer
ya había nacido pero no para ellas. Apenas días atrás también hubo fuego en
otras casas de chapa y madera. Pero la muerte, acaso desprevenida, esa vez no se
llevó a nadie. Pero todos saben –todos- que la madera y el cablerío y el calor
de diciembre se asocian contra la desnudez de los invisibles. Y esta vez fueron
dos. Ella, de treinta años, y su bebé de nueve meses. Un pedacito de futuro en
ciernes, pensada para resistir, para rebelar, para nacer cada día y sobrevivir
en un mundo que no la incluía.
Muchas batallas tendría por delante. Nacida mujer, que no es poco. Estirando
piernitas para dar un primer paso en Dock Sud. Donde el Polo Petroquímico
esparce su veneno, el agua se toma con plomo y el aire quema en los pulmones.
Mucha batalla la esperaba y sólo tenía nueve meses. Pero era una ficha que su
madre jugaba, que su padre jugaba, que la vida había puesto sobre un damero
yermo. Una ficha frágil, vela en el viento.
Dicen que ella y su madre murieron en el incendio de Navidad, entre chapas y
maderas. Pero que nadie les crea. Ellas murieron de olvido, de desigualdad, de
profunda injusticia. Solas y apartadas de la fiesta de los otros.
Solitas ahora irán, en alguna aurora donde lo que nazca sea bueno. Con panes
tiernos a mano y un ramito del futuro que tal vez se salvó del fuego.