Golpe de Estado de 1976
Argentina, 35 años después
Marcelo Colussi
Rebelión
Argentina, miércoles 24 de marzo de 1976: un nuevo golpe militar. Uno más en la
larga historia de cuartelazos que signaron su historia política en el siglo XX.
Un golpe de Estado más, un general más al frente del Ejecutivo… Pero no fue
cualquier golpe. El Proceso de Reorganización Nacional –eufemismo con el que se
pretendió rebautizar engañosamente una sangrienta dictadura– significó un
quiebre en la historia institucional del país. Claro que, sin dudas, más allá
del engaño del nombre, efectivamente fue una verdadera "reorganización".
A lo largo de su historia institucional Argentina, igual que la gran mayoría de
países latinoamericanos, conoció innumerables procesos militares, quiebres de su
orden constitucional, gobiernos de facto. Pero ninguno de ellos alteró
estructuralmente su situación. El país fue, desde principios del siglo XX, gran
agroexportador de cereales y carne vacuna al par que el lugar más
industrializado de la región, y eso se trasuntó en una relativa bonanza
económica –en términos comparativos con sus vecinos– que no modificó ningún
golpe de Estado.
Ello viene a demostrar que las formas políticas que adquiere una sociedad no son
los verdaderos factores de poder que cimentan todo el andamiaje social. Es
decir, y para utilizar una terminología hoy supuestamente "pasada de moda" (pero
en realidad más vigente que nunca): la estructura económica sigue siendo la
plataforma sobre la que se construye la superestructura jurídico-política. El
gobierno de turno (civil o militar) no es sino un administrador de las riquezas
sociales, que siempre pertenecen a un clase, aunque ello no se diga claramente y
se encubra con la manoseada noción de "patria".
Incluso la década de gobierno del general Juan Domingo Perón, hacia mediados del
siglo pasado, no transformó esa estructura de base. Produjo cambios, sin dudas
(una más equitativa repartición de la riqueza nacional dándole mayor
participación a los sectores históricamente postergados), pero más allá de su
corte reformador ("populismo redistributivo" para algunos, "germen
revolucionario" para otros, y por supuesto "exabrupto de mal gusto" para la
derecha), la estructura no se alteró: los terratenientes no perdieron sus
tierras ni los banqueros sus bancos, y la cada vez más numerosa clase obrera
urbana no se constituyó en poder soviético, como sí se logró, con los altibajos
del caso, por ejemplo en Rusia. El supuesto "germen revolucionario" nunca tomó
forma de revolución.
Durante todo el siglo XX pasaron civiles y militares por la casa de gobierno,
pero ni con unos ni con otros cambiaron sustancialmente las cosas: el país
siguió su acumulación capitalista con un considerable desarrollo industrial
llegando a ser, en la década de los 60 –su punto máximo de expansión como unidad
económica y cultural– quien aportaba el 50% de todo el producto bruto
latinoamericano. Sin dudas la relativa prosperidad de Argentina, acrecentada
luego de la Segunda Guerra Mundial que le dejó enormes ganancias por su papel de
"granero del mundo", no se cimentó en la ecuanimidad de gobiernos civiles. Por
supuesto que los regímenes militares significaron siempre, como en cualquier
otro país donde también tuvieron lugar, cierre de espacios políticos para las
grandes mayorías populares, mayores cuotas de represión, pérdida de libertades
civiles. De ninguna manera se los podría aplaudir, y ni siquiera minimizar
diciendo que, en definitiva, la propiedad de fondo no se ve alterada. Eso es
cierto, pero en sí misma una dictadura tiene rasgos negativos que deben ser
denunciados por su forma política. Las mayores cotas de represión política y de
conculcación de derechos tienen lugar con ellas. Los gobiernos civiles, en estas
democracias representativas que desde hace dos siglos se presentan como el punto
máximo del desarrollo político de la humanidad, permiten la sensación de mayores
libertades. Libertades que no son tales, por supuesto; el dios-mercado es el que
manda, es decir: los grupos de poder cada vez más monopólicos y hoy día
planetarios son los que siguen controlando todo. Pero siempre dejando el espacio
para hacer creer que la gente elige algo, todo lo cual propicia un clima de
mayor "tranquilidad" social.
En la historia de Argentina durante el siglo XX, entonces, sus vaivenes
políticos, la condición cívico-militar de los diversos ocupantes de la Casa
Rosada, todo ello no impidió que la acumulación capitalista fuera mayor que en
otros países de la región. Su desarrollo como nación relativamente próspera
siguió una línea continua con las décadas; su potencial cultural (varios premios
Nobel, importante producción intelectual), su economía (décima a nivel mundial
en la inmediata post Segunda Guerra Mundial), su tecnología (industria propia en
muchas ramas a diferencia de otros países vecinos, desarrollo nuclear, industria
militar avanzada), su organización social (primeros sindicatos en Latinoamérica,
seguro social, leyes laborales) fueron logros que obtuvo su colectivo social. En
esa historia las administraciones de turno, salvo quizá la década peronista, no
fueron quienes fijaron el rumbo. En todo caso, administraron.
El proceso que se abre con el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 significa
otra cosa: ahí sí cambió el rumbo, hubo una verdadera "reorganización". A partir
de ese momento efectivamente hay un nuevo proyecto de nación. Obviamente, nuevo
para mal de las grandes mayorías. Pero sin dudas novedoso.
La cúpula militar fue quien puso la cara, y como en todas las dictaduras
castrenses que barrieron Latinoamérica durante todo el siglo pasado, los
principales beneficiados no fueron las mismas fuerzas armadas. Ellas, en
definitiva, estuvieron –y siguen estando– preparadas para eso: para ser el brazo
armado del sistema, su reaseguro último. En nuestra región, si alguna función
importante cumplen es, básicamente, participar en lo que la doctrina militar
dominante durante el período de la Guerra Fría llamó "seguridad nacional". Es
decir: defensa a muerte del statu quo de cada Estado-nación contra cualquier
forma de enemigo interno.
Para la década de los 70 comienzan a operarse cambios profundos en el
capitalismo planetario: el pensamiento neoliberal comienza a calar hondo en los
grupos dominantes, y la globalización absoluta que permite el desarrollo
científico-técnico (transportes, comunicaciones, informatización) ya va más allá
de la unidad nacional. El capitalismo se torna cada vez más transnacional.
Lo que sucede en marzo del 76 en Argentina no fue un simple cuartelazo más: fue
el inicio de estas políticas de transnacionalización a gran escala en el sub-continente
latinoamericano, las mismas que ya habían comenzado como prueba en Chile unos
años antes con la dictadura liderada por Augusto Pinochet.
Ése es el sentido final de este golpe. No, por supuesto, sacar de en medio un
gobierno desprolijo; ése, en todo caso, fue el motivo manejado mediáticamente en
su momento, no sin ocultar la profunda lógica antipopular (antiperonista para el
caso) que anidaba en la medida de fuerza. Pero lo que significó y lo que trajo
aparejado el golpe fue la instauración de medidas de corte neoliberal que
achicaron el Estado, permitieron las leoninas privatizaciones de empresas
públicas y prepararon las condiciones para un tremendo retroceso en términos
políticos e ideológicos.
Si alguien se benefició con esta dictadura fueron los grandes grupos de interés
transnacionales, representados en aquella ocasión por un miembro de las más
rancias familias aristocráticas del país, aquellos que en general no dan la cara
en el gobierno (pues para eso existen los políticos profesionales): el
economista formado en Estados Unidos José Alfredo Martínez de Hoz, real hombre
fuerte del Proceso de Reorganización Nacional; fueron también las compañías
transnacionales que hicieron su gran negocio; e igualmente grupos de interés
nacional, que como socios menores siempre toman parte en el festín. El
movimiento obrero y todos los movimientos sociales con larga tradición
organizativa y combativa fueron diezmados, acorralados, terriblemente golpeados.
Los 30.000 desaparecidos y los horrores de la guerra sucia que enlutó al país
por varios años cerraron, o al menos pospusieron por un buen tiempo, toda forma
de organización y protesta popular.
Recordar hoy este infausto 35° aniversario por supuesto que debe servir para
continuar pidiendo juicio y castigo a los hechores de tanta monstruosidad. Pero
el recordatorio debe ir más allá. Si alguien tiene responsabilidad, y si contra
alguien hay que seguir levantando las voces y dirigiendo la lucha, no es tanto
contra el guardaespaldas de turno (las juntas militares del 76, o las que
vinieron después, o los actuales uniformados, que no son golpistas, pero que
siguen siendo el reaseguro del sistema, a no dudarlo) sino aquellos a quienes
realmente defienden. Está claro que los beneficiados de tanta sangre derramada
no fueron las mayorías populares, peronistas o no peronistas, ni tampoco fue la
institución castrense como cuerpo corporativo, que en realidad salió bastante
desfavorecida en términos políticos con el advenimiento de la "democracia" y el
bochorno de la Guerra de Malvinas, última cortina de humo con la que intentaron
lavar la cara. El beneficiado es el mismo que desde hace décadas maneja los
destinos nacionales, que sigue con sus negocios tanto con militares como con
civiles en la casa de gobierno, que ve siempre una potencial amenaza en
cualquier atisbo de organización popular. Ese beneficiado tiene nombre y
apellido: grupos tradicionales de interés (Sociedad Rural, Unión Industrial
Argentina, Asociación de Bancos), nuevos grupos económicos surgidos de los años
de la dictadura, empresas multinacionales. En definitiva, la lógica global la
manejan grandes grupos transnacionales a los que la aristocracia local se une en
calidad de socio menor. Lo que sucedió y está sucediendo en Argentina hay que
verlo en esa dinámica: era un país que, por ejemplo, consumía demasiado petróleo
y que no abría fronteras a la producción industrial del Norte siguiendo los
dictados del desarrollismo cepalino del que fuera impulsor Raúl Prebisch. Los
militares, quizá sin saberlo, hicieron el trabajo sucio que preparó la actual
patria sojera y la desarticulación del movimiento sindical.
Pero si algo hay que seguir denunciando (y más aún: ¡combatiendo!) es aquello
para lo que 30.000 desaparecidos sirvieron en este proyecto de nación del que
los militares fueron los ejecutores: un país empobrecido, la feroz
despolitización, el miedo que se fue acumulando, y quizá lo peor en términos de
acción política: la falsa creencia que optando por "lo menos malo" (el
posibilisimo reformista) estaremos mejor. Es decir, el terror que campea y
permite asustarnos con el patético: "¡cuidado que viene el lobo!"
El que otrora fuera "el país de las vacas", con un consumo de carne roja casi
exagerado, a partir de las políticas neoliberales que comienzan a aplicarse
desde la dictadura del 76, supo lo que es el hambre. No fue raro, incluso, que
en más de una ocasión pobladores hambrientos saquearan un parque zoológico a fin
de comer carne. Eso, más allá de la crónica sensacionalista en que pudiera
enmarcarse, es todo un símbolo: la "reorganización" en juego con el proceso
militar tuvo que ver con el nuevo papel que empezó a jugar Argentina en la
arquitectura global. Su industria nacional fue prácticamente desmantelada, su
clase obrera diezmada, y el papel que los grandes centros de poder le
adjudicaron fue el de productor de ciertos productos para el mercado mundial (la
soja transgénica, por ejemplo), y punto. El hambre, expresión máxima y
descarnada del empobrecimiento en tanto unidad nacional, comenzó a trepar en
forma alarmante. Hoy día, según cifras oficiales, la pobreza se extiende a un
12% de la población total (4,8 millones de personas), mientras que la pobreza
extrema o indigencia afecta al 3,1%; aunque en realidad, según datos no
maquillados, las cifras reales son el 30,5% y e13,5% respectivamente.
Los 30.000 desaparecidos son la expresión brutal del inicio de ese cambio, de
esa profunda transformación que sufrió el país en estos últimos años. Lo que hoy
evocamos no es la saña de unos cuantos fundamentalistas anticomunistas que
dirigieron el país con mano de hierro; es el inicio de un cambio enorme en la
historia político-ideológica y cultural. Luego de la dictadura, con el terror
que dejó la guerra sucia, con la cultura del silencio que ello trajo como
resultado, las condiciones estuvieron dadas para la profundización de esos
planes de achicamiento del Estado, de entronización de la privatización, de
apología del individualismo… y de grandes negocios para muy pocos. Claro que fue
una pequeña porción de la población la que recibió los frutos de este cambio sin
anestesia; para la gran mayoría significó más hambre, más postración. Y para
grandes sectores urbanos de clase media significó la pérdida de los beneficios
conquistados en varias décadas de acumulación. Haber tenido por varios años uno
de los índices mundiales más altos de suicidio o de disfunción sexual masculina
(al igual que el robo de algún animal de zoológico) no hacen sino evidenciar la
catástrofe reciente de Argentina.
Si Japón, por ejemplo, representa un modelo de "milagro" como nación, pues luego
del desastre de su derrota en la Segunda Guerra en unos pocos años pudo llegar a
ser la segunda economía planetaria, el caso de Argentina es un "milagro" en
sentido inverso: ¿cómo pudo retroceder de esa manera y descender tan
estrepitosamente luego del grado de desarrollo obtenido en la primera mitad del
siglo XX? El golpe militar del que ahora se cumplen 35 años es la llave para
entenderlo: fue el inicio de un proceso de transformación del país, de cambio de
minipotencia industrial regional a granja especializada en productos primarios,
de reconversión de una clase obrera desarrollada y organizada en grandes masas
de subocupados y desocupados crónicos mucho más fácilmente manejables, de
primera economía en Latinoamérica a quinta. El terror de la desaparición forzada
se trocó en terror económico por la falta de perspectiva, y la única salida del
país pasó a ser… Ezeiza (al menos, para los sectores medios urbanos, aún bien
preparados).
Al evocar hoy este infame 24 de marzo de 1976 tenemos que tener presente las
30.000 vidas sesgadas, por supuesto. Y debemos seguir exigiendo la revisión de
esa historia negra con castigo a los culpables. Pero junto a eso debemos
levantar las banderas contra el empobrecimiento que sufrió el país, contra el
crecimiento imparable de las villas miserias, contra la precarización laboral,
contra el retorno de enfermedades infecto-contagiosas, contra el analfabetismo
que se disparó, elementos todos que ese golpe posibilitó.
Y junto a ello, con la misma fuerza tenemos que seguir levantando la voz contra
ese abaratamiento de la política que fue tomando cuerpo donde una tibia
propuesta reformista ya es vista como un enorme paso adelante. Ante tanto
retroceso económico, político y social de estas últimas décadas, un gobierno
como el del fallecido Néstor Kirchner, por ejemplo, aparece ya como un "avance".
En términos relativos quizá lo es, como al lado de cualquier dictadura también
lo son las distintas "democracias de baja intensidad" que la Casa Blanca impulsó
en estos años recientes (Lula en Brasil, Bachelet en Chile, etc., etc.). Pero no
hay que llamarse a engaño: seguir asustándonos con que "con una dictadura
podríamos estar aún peor" es una forma de avalar reformismos gatopardistas que,
en definitiva, sólo sirven para seguir postergando las soluciones de las grandes
masas empobrecidas, y posibilitando grandes negocios a las mafias de turno, en
muchos casos escondidas en las mismas oficinas de gobierno.
La perspectiva de lucha política en Argentina hoy sigue siendo la revisión de la
historia, sin dudas. Pero ya ha corrido mucha agua bajo el puente como para
seguir atados a ese fantasma de la dictadura militar. Los gobiernos tímidamente
reformistas que siguen asustando con la "la vuelta del lobo" (que hoy día
incluso puede tomar forma civil y no castrense) pueden terminar siendo tan
nocivos como el "lobo" mismo.