Argentina, la
lucha continua....
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Doce críticas a intelectuales, kirchnerismo e izquierda
Roberto Gargarella
Centre Tricontinental
De las muchas cuestiones sobre las que tiene sentido pensar, a la luz de estos
años con el kirchnerismo en el poder, quisiera detenerme en una, relacionada con
el apoyo hacia el gobierno asumido por parte de la intelectualidad de izquierda
(grupo al que aquí no voy a definir, guardando la expectativa de que se entienda
a qué me refiero). En particular, me interesa reflexionar sobre la manifiesta
actitud de muchos de los miembros de este sector, que han optado (muchas veces
explícitamente) por silenciar denuncias sobre el gobierno, y ocultar sus
diferencias con el mismo, ahogando frente a él su habitual vocación crítica.
Entiendo que la cuestión en juego –a pesar de estar referida a una sección
minoritaria de la sociedad- tiene cierta importancia, dada la relativa
influencia de la misma en cierta porción de la opinión pública. Agregaría a
ello, por lo demás, que somos muchos los que esperamos de la intelectualidad de
izquierda una ayuda para poder pensar mejor, y más críticamente, frente a las
coyunturas que nuestra comunidad enfrenta. Por supuesto, uno puede estar
equivocado al mantener este tipo de expectativas, pero en lo que a mí respecta,
esperé siempre, y seguiré esperando, recibir esa colaboración de parte de
personas a las que teórica e ideológicamente respeto.
Dado que discutí bastante sobre el tema, y presté atención a discusiones
similares que algunos de los protagonistas del caso tuvieron, en este respecto,
voy a concentrar mi atención, en las páginas que siguen, en algunas de las
respuestas recurrentes que he encontrado, por parte de los defensores de esta
(llamémosla así) "actitud políticamente acrítica."
i. "Hay que proteger al gobierno en una coyuntura destituyente"
Según algunos, el gobierno necesita ser especialmente protegido en coyunturas
difíciles como la actual, en donde aparecen voces y actitudes "destituyentes,"
dispuestas a llegar "tan lejos como sea necesario" (sugiriendo así, de paso,
riesgos para la estabilidad democrática) para defender sus intereses, que hoy
resultarían desafiados.
Una descripción como la citada no es nada obvia (no es obvio que existan grupos
efectivamente dispuestos a promover hoy un golpe de estado; no es obvio que
existan condiciones estructurales para dar o sostener al mismo; no es obvio que
el gobierno sea desafiante para un establishment heterogéneo, y que incluye
–también- a poderosos grupos que explícitamente lo acompañan), pero por ahora
voy a tomarla por cierta. Asumiendo tal descripción, entonces, puede señalarse
que ella se apoya todavía en otras premisas falsas. Ello así, ante todo, cuando
se presume que al gobierno se lo ayuda ocultando las críticas o, en otros
términos, que se lo perjudica cuando las hace públicas, más explícitas. Para
ilustrar lo que digo, pensemos en el siguiente ejemplo. Con el renacimiento de
la democracia, y durante el gobierno de Raúl Alfonsín, se vivieron momentos
genuinamente "destituyentes". Sin ninguna duda, en aquellos años la alternativa
de un golpe militar rondaba por el imaginario colectivo como una amenaza. Dicha
amenaza, a su vez, resultó efectivamente corporizada en sectores del
establishment y del ejército, que en más de alguna ocasión dieron pasos en la
dirección más temida. A pesar de ello, miles de personas se movilizaron una y
otra vez contra el presidente en ejercicio, convencidos de que era necesario
criticar severamente al gobierno frente a algunas de las decisiones que tomaba,
y no obstante lo crítico de la coyuntura que se vivía. Dichos momentos nos
recuerdan al menos dos cosas: por un lado, la crítica dura, expresada en notas
periodísticas o movilizaciones callejeras, puede estar perfectamente al servicio
del fortalecimiento de un gobierno. No tengo duda de que muchos de quienes nos
movilizábamos, por entonces, lo hacíamos con la nada ingenua convicción de que
de ese modo servíamos mejor a la democracia, y así también al gobierno. Por otro
lado, tal activismo nos recuerda el valor, el sentido, y la importancia de la
crítica y la protesta sin concesiones, aún en momentos que otros describían como
de absoluta fragilidad institucional. Las escandalizadas reacciones de algunos
–entonces u hoy- en nombre de la estabilidad institucional, o la supervivencia
de la democracia, solían ser, como hoy suelen serlo, meras excusas destinadas a
evitar la crítica.
ii. "Siempre hay errores."
Una manera habitual de eludir los propios compromisos críticos consiste en
apelar a frases tan generales como la que aquí cito ("siempre hay errores"), que
hubieran podido ser dichas, como sabemos, en apoyo del peor gobierno autoritario
(que, valga aclararlo, para los más susceptibles, estoy lejos de pensar que sea
el caso). Se nos dice entonces que "no todo es perfecto"; o que "hay
desprolijidades, como en todo proceso de cambio;" o que los "nuevos edificios se
hacen a veces con ladrillos viejos," afirmaciones que pretenden legitimar la
propia falta de crítica, mientras buscan diluir las existentes. Frente a tales
dichos, corresponde señalar, primero, que es un valor público el conocer cuáles
son esos errores, qué dimensión y qué lugar ocupan, o qué profundidad tienen; y
segundo, que la intelectualidad de izquierda tiene un papel crucial que jugar,
en este sentido (un papel que supo asumir, responsablemente, por caso, durante
los años del menemismo). Por otra parte, agregaría que el conocimiento preciso
de esos problemas resulta una condición indispensable para la resolución de los
mismos. Pero de esto último me ocupo en la sección que sigue.
iii."El cambio hay que promoverlo desde adentro."
Reconociendo, en la intimidad, el riesgo de dar amparo a lo inaceptable, muchos
intelectuales de izquierda sostienen alguna versión del viejo dicho según el
cual "los trapos sucios se lavan en casa." Se sugiere, entonces, que –antes que
la denuncia pública- la crítica al interior del partido o del gobierno es más
efectiva, además de más conveniente (aunque sobre esto último volveré más
adelante).
Esta réplica, sin embargo, enfrenta varios problemas. En primer lugar, ella
tiene sentido –si es que alguno- entre militantes experimentados, de base, con
capacidad de promover movilizaciones políticas; o entre dirigentes encumbrados,
directamente influyentes sobre el poder. Sin embargo, esta respuesta pierde casi
todo interés cuando proviene de grupos que están lejos de situarse entre algunos
de los nombrados.
En segundo lugar –y para el caso de los intelectuales que tienen alguna llegada
al poder- habría que decir que son muy pocos los que tienen "línea directa" con
la presidencia (por lo cual la idea del "cambio desde adentro" queda, en la gran
mayoría de los casos, como una mera aspiración flotando en el vacío).
En tercer lugar, podría agregarse que –por lo que uno conoce- estos
intelectuales con cercanía al poder no han destacado por sus filosas críticas
"desde adentro". Finalmente, señalaría que estos intelectuales críticos con
llegada al poder no han recibido, sino en casos excepcionalísimos y muy
localizados, atención real por parte de quienes gobiernan, que (con razón o sin
ella) no se muestran especialmente abiertos al asesoramiento, o sensibles a las
opiniones de intelectuales y profesionales con conocimientos, que puedan
asistirlos con reflexiones para el mediano y el largo plazo.
iv. "Estamos obligados."
Otra forma de responder a cuestionamientos como los que presento parte de la
idea según la cual "estamos obligados a adoptar esta postura (de sostenimiento
acrítico del gobierno), dado el poder de aquellos a los que enfrentamos, que no
cejan en su campaña contra el kirchnerismo."
Esta respuesta también aparece como desafortunada, sobre todo cuando se advierte
que las críticas al gobierno gozarían de menos receptividad si el gobierno
resolviera muchos de los temas sensibles por los que es criticado. De allí la
importancia y valor de fortalecer el lugar y el espacio público de la influyente
e informada crítica de la izquierda. Se me podrá decir: "esto supone que las
objeciones al gobierno están localizadas en algunos puntos críticos, y que si
esos puntos críticos se disolvieran (porque el ejecutivo resuelve los problemas
del caso), se terminarían con las impugnaciones al gobierno, pero lo cierto es
que los opositores se muestran insaciables: ningún cambio les viene bien, nada
va a resultarles nunca suficiente."
Sin embargo, esta réplica peca por su condescendencia, que se manifiesta en dos
aspectos, al menos. Primero, esta afirmación asume que la ciudadanía está
conformada por una masa ingenua y desinformada, a la merced de las
manipulaciones de los medios de comunicación. La ciudadanía no tendría capacidad
para conocer y evaluar, por sí misma, y a partir de su experiencia cotidiana, la
perfomance del gobierno. Segundo, esta afirmación insiste en su condescendencia
cuando asume que el discurso machacoso a favor del gobierno (discurso a veces
inverosímil, como lo fuera aquél de "Menem lo hizo") puede convertirse en una
alternativa deseable, frente a los duros ataques de la oposición.
Contra tal tipo de creencias habría que recordar que la Argentina cuenta con una
larga historia de prensa cerradamente hostil al gobierno de turno: la sufrieron,
en su momento, Hipólito Yrigoyen, o Juan Perón, entre otros. Sin embargo, lo
sabemos también, en todos los casos, la construcción de una contra-prensa híper-parcial,
adicta y complaciente no sirvió para educar a la ciudadanía, sino para
empobrecer, todavía más, la discusión colectiva. Como dijera Marx contra
Proudhom: actuando de tales modos no se construye una síntesis, sino un error
compuesto.
v. "Se trata de un proceso histórico, que hay que situar en su contexto."
Por su carácter repetido y pretencioso –a la vez que por su superficialidad
asombrosa- son pocas las defensas del gobierno que resultan tan impropias como
ésta. A esta altura deberíamos saberlo: en su vacuidad, argumentos
pretendidamente históricos como el citado, pueden ponerse al servicio de la
justificación de cualquier fenómeno: desde Nelson Mandela a Idi Amín, desde
Illia a Menem, siempre puede decirse, frente a cualquier crítico "hay que pensar
en las circunstancias particulares que rodeaban al gobierno del caso, en ese
momento."
Contra esta pretensión, resulta claro, debe decirse que el hecho de que un
particular fenómeno pueda situarse en la dimensión "tiempo," y explicarse por
una serie de causales que siempre conoceremos de modo incompleto, agrega poco o
nada a la hora de reflexionar sobre la justificación del mismo. Y sin embargo, y
a pesar de ello, una y otra vez se insiste con lo obvio: "hay que entender lo
ocurrido dentro de su contexto." "Y entonces" –correspondería preguntar- "ahora
que conocemos el contexto en el que emergieron y crecieron gobiernos como el de
Mandela o de Idi Amín, qué hacemos, cuando de lo que se trata es de evaluar lo
que ellos han hecho?" En definitiva, la evaluación de un gobierno o proceso no
debe resultar dependiente de su explicación. (De paso, convendría señalar
-frente a los militantes del argumento "en contexto"- el notable hecho de que,
en estos tiempos, distintos gobiernos latinoamericanos hayan tenido performances
de gobierno tan diferentes, a pesar de estar enfrentados a vaivenes económicos
externos relativamente semejantes, y condiciones internas también similares.
Muchos de ellos, llamativamente, han llegado al final de su mandato con índices
de popularidad altísimos, mientras que otros, como el nuestro, mantienen índices
de popularidad muy bajos. El fenómeno llama la atención sobre los límites de la
explicación "contextual" más común que, por caso, quiere dar cuenta de las
caídas de popularidad de la dirigencia local, a partir de las resistencias del
poder establecido frente a las políticas de cambio. Nada de esto parece haber
ocurrido en ninguno de los países vecinos, sino todo lo contrario: dichos
gobiernos ganaron popularidad, en lugar de perderla, a través del enfrentamiento
con sectores poderosos).
vi. "Ustedes no entienden."
La respuesta favorita de algunos –muy en especial, de aquellos que han tenido
algún episodio ocasional de militancia junto a los más pobres- consiste en la
aserción según la cual uno no entiende lo que otros ("ellos") cabalmente
comprenden, acerca del significado e implicaciones de la política argentina.
Esta afirmación es similar a la anterior (y por tanto vulnerable frente a
similares objeciones), aunque venga acompañada, en este caso, por un plus de
irritante e injustificada arrogancia.
Sin embargo, hay otro elemento especialmente grave que se reconoce más
claramente en este caso, y que merece ser destacado. Y es que hay pocos
argumentos que, como éste, resultan tan funcionales al peor envilecimiento, a la
peor degradación, que sufre y viene sufriendo nuestra política práctica. En
efecto, el argumento en cuestión (acerca de la "ignorancia política" del
interlocutor) aparece, de modo habitual, para amparar los pactos del gobierno
con la dirigencia más corrupta del Gran Buenos Aires; o para sostener al
ejecutivo frente a las acusaciones que recibe, con motivo de la corrupción que
parece reinar en distintas esferas del gobierno (muy en especial, en el área
clave de Obras y Servicios Públicos). Lo que se nos dice entonces, frente a
eventuales críticas, es que "no entendemos" de qué se trata la "política real."
Quienes articulan este tipo de defensas del gobierno no advierten de qué modo
ellos se convierten en pieza clave para el mantenimiento del fenómeno criticado.
Ellos parecen ignorar, en los hechos aunque no en el discurso, que a pesar de
las tremendas limitaciones políticas, sociales, económicas, culturales, que
afectan a nuestra vida pública, aún así, y a pesar de ellas, hay amplios
territorios por recorrer, programas posibles, en procura de un cambio. Abrazar e
impulsar cualquiera de estas posibilidades requiere, como paso necesario, el
abandono del discurso falso, conservador o directamente reaccionario, que
reclama para sí el contar con certezas que la realidad desmiente. Hechos
recientes como la elección de un presidente negro, en los Estados Unidos; o
experiencias de gestión decente en alcaldías marcadas por la violencia y el
horror, en Colombia, reafirman simplemente lo que debiera ser obvio: muchas
veces, lo que se presenta como utópico (i.e., en nuestro caso hacer política de
otra forma en el Gran Buenos Aires; gestionar de un modo diferente la obra
pública), se parece demasiado a lo no intentado. ¿Será que a veces llamamos
imposible, simplemente, a aquello a lo que en realidad no apoyamos?
vii. "Están comprados."
No quiero detenerme demasiado en este tipo de acusación aunque, de un lado y del
otro de este debate, ella se escuche de modo frecuente, para justificar el
propio lugar que uno ocupa en la disputa. No me detendré en la misma, aún
aceptando la realidad de que existen, en ambos casos, personajes públicos
cooptados, y periodistas que proclaman una independencia de la que en absoluto
carecen. Son muchos, qué duda cabe, los que escriben o hablan de acuerdo con las
directivas que acompañan al dinero que reciben. Sin embargo, no presumo ni
quiero presumir aquí que la mayoría de las personas a las que critico se hayan
"vendido," o estén dispuestas a hacerlo, a cambio de algún dinero. Del mismo
modo, me interesa simplemente afirmar que muchísimos de entre quienes criticamos
al gobierno lo hacemos, simplemente, porque consideramos justo y relevante
hacerlo. Como dijera Tulio Halperín Donghi, examinando el debate
Alberdi-Sarmiento: se ha llegado al momento en donde lo que predomina es una
actitud de hurgar en la historia o en el presente, en busca de motivos para la
injuria, en lugar de razones para el debate.
viii. "Es preferible empujar ciertos cambios (a pesar de los problemas que
encierren), cuando mejoran lo que tenemos y permiten cambios futuros (o curiosa
defensa del gradualismo)."
En el debate por la Ley de Medios, o en la discusión que siguió a la creación de
la "Asignación por Hijo", muchos de los defensores del accionar del gobierno
presentaron un argumento del tipo citado. Básicamente, ellos reconocían que las
iniciativas del caso encerraban fallas serias pero -nos decían- igual debíamos
dar apoyo a las mismas (en lugar de criticar sus falencias), porque venían a
mejorar lo que teníamos, a la vez que posibilitaban cambios, en un futuro
cercano. "Una vez rotas las barreras que vienen bloqueando estas iniciativas"
–podían decirnos- "se hará posibles introducir nuevos cambios que mejoren lo que
aprobamos, y que nos posibiliten ir más allá de lo (mucho) alcanzado."
Contra lo que estos dichos suponen, tales ejemplos pueden resultar apropiados,
justamente, para ilustrar los problemas de la posición citada. Ambas situaciones
(Ley de Medios, Asignación por Hijo), representan dos casos extraordinarios de
políticas susceptibles de encontrar respaldo en mayorías amplísimas, pero frente
a las cuales el gobierno insistió en alternativas legales mucho menos que
óptimas, que implicaron a la vez resignar la posibilidad de sostener a las
mismas a partir de coaliciones mucho más abarcativas. Al respecto, habrá que
decir que si se llegó a ese resultado indeseable ello se debió, de modo muy
especial, a la intervención de los sectores acríticos que aquí impugno que
–cuando era posible y necesario hacerlo- silenciaron sus críticas, y decidieron
"cerrar filas" con el gobierno, en defensa de proyectos que –lo reconocían-
eran, en muchos puntos, seriamente objetables.
Frente a esto se podrá decir que "en ese momento no era posible otra cosa," pero
esto nos llevaría otra vez al paupérrimo "argumento histórico," antes criticado.
Típicamente, sugeriría, la Ley de Medios hubiera sido apoyada por una coalición
mucho más amplia de la que la apoyó, si el gobierno hubiera eliminado, ya en ese
momento, las inaceptables cláusulas que venían a favorecer la construcción de su
propio monopolio comunicativo. Alguien podría decir, contra esto, que la
oposición hubiera seguido siendo crítica y hostil al gobierno, aún si el
gobierno hubiera aceptado la introducción de más cambios. Pero este argumento
(que adolece de problemas ya examinados), no resulta persuasivo. Menos aún,
cuando se lo examina a la luz de la reciente aprobación, en Diputados, de la ley
de matrimonio gay. Este caso representa una excelente demostración de que,
cuando se promueven medidas de importancia, que la oposición genuinamente
valora, los sectores críticos del gobierno se muestran lejos de negar su apoyo
parlamentario para las mismas. Claramente, éste hubiera sido el caso en la
discusión de la Asignación por Hijo, que implicó por parte del gobierno una
apropiación, en parte bastardeada, de iniciativas impulsadas y ampliamente
compartidas dentro de la oposición: ¿Quién puede creer que (buena parte de) la
oposición hubiera rechazado, parlamentariamente, un programa de Ingresos Básicos
genuinamente universal, como el que hasta entonces ellos mismos proponían?.
Contra todo lo dicho hasta aquí alguien podrá alegar la política de los hechos
consumados: "lo cierto es que hoy contamos con leyes democráticas, como la Ley
de Medios, y esto es lo importante, contra todo el palabrerío de la oposición."
Pero, otra vez, este argumento a los empellones se enfrenta, como era de
esperar, con problemas serios: hoy por hoy, la suerte de la Ley de Medios es muy
azarosa, justamente, porque el gobierno prefirió no apoyar a la misma en una
coalición más amplia. Decir esto, insisto, no implica sostener que ella no
resultaría atacada, en caso de haber sido el resultado de un acuerdo más amplio
–lo sería en todo caso, sin dudas, dado los desafíos que implica sobre el poder
establecido. Lo que intento decir es otra cosa, esto es, que ella resultaría
mucho menos vulnerable de lo que hoy resulta, frente a los obvios ataques que en
todo caso recibiría. En tal sentido, el no haber apostado a la formación de
coaliciones más amplias ha redundado, no sólo en peores normas (asumo aquí que
las normas tienden a perfeccionarse más, cuanto más se discuten, aunque ésta no
sea, obviamente, una regla necesaria de la política), sino también en normas
políticamente más débiles, menos sólidas, previsiblemente menos estables. La
cerrada defensa del gobierno –el inexplicable seguidismo de muchos de los
intelectuales a quienes aquí objeto- resulta un elemento crucial, a la hora de
explicar los innecesarios déficits que hoy rodean a normas que fácilmente
hubieran podido aprobarse y mantenerse estables, de un modo mucho más firme y
más justo.
ix. "La alternativa es mucho peor."
Una expresión clásica entre los que defienden al gobierno, desde posiciones
progresistas, es la que afirma –de modo simple y concluyente- que "la oposición
es mucho peor que quienes hoy nos gobiernan." ¿Para qué probar alternativas,
entonces, que amenazan con acabar con lo bueno que ahora se ha hecho, al tiempo
que no prometen nada demasiado interesante, sino, en todo caso, políticas
repudiables?
Las dificultades que uno puede encontrar con esta postura son múltiples, y aquí
sólo me refiero a algunas (aunque más arriba ya he sugerido respuestas que son
aplicables al caso). En primer lugar, la existencia de alternativas peores no
provee ninguna excusa para dejar de hacer críticas necesarias: si ciertos
funcionarios del gobierno defienden lo indefendible (i.e., políticas de "mano
dura"), o incurren en conductas ilegales (i.e., sobornos) ellos deben ser
denunciados y criticados, en lugar de amparados a través de la justificación o
el silencio, como hoy cotidianamente ocurre, por parte de sectores bien formados
e informados. En segundo lugar, la afirmación según la cual "la oposición es
peor" supone que criticando al gobierno se lo debilita, cuando la crítica puede
servir perfectamente para fortalecerlo. En tercer lugar, es totalmente posible
hacer las dos cosas al mismo tiempo, esto es, criticar al gobierno y a la
oposición. En cuarto lugar, la afirmación del caso presupone también (alguien
podría decir, interesadamente) una noción errónea (y a la vez tan presente en la
historia de la política argentina), según la cual nuestra política es
simplemente binaria.
En otras palabras, se supone aquí la existencia de sólo dos bandos u opciones
políticas, que no dejan opciones serias a sus costados. Sin embargo, esta idea
enfrenta al menos dos dificultades serias. Primero, ella es empíricamente falsa,
dado que la oposición es, si algo, diversa y heterogénea. Y en segundo lugar, y
lo que resulta tal vez más importante, se trata de una profecía que quiere
autorrealizarse, dado que este tipo de argumentos socavan la posibilidad de
formar coaliciones diversas y transversales, al ponerse a favor del status quo.
En lugar, entonces, de criticar incondicional y severamente lo que es
criticable; y en lugar de bregar incansablemente por la formación de coaliciones
diferentes, menos comprometidas con lo peor del pasado, este argumento se pone
al servicio de los pactos y las políticas que existen, por más que tales
políticas incluyan conductas y acuerdos aberrantes, que de este modo quedan bien
a resguardo.
Finalmente, en quinto lugar, y frente a una variante del argumento en cuestión
que diría, en este caso, que la oposición "no tiene propuestas", podría
señalarse lo siguiente. Mucho de lo interesante que apareció en estos años
resulta un producto del trabajo de años que vinieron haciendo movimientos
sociales y partidos distintos del oficialismo. Fue la oposición la que insistió,
una y otra vez, con variantes del Ingreso Básico Incondicional, que el
oficialismo rechazaba, hasta que aprobó una versión mucho menos radical de
aquella propuesta, a través de la Asignación por Hijos; la causa del matrimonio
gay, bandera habitual de la izquierda, resultó absolutamente ajena al
oficialismo, hasta hace pocas semanas; la oposición supo presentar, años atrás,
un detallado proyecto de ley de radiodifusión, que fue bastardeado entonces por
el peronismo (aunque se asemejaba en mucho a la actual ley de medios, salvo en
algunas cuestiones interesantes: no abrían espacio para la constitución de un
nuevo monopolio estatal).
x. "Nosotros hacemos."
Frente a la última cuestión examinada en la sección anterior, y según el cual ha
sido la oposición la fuente de propuestas centrales que luego el oficialismo ha
aprobado, alguien podría replicar, entonces: "bueno, lo que se demuestra
entonces es que el oficialismo es el que hace las cosas –el que puede hacerlas-
mientras que la oposición se va en palabras."
Contra a este argumento diría por ahora sólo tres cosas. Ante todo, el peronismo
ha sido un factor de bloqueo efectivo, en la oposición, frente a propuestas
oficiales atractivas. Para decirlo de modo más claro: el oficialismo ha sido
causa decisiva en que "los otros" no puedan hacer. Sin embargo, ése no es,
precisamente, un mérito del que merezca jactarse el partido hoy en el gobierno.
Por caso, la deslealtad de haber puesto el grito en el cielo frente a las tibias
iniciativas privatizadoras de Alfonsín-Terragno ("vendepatrias!"), para luego –y
en boca de esos mismos críticos- pasar a hacer una desvergonzada defensa de un
proceso delictivo de privatizaciones, no habla muy bien de parte del elenco
político hoy todavía dominante.
En segundo lugar, merecería ponerse en duda el hecho hoy indiscutido según el
cual, quienes están en la oposición, ya demostraron su incapacidad para hacer
cosas (hoy son considerados los "inútiles" de la política). Empecemos por un
caso: el juicio a las juntas. El juicio a las juntas es un hecho extraordinario,
que merece ocupar un lugar importante en la historia contemporánea de la
humanidad. Ése hecho fue llevado adelante por el radicalismo, en condiciones
trágicas, en momentos de fragilidad institucional ("destituyente") grave y,
cabría decir, a pesar del bloqueo del partido hoy gobernante, que propiciaba
entonces avalar la auto-amnistía de Bignone. Durante ese mismo gobierno, por lo
demás, se aprobó la ley de divorcio, se terminó con la censura cinematográfica,
se renovó la Corte Suprema, se firmó la Paz con Chile; se puso en marcha el Plan
Alimentario Nacional, y un largo etcétera. Uno puede estar más o menos de
acuerdo con esas iniciativas (alguien está realmente en desacuerdo con
ellas???), pero es muy curioso que ese tipo de medidas den fundamento para
hablar de una (actual) oposición que, desde el gobierno, "demostró su capacidad
para no hacer nada".
En tercer lugar, también es cierto que, gracias a la violación de las formas, se
pueden hacer muchísimas cosas. El gobierno de Menem es una buena demostración,
en ese sentido. Su ejemplo nos ayuda a pensar, en todo caso, sobre el (temible)
valor de gobiernos que –no importan los medios- se muestran dispuestos y
capacitados para hacer, literalmente, cualquier cosa. Finalmente, queda la
discusión acerca de esa formalidad o falta de formalidad con que a veces se
hacen las cosas, pero sobre este punto me detendré más adelante.
xi. "Se le hace el juego a la derecha."
El argumento más habitual, tal vez el que ha aparecido como el más importante,
en defensa del gobierno, desde la izquierda, tiene que ver con la idea de que,
criticándolo, uno ayuda a vigorizar a la (ya poderosa) derecha. Dada la
sorprendente centralidad que ha adquirido este argumento en la discusión
política local, quisiera detenerme sobre él, de modo también especial.
Es mucho, según entiendo, lo que puede decirse contra el mismo, y aquí sólo daré
comienzo a una discusión posible y necesaria. Ante todo, y aunque aquí no me
ocuparé de un tema ya tratado, quienes sostienen este argumento tienden a
presuponer la superioridad política de quien critica, frente a la ingenuidad que
se le asigna al criticado. Propondría dejar de lado este argumento, de carácter
fuertemente elitista. En segundo lugar, diría que hay muchas medidas que merecen
defenderse, y de hecho son defendidas, con independencia de cuál sea la posición
de la derecha en dicho respecto. Por caso, uno puede valorar el esfuerzo de
instituciones católicas como Cáritas, más allá de que pueda decirse que de ese
modo se favorece a una Iglesia esencialmente conservadora; uno puede defender
una política estricta de no censura, por más que dicho reclamo lo haya sostenido
desde siempre cierta derecha; uno puede hacer campaña por la libertad en las
opciones sexuales, por más que ésta sea vista por algunos como una posición
puramente libertaria; uno puede proponer la despenalización del consumo y
circulación de ciertos estupefacientes, por más que el paladín de la derecha
económica, von Hayek, haya dicho lo mismo. En definitiva, muchos de nosotros no
dejamos ni dejaríamos de bregar por ninguna de tales iniciativas, por más de que
ellas sean atractivas para ciertos sectores de la derecha.
En tercer lugar, la idea de que uno "le hace el juego a la derecha,"
indebidamente sobredimensiona el lugar que los dichos de la mayoría de nosotros
ocupa, para las políticas de la derecha. Lo cierto es que las grandes empresas,
los grandes intereses, han prescindido y pueden seguir prescindiendo de una
mayoría de nosotros, para defender exitosamente la maximización de sus
beneficios.
En cuarto lugar, la posición aquí objetada ("así se beneficia a la derecha")
desconoce el valor de algo crucial, aquí en juego, como lo es la defensa de una
política no-consecuencialista, una política de la convicción, una política de
los principios. Contra tal postura, tiene sentido reivindicar el lugar de los
principios en política (sin asumir, por supuesto, que los principios se
encuentran sólo, o fundamentalmente, "del lado de uno," pero sí asumiendo que su
lugar aparece muy degradado en el discurso de muchos de aquellos a los que
critico).
En quinto lugar, resulta paradójico que muchos hayan pasado a suscribir cantidad
de políticas propias de la derecha (medidas que tiempo atrás no hubieran osado
sugerir siquiera, por caso, en relación con las políticas de seguridad o el pago
de la deuda), para…no favorecer a la derecha!
Finalmente, quisiera sugerir que las políticas que aquí se critican (y que
resultan defendidas con el latiguillo de que quienes las impugna le hacen "el
juego a la derecha") son políticas que deberían ser criticadas, entre otras
razones… porque sirven a la derecha.
En efecto, muchas de las críticas que uno merece hacerle al gobierno no son
ideológicas, en un sentido estricto (aunque sí amplio) del término: criticamos
la destrucción del INDEC, porque consideramos un valor contar con información
estadística confiable y transparente (y sin necesidad de asumir una visión
ingenua sobre los aspectos ideológicos de toda estadística); denunciamos que las
campañas electorales del kirchnerismo se hayan financiado con el dinero de la
"mafia de los remedios," por el tremendo riesgo que representa la mezcla de la
política con el narcotráfico; nos preocupamos por la presencia de reiterados
negocios "sucios" con Venezuela, no porque creamos que la política es "blanca y
tierna," ni porque identifiquemos a Hugo Chávez con el demonio, sino porque
resulta simplemente inaceptable que acuerdos que implican la circulación de
valijas millonarias entre un país y el otro se hagan de modos no transparentes;
criticamos las "candidaturas testimoniales" porque representan una manera de
burlar al electorado, y de degradar la ya muy degradada política representativa
local. Dicho esto, interesa resaltar lo siguiente: es dable esperar que, frente
a un gobierno que se obstina, de modo insólito e inexplicable, en el
mantenimiento incuestionado de prácticas que implican falsedades (por caso, las
cifras mensuales sobre los niveles de inflación); o un gobierno que desconoce de
manera arrogante a quienes critican lo que es para cualquiera inaceptable (por
caso, el financiamiento espurio recibido por el Frente para la Victoria), la
ciudadanía vote a favor de casi cualquier opción que tenga la perspectiva de
vencer al gobierno, no porque su enojo la incline a optar por posiciones
ideológicas de "derecha" sino –simplemente- porque así espera torcerle el brazo
a un gobierno que se muestra sordo e imperturbable frente a las críticas.
El crecimiento absurdo de ciertas aisladas figuras de la derecha, en la Ciudad
de Buenos Aires o –increíblemente- en la Provincia de Buenos Aires, tienen que
ver fundamentalmente con lo señalado –y mucho menos con el hecho proclamado
(pero empíricamente muy dudoso) según el cual "la ciudadanía se corrió a la
derecha." El ejemplo de las "candidaturas testimoniales" resulta, otra vez, muy
apropiado, sobre todo cuando uno recuerda la cantidad de colegas kirchneristas
que, en esos tiempos, desmerecían, con una sonrisa en sus labios, las
preocupaciones "leguleyas" que uno alegaba. Esas mismas cuestiones formales, en
el fondo tan sustantivas, jugaron un papel decisivo en el fortalecimiento de la
"derecha posible" en las últimas elecciones. Necesitamos una reflexión más
compleja, entonces, antes de determinar cuáles son las acciones y decisiones que
"objetivamente" favorecen y han favorecido a la derecha.
xii. "Nosotros nos ocupamos de la sustancia, ustedes de las formas."
Muchos de los defensores del oficialismo sostienen, a su favor, que ellos apoyan
políticas sustantivas, mientras que los adversarios del gobierno (las "almas
bellas") se preocupan por "formalismos" y se asustan por las "desprolijidades"
que caracterizarían a algunas acciones promovidas por el ejecutivo (aunque
guardarían silencio frente a similares "desprolijidades" cometidas por la
oposición).
Este debate, como otros, suele mostrar en sus bordes las edades de sus
protagonistas. Ocurre que parte central de la defensa del kirchnerismo ha
quedado en manos de personas de cierta edad, que abordan la discusión política
con las mismas claves con que lo hacían en las etapas primitivas del peronismo.
En ese momento, resultaba especialmente interesante y productivo señalar de qué
modo las "señoras gordas" de Barrio Norte se conmovían ante la llegada de
trabajadores sudorosos al Centro de la ciudad, o manifestaban sus odio en
consignas del tipo "viva el cáncer", frente a una Evita enferma.
Claramente, ha pasado mucho tiempo desde entonces, y aunque sigue habiendo
"señoras gordas" que se indignan por la forma en que se viste la presidenta,
sería bueno colocar el debate en otros andariveles menos rodeados de naftalina.
De todos modos, puede valer la pena hacer un esfuerzo por tomar en serio lo que
tienen para decir quienes todavía hoy sostienen posiciones semejantes en defensa
del oficialismo (no tomaría en serio, en cambio, a los que centran sus críticas
a la presidenta en el tipo de carteras que usa).
Sobre la crítica basada en la distinción sustancia-forma, entonces, podrían
señalarse varias cosas. En primer lugar, muchas de las principales objeciones
que merece el gobierno son crudamente sustantivas, tales como favorecer la
explotación minera más brutal; poner las emprsas del Estado al servicio del
"capitalismo de amigos;" financiarse políticamente con dinero proveniente de la
mafia de los medicamentos (abriéndole la puerta a la explosiva mezcla
política-narcotráfico). Este tipo de cuestiones serían suficientes para fundar
una crítica demoledora contra el gobierno: bastaría con esto.
En segundo lugar, cuestiones tan aburridas complejas, formales y legalistas como
el "debido proceso," sirven para trazar una línea decisiva entre dictadura y
democracia, autoritarismo y derechos humanos. Son los temas del "debido proceso"
los que de inmediato resaltan cuando se critica a la dictadura por la tortura y
los "apremios ilegales;" o se objeta al gobierno de George Bush por las bases de
Guantánamo operando en un "vacío legal:" la leccción es que deben respetarse
siempre, incondicionalmente, los procedimientos del debido proceso. Lo que allí
está en juego es la vida, el respeto de la dignidad humana, la custodia de
derechos humanos elementales. Lo dicho, por supuesto, está dicho no para sugerir
que el gobierno tortura, sino para insistir sobre el valor de preocuparse por
las cuestiones formales, aunque a veces parezcan naderías. Criticamos que el
gobierno desobedezca órdenes de la Corte Suprema, en Santa Cruz; o que reniegue
de sus obligaciones de dar información que debiera ser pública, porque creemos
que, al actuar de ese modo, el gobierno abusa de su poder y aprovecha la falta
de visibilidad de sus actos para favorecer el enrequicimiento de sus amigos,
amparando injustas e indebidas desigualdades.
En tercer lugar, si la oposición es inconsistente en su preocupación por las
cuestiones de debido proceso, allá ella: lo que aquí se sostiene sirve
perfectamente para criticar, al mismo tiempo, al gobierno y a su (inconsistente)
oposición: es posible y recomendable hacerlo.
En cuarto lugar, oficialismo y oposición suelen mezclar, intencionadamente,
temas banales, como la desprolijidad con que se viste el ex presidente, o las
operaciones faciales de la presidenta, con cuestiones que no lo son, tales como
el ocultamiento de las rutas del dinero oficial, o sus maniobras para la
designación de amigos en organismos de control: todas esas cuestiones pueden
referirnos a "desprolijidades" y "excesos", pero mientras concentrarse en las
primeras es una zoncera, encubrir las segundas apelando a la superfluidad de las
primeras es un acto de mala fe.
En quinto lugar, no debe perderse de vista que suele haber una íntima conexión
entre cuestiones formales y sustantivas. Por ejemplo, la queja por el no
reconocimiento jurídico pleno de la central obrara CTA tiene que ver,
fundamentalmente, con el hecho de que con tales omisiones se dificulta la
defensa de los derechos de los trabajadores. Conviene recordarlo: la forma suele
estar, como en este caso, demasiado cerca de la sustancia.
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