Argentina, la
lucha continua....
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La discusión sobre ética periodística y empresaria
Los escraches y la vigencia de la ley
Edgardo Mocca
Debate
La posición central de los medios de comunicación en la formación de la agenda
política no es un fenómeno exclusivamente argentino. En las últimas décadas, la
cuestión ha sido ampliamente discutida en los ámbitos académicos y políticos de
todo el mundo. La mediatización de la política es correlativa a los procesos de
globalización, con sus consecuencias de descentramiento de los estados
nacionales, y a las modificiaciones sociales y culturales que erosionaron las
grandes identidades colectivas sustentadas en la pertenencia clasista.
Sin embargo, en los países de nuestra región, este proceso ha alcanzado una
profundidad tal que merece ser atendido, no ya en términos de los intereses de
tal o cual gobierno sino en los de la defensa de la democracia. Los medios de
comunicación han pasado en la mayoría de nuestros países a ser parte de la
constelación del poder económico y, desde esa perspectiva, han dejado de ser
"escenario" del debate político para constituirse en actor central del mismo. La
conducta de los medios de comunicación concentrados en el golpe de Estado contra
el gobierno constitucional de Venezuela, en abril de 2002, es el caso más
ilustrativo, aunque para nada el único de esa nueva posición de las empresas
mediáticas en la política.
No son solamente las "noticias políticas" las que colocan a las empresas
mediáticas en este privilegiado lugar político. Es la producción y reproducción
sistemática y permanente de valores y modelos sociales, con un abrumador
predominio del consumismo individualista y el éxito en la competencia social
como horizonte excluyente en la vida de las personas. Como contracara de esos
valores aparece el miedo existencial, claramente concentrado en la sensación de
inseguridad ciudadana, que no es otra cosa que la ambición de éxito bajo la
forma del terror a los que quedan fuera del circuito del consumo.
Hay otra especificidad del caso argentino. Es la profunda crisis de los partidos
políticos y sus liderazgos a partir de la crisis de 2001 y 2002. De esa crisis
han surgido dos fenómenos que interactúan entre sí: un modo de gobierno
fuertemente personalizado y con una práctica decisoria más inclinada al secreto
y la sorpresa que al funcionamiento colegiado, y a una oposición que se ha
resignado a un tipo de alianza con las empresas mediáticas en la cual ha ido
enajenando toda autonomía estratégica. A tal punto ha llegado el proceso en
estos días, que el guión político con el que han de moverse las oposiciones es
más fácil de encontrar en ciertos "análisis políticos" periodísticos que en los
círculos orgánicos de las fuerzas de oposición. Hasta el vicepresidente Julio
Cobos parece haber resuelto no disgustar a los medios con acciones como las que
tomó a favor de la destitución de Martín Redrado. El duro tratamiento que
recibió de muchos de sus promotores mediáticos después de esa acción parece
haberlo convencido.
Esta situación ha abierto paso a un debate público inédito sobre el periodismo y
los periodistas en nuestro país. Los medios concentrados lo sitúan como un
debate sobre la libertad de expresión; se colocan en el lugar de víctimas,
perseguidos y envueltos en un miedo que no parece corresponder al verdadero
estado de cosas en el país. Un lamentable cartel pegado en oportunidad de una
marcha multitudinaria en defensa de la ley de medios, devino un tema político
central.
La verdad es que si se sigue con atención las líneas editoriales de algunos
órganos periodísticos, puede formarse rápidamente la lista de políticos que
forman parte del Gobierno, escrachados como autoritarios, corruptos o
mentirosos. El escrache es malo, venga de donde venga. Y su peor perversidad es
la de sustraer el debate de ideas y de proyectos de país, reemplazándolo por
estereotipos y descalificaciones personales.
No parece fértil la estrategia de atribuir todas las opiniones periodísticas
opuestas al gobierno a una estrategia centralizada que opera en las sombras.
Dicho esto, habrá que reconocer que llama la atención la unanimidad monolítica
que se aprecia en algunos medios y el formato francamente parcial de algunos
programas televisivos supuestamente promotores del debate político. Tampoco esto
es ilegal ni antidemocrático. Es legítimo que una empresa mediática sostenga
determinada línea editorial. El problema es la posición monopólica que han
adquirido algunas de ellas y la enorme capacidad extorsiva de la que hacen gala.
No es un problema menor para la democracia: hasta las definiciones más
minimalistas sostienen que la posibilidad de acceso equilibrado a fuentes de
información distintas y alternativas es un prerrequisito de su plena vigencia.
Ha aparecido también en estos días una discusión sobre el programa televisivo
6,7,8, claramente orientado a favor del Gobierno en las cuestiones
fundamentales. Algunos comentaristas de los medios principales no ahorran
juicios descalificadores contra los periodistas que trabajan en ellos. La verdad
es que hay que reconocer como una anomalía que un programa de esas
características ocupe un lugar central en la programación del canal público: un
modelo democrático de comunicación necesariamente debe separar de forma clara a
los órganos públicos de los intereses coyunturales de un partido o grupo de
gobierno. Ahora bien, es una anomalía claramente inscripta en un panorama
anormal.
Gracias al archivo de este programa tenemos acceso a un registro de la
programación de la televisión privada que francamente estremece. Por su carácter
políticamente sesgado. Por el ambiente generalizadamente hostil al Gobierno que
campea en los medios concentrados. Por los anuncios catastrofistas que no se
cumplen, sin dar lugar a la mínima autocrítica, los diagnósticos de aislamiento
internacional que preceden a una densa agenda presidencial de contactos con los
principales líderes del mundo, los pronósticos de crisis económica
sistemáticamente desmentidos por la realidad. Por la insólita agresividad verbal
de algunos líderes opositores que no merecen la mínima observación de sus
entrevistadores. Y, también, por el silenciamiento de casos como los hijos
adoptivos de Ernestina de Noble, solamente interrumpido por la decisión del
Grupo Clarín de que los propios implicados hablaran para vincular el tema con
una supuesta persecución a la empresa.
Lo que debería ocurrir para sincerar la discusión sería la aplicación plena de
la ley de servicios de comunicación audiovisual, insólitamