Argentina, la
lucha continua....
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Argentina, Córdoba: Gatillo fácil goza de impunidad
Julio Resoco
INDYMEDIA
Al fin y al cabo, la justicia. Martín Quintana fue asesinado a sangre fría por el policía -Cabo primero- Enrique Bravo en el año 2004. Hoy la Justicia de Córdoba se comporta como cómplice del asesinato, reduciendo lo que debería haber sido una condena ejemplar, a una sentencia de tres años de prisión en suspenso y la prohibición de la portación y uso de armas. Los detalles de una historia testigo del funcionamiento represor del Estado.
El cabo primero Bravo -y sus compañeros también- lo sabe: hay crímenes que, al entender de la Justicia, son inevitables.
Enrique Omar Bravo (43) hace la pantomima que nadie evitaría hacer en casos como estos, de entrar al juzgado y pasar un par de días en condición de acusado, para después recibir la sentencia irrelevante de tres años de prisión en suspenso. ¿Tres años? Qué son tres años en la vida de Martín Quintana, asesinado a sangre fría por el policía acusado. Qué son tres años para una persona que apenas puede aprender a leer en ese tiempo. Pero así fue como la Justicia consideró justo el fallo, esta vez en el jurado popular constituido en la Cámara Quinta.
Martín el Piru Quintana venía de trabajar y, habiéndose sentado en el jardín de una casa, a tomar quizás una cerveza o un vino, fue víctima involuntaria y también fatal del procedimiento de un policía. El ahora sentenciado criminal (sentencia indicada por el mismo tribunal que le da tres años de prisión en suspenso a los policías matadores), por aquel momento era un policía más, instruido por la institución policial cordobesa, que goza de autoridad para portar armas y actuar contra el "crimen" a gusto y conveniencia. Autoridad que los poderes Ejecutivo y Legislativo le otorgan a las fuerzas represivas o de seguridad. Esa misma autoridad que ahora legitima el poder Judicial.
Tome nota: Martín es un accidente en la vida de ese policía, que en julio de 2004, el último día del mes y en una casa del barrio José Ignacio Díaz - 1ª Sección, lo saca del cuello y lo arrastra hasta la vereda y le raja un tiro y se sube al auto y se va y el compañero de Martín escucha una y otra vez el cuerpo arrastrado y los insultos de su amigo y el tiro y el chillido de las gomas del policía cuando, atento a lo que hizo, escapa. Martín se queja del tiro y el padre, desesperado, le pide a los agentes del CAP que lo suban a la camioneta y lo lleven al hospital. Los policías tienen un protocolo que cumplir. Le dicen al hombre desesperado que hay que aguardar la llegada de la ambulancia. La ambulancia no llega y los vecinos amenazan con la peligrosa pueblada. Hace más de quince minutos que Martín tiene el tiro en el cuerpo y que el cabo Bravo se dio a la fuga. La policía tiene instrucciones claras, pero la bronca de los vecinos hace revisar la decisión. Suben el cuerpo a la camioneta, pero ya es tarde y Martín muere en camino al hospital de Urgencias, en el coche policial, con el tiro fulminante de una institución que nunca es juzgada por nadie. El policía Bravo fue el que disparó.
El policía Bravo siguió libre, aunque fue identificado desde un primer momento como el autor material del crimen. La familia Quintana supo que el cabo había sido reasignado a funciones relacionadas al control del tránsito. La familia estaba furiosa y la madre de Martín apenas si podía pronunciar palabras desde aquel 31 de julio. El tiro a Martín era, de alguna manera, un tiro para muchos otros: la familia, los jóvenes, los sin-recursos, los perseguidos, los trabajadores...
Enrique Bravo, el policía, ahora fue juzgado por el crimen de un joven de 19 años, de un barrio de la ciudad de Córdoba. Enrique, de 43 años, de oficio matador y policía, con buena puntería y muchas agallas, bien aprendido en la academia, fue encontrado culpable de un asesinato y no podrá portar armas hasta dentro de 7 años, quedando para él las tareas administrativas de la policía de Córdoba. O sea, un asesino que por un tiempo va a manejar los papeles y trámites públicos: el criminal que no dejó de ser útil para el actual orden de las cosas. ¿Acaso el gobierno -el Estado- tendría que renunciar a los matadores todavía útiles? En este caso la respuesta es un rotundo no.
El resto de la historia es menos conmovedora. Imagínese una película muda, con una perfecta escala de grises, y bocas abiertas de par en par, las bocas de la madre de Martín, del padre, y abajo de la boca la vena de la garganta que se hincha, adentro de la boca la saliva que se escapa del cuerpo. Rostros empobrecidos, grises, solo interrumpidos por las lágrimas que ya no son el rostro, que parecen más bien el subrayado de la sentencia. Imagínese que ahora, en esta escena de la película muda, aparece la placa escrita y entre paréntesis se puede leer "lloran con bronca y justa razón".
Aquel día Martín se equivocó en ser Martín, en sentarse en el porche de la casa del vecino, en volver a esa hora del trabajo... Si bien quedan los fundamentos por conocer, aunque en un fallo donde la duda no fue protagonista, a siete años del asesinato Bravo quedó sentenciado. Además de seguir libre, por la prisión de tres años en suspenso y la prohibición de portar y usar armas, Bravo podrá continuar desempeñándose en la Policía de Córdoba en tareas administrativas o pasivas.
El policía va a extrañar la 9 milímetros con la que fulminó a Martín y, con la actual instancia del juicio, queda un gusto amargo, como si el resto, los que no somos ni la policía ni el cabo Bravo, debiéramos quedarnos al margen, extrañando tal vez a Martín. A todo esto, la mamá todavía no puede reponer el habla, pero en la imagen anterior se la puede ver violeta de sangre, violenta, con la garganta hinchada, gritando por justicia donde, al parecer, lo más justo es el cinismo de los fallos judiciales.