Pasan en la nariz de las casillas de lata del gran Rosario. Trenes eternos con
decenas de vagones que sacan chispas y polvillo cereal al paso por el mismísimo
patio de las villas. Van cargados de maíz, de azúcar, de soja y ellos lo saben.
Lo saben los pibes que hacen equilibrio en los durmientes en las tardecitas
cuando el sol está sentado en el horizonte y deja ciegos los ojos que lo miran.
Cincuenta y dos millones de toneladas de soja se habrán cosechado en la
Argentina cuando muera diciembre. En la potente ribera del Paraná, unas decenas
de kilómetros al norte y otros tantos al sur de Rosario hay unos quince puertos
privados donde decenas de barcos mercantes hacen cola para echarse al mar con el
cereal que se desparramará por el mundo. Con el sello de producto primario
argentino.
Para adentro, sale en trenes. Vagones y vagones repletos con el cereal que de
repente no se desparrama por el mundo sino por la tierra. Y los habitantes de la
villa, marginados de la historia y de los booms y de la ciudad premium que el
diario Perfil auscultaba en 2008 a partir de la explosión de precio y producción
de la soja en la vena rosarina, se lanzan sobre el oro que sale de la tierra. De
la tierra que es la propia y que ellos saben –y si no saben intuyen- que a esa
tierra le costó la vida y la dejó exangue y que a esa tierra la dejó yerma y le
arrasó los montes y le cambió el curso de las aguas y le inundó a ellos la
callecita de la villa y los pocos recuerdos que guardan de ayer. Y ahora pasa,
lo que salió de esa tierra, con el viento y el rugido vibrándoles en las
zapatillas a los pibes que ven fugarse el futuro en un suspiro y no lo saben. Y
sí lo saben porque cuando pueden recogen en bolsas lo que se desparrama y creen
que se apropian de un pedazo de esa tierra que al fin y al cabo es de ellos y no
saben por qué tienen que sobrevivir en ese patio de atrás del país rico y
soberano.
Es que Rosario –como el país- es un monstruo de dos mundos. Cortada en dos, la
ciudad. Tajeada por el espacio que les toca a los privilegiados y el abismo de
los des-terrados. De aquellos a los que les cercenaron la tierra. La tierra, ese
sostén de la historia que viene prendida como raíz a los pies del hombre. Los
des-terrados no tienen dónde pisar. Se caen cuando caminan. No tienen camino.
El Gran Rosario registra el nivel más alto de pobreza, desocupación y
subocupación del país. Son los márgenes de la ciudad que en 2008, según el
diario Perfil, consumía lujo y brillo a partir del precio y la producción del
cereal de los cereales. Ese que viaja a veces en los trenes que silban en las
narices de los pibes que asoman por las casillas de lata.
En los primeros días de setiembre, entre tres y cuatro trenes de carga volcaron
sus vagones donde decenas de miles fueron condenados al exilio. A algunos los
detuvieron los expulsados que de vez en vez aparecen de la nada en busca de una
gota de los mares que les arrebataron. Pobres, desocupados y subocupados llegan
al 12,2 por ciento, dicen las estadísticas extraoficiales que disparan a los
arrabales rosarinos como los más castigados del país. En esa paradoja feroz que
suele ser la Argentina de los progresismos mentirosos y los discursos
grandilocuentes: en la vecindad de la opulencia vive la exclusión más profunda.
Latente en su nada, latiendo como un corazón furioso. Que, de su nada, a veces
aparece. Y sale a buscar lo que le pertenece y se le negó histórica y
brutalmente.
Cuando los márgenes estallan y buscan apropiarse de aquello que le enajenaron,
la lengua oficial lo llama saqueo. En 1989, en 2001, cuando el hambre apretó
hasta doler, los rosarinos olvidados salieron a buscar la comida para sus hijos.
Encontraron balas, calabozos y mártires. Encontraron a Pocho Lepratti en el
techo de su comedor repleto en un grito para el grafitti eterno. Y encontraron
su caída con un agujero en la garganta, que sólo mantuvo en el aire para siempre
aquí sólo hay chicos comiendo.
Dice el portal lapoliticaonline.com.ar que "en solo dos días, dos trenes
cargados de maíz procesado (fueron) frenados y descargados por más de cien
personas radicadas en la periferia de la ciudad, uno de los bolsones de pobreza
más grandes y que, paradójicamente se ubica en las cercanías del complejo de
casinos y hoteles Citycenter, inaugurado con pompa y lujo por el gobernador
Hermes Binner, el pasado año".
Inmediatamente, hombres, mujeres, chicos, embolsaron y cargaron en carritos
kilos y kilos de maíz. Que revendían a un precio entre 7 y 25 pesos por bulto.
Policías y otras voces oficiales disculparon a los que se llevaban los puñados
para los chanchos y las gallinas pero no a los que se llevaban las bolsas para
vender. La alta hipocresía socio-oficial condena la apropiación de una bolsa de
maíz que se vende al precio de tres cuartos de garrafa. Pero no la enajenación
de la tierra y la historia de centenares de familias enghetadas por la
desigualdad. Pero no a los pungas del futuro, a los que talan la vida de los
pibes a la vera del tren en el Rosario extendido.
Esta vez fue por accidente, dice La Capital. Cuando el vagón se ladeó y los
pibes corrieron a abrir las boquillas por donde manaba el azúcar como de una
ubre sorpresiva. Apenas con unas bolsitas se quedó Aurelio, de once años, cuando
la locomotora empezó a tirar otra vez, como un Hércules de la pampa húmeda.
Chupó los restos blancos que le quedaron entre las uñas y se quedó sentado a la
vera. A esperar el destino. Que viene tan lleno siempre. Pero pasa de largo.