Nuestro Planeta
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El fracaso de Conpenhague
Miguel Manzanera Salavert
La gravedad de los problemas ambientales es algo ya evidente para todos en este
siglo XXI que comienza. Esta coyuntura histórica de la humanidad ha sido
producida por la industria contaminante y las formas de vida consumistas, de
modo que uno de los principales objetivos para el desarrollo humano en nuestros
días debería ser detener la destrucción ambiental, reduciendo la actividad
económica que lo produce. Pero parece que el modelo económico predominante,
basado en el mercado, no puede prescindir de ese tipo de industrias que producen
la contaminación, como el petróleo, el armamento, las químicas, los automóviles,
la agricultura y la ganadería industrializadas, etc. Y también parece que las
poblaciones de los países desarrollados no quieren renunciar a esa forma de vida
que les proporciona tantos placeres y comodidades, por muy injusta que sea ese
sistema de producción. Esa impotencia es la que se ha escenificado en
Conpenhague al comienzo de este invierno.
Especialmente grave es el calentamiento global de la Tierra provocada por los
gases de efecto invernadero, que provienen del uso de los combustibles fósiles
en la industria y el transporte. Hay suficientes pruebas documentales y estudios
científicos sobre ese hecho, que ha sido ampliamente difundido por los medios de
comunicación. Y las consecuencias de ese fenómeno son potencialmente
catastróficas para el bienestar de millones de personas en todo el mundo, y en
definitiva de toda la humanidad; pues aunque no queramos todos los seres humanos
dependemos unos de otros en una civilización mundializada, como es la nuestra.
Por eso existe un Protocolo de Kyoto, en el que la mayoría de los países de todo
el mundo se comprometieron a reducir las emisiones de dióxido de carbono, el
principal gas causante del aumento de temperatura en la Tierra. Aunque algunos
países como EE.UU. y China no han firmado ese acuerdo internacional, su
importancia es enorme como primer paso para un compromiso serio de todos en pro
de la sostenibilidad de la vida humana en la Tierra.
Sin embargo, el acuerdo de Kyoto cumple en el año 2010 su plazo de vigencia, y
esa circunstancia exige la renovación de los compromisos internacionales sobre
el medio ambiente. Por eso se ha celebrado la cumbre de Conpenhague en diciembre
del 2009, para afrontar la imprescindible tarea de resolver los problemas
ambientales, si es que de verdad se quiere dejar un mundo habitable a las
futuras generaciones. Pero lo que se ha escenificado en Conpenhague es la
impotencia para resolver los graves problemas de la humanidad actual. Después de
una campaña de propaganda en la que los dirigentes de las principales potencias
económicas del mundo se comprometían a una reducción significativa de los gases
que provocan el efecto invernadero, el acuerdo alcanzado no compromete a nadie a
nada. Como en la fábula, los montes parieron un ratón asustado.
No es casualidad que se eligiera el comienzo del invierno para hablar del efecto
invernadero. Pues a en unas semanas una ola de frío –de esas que suelen venir en
invierno-, magnificada por los medios de comunicación, recorrió Europa
haciéndonos olvidar que la temperatura está subiendo. No es casualidad tampoco
que el presidente de los EE.UU., cual emperador mundial, haya sido recientemente
galardonado con el premio Nobel de la Paz por sus méritos de guerra en Oriente
Medio, gracias a que el conflicto se extiende cada vez más en Irak, Palestina,
Yemen y Afganistán,... La comedia política está bien escenificada. El emperador
romano Calígula, para demostrar su origen divino, nombró embajador a su caballo,
¡nosotros todavía no hemos llegado a tanto!
Éste Premio Nobel de la Paz, se dignó asistir al encuentro de Conpenhague para
recoger los aplausos de los asistentes a la cumbre, sin prometer milagros
imposibles que sólo pueden simularse en los programas electorales. Donde dije
digo, digo Diego. Es por otra parte sorprendente, sin que a nadie le extrañe o
le importe un ápice, que en la catástrofe de Haití los EE.UU. se dediquen a
ocupar la isla militarmente, en lugar de llevar personal sanitario y alimentos.
Previamente una campaña de propaganda sobre la violencia de los hambrientos y
los enfermos, nos ha convencido de la necesidad de esa invasión. Pero la
evidencia, para el que quiera pensar más allá de las telarañas de los
prejuicios, apunta a que los EE.UU. no disponen de otro recurso económico más
que los militares, pues en ello se han gastado el presupuesto durante los
últimos 30 años de neoliberalismo. La economía capitalista liberal es capaz de
esos milagros, al convertir un factor de destrucción como el ejército en un
recurso para socorrer a las víctimas de las catástrofes naturales. En cambio un
país que mis alumnos consideran pobre y nada envidiable, como es Cuba, es capaz
de enviar más de 600 médicos para aliviar la situación de los sufrientes
haitianos. A mi esa capacidad para la solidaridad internacional sí me parece
envidiable, y no nuestros gloriosos ejércitos humanitarios.
Disculpen Vds. que me haya apartado un poco del tema del artículo, pero aunque
no lo parezca está relacionado con lo que ha pasado en Copenhague. En la cumbre
casi todo resultó rocambolesco, como la política imperial, como la vida misma en
este comienzo de un siglo que se anuncia terrible. Por ejemplo, para remachar el
clavo de la incuria con el martillo de los herejes -ahora diestramente blandido
por los demócratas de toda la vida-, la represión se ha cebado con los
manifestantes pacíficos, que intentaban llamar la atención de la opinión pública
mundial sobre la importancia de tomar acuerdos fundamentales para la humanidad
en la cumbre climática. Esa represión había sido planificada previamente y se
promulgaron las leyes adecuadas para que se hiciera eficazmente. Y esto es la
demostración más palpable de que ya se había previsto el fracaso de la Cumbre; y
de que ese resultado ha sido fruto del boicot a los acuerdos internacionales por
parte de los gobernantes de los países desarrollados. Incluso representantes de
primera fila del ecologismo mundial han tenido que pasar unas semanas en la
cárcel. No digamos nada de las noticias sobre las detenciones masivas de
ciudadanos, ni sobre las penosas condiciones de retención en naves industriales
–los lectores pueden encontrar esa información en los medios alternativos-. Pues
al fin y al cabo, todo esto es ‘pecata minuta’, comparado con lo que
están sufriendo las gentes del mundo ‘subdesarrollado’, invasiones, ataques
preventivos, asesinatos selectivos, torturas en campos de concentración,
hambrunas, pestes, etc…
Sin embargo, en medio de la ceremonia de la confusión, hubo quien puso un ápice
de razón. Pero mis querido lectores no respirarán aliviados, al saber que la
razón la pusieron los políticos más denostados del mundo. Con la intervención de
los presidentes sudamericanos Hugo Chávez y Evo Morales, se puso un poco de
cordura en la cumbre. Su disidencia frente a los cambalaches y enjuagues de la
cumbre ha dado un toque de honestidad a la reunión. Gracias a ellos no todo está
perdido, para quien de verdad cree en la humanidad y en la Declaración Universal
de los Derechos Humanos. Gracias a Morales y Chávez se ha podido mostrar a las
claras la división de la humanidad actual entre los países pobres y los países
ricos; los primeros sufrirán los efectos devastadores del cambio climático, como
sequías, inundaciones, huracanes, etc.; los segundos son los causantes del
problema.
La negativa de los ricos a rebajar un poco su cotas de consumo en bien de la
humanidad, proviene del egoísmo más ciego e ignorante. La insolidaridad de los
ricos no es sorprendente, incluso cuando, como ahora, se acerca a una actitud
criminal; lo que sorprende es que hoy en día haya tanta gente cuyo único
objetivo en la vida es ser rico a costa de lo que sea –incluidos sus propios
descendientes-, gente que sólo se preocupa de cuidar de su propio bienestercaiga
quien caiga. Ese egoísmo sin disfraces en lo que se nos presenta como la
libertad, nuestra libertad. Eso no tiene nada que ver con la verdadera
sabiduría, con una tradición de dos mil quinientos años de filosofía: la cultura
europea ha perdido el norte; ya los perdió en el siglo XX con sus dos guerras
mundiales y sus regímenes fascistas y no ha sabido recuperarlo. Pues ahora
llevamos treinta años de neoliberalismo y nos hemos acostumbrado a la mentira
institucionalizada, sin que eso nos preocupe demasiado, porque estamos ocupados
en mirarnos el ombligo, sin reconocer nuestras responsabilidades ni nuestros
deberes. Nuestro mundo está derivando rápidamente hacia una situación histórica
muy crítica. Quizás se repitan situaciones históricas que parecían superadas y
que no debían volverse a repetir. Veremos si el insigne Premio Nobel de la Paz
2009 no está preparando otra guerra contra aquellos países que atreviéndose a
contruir su propio camino histórico son verdadera la esperanza de la humanidad.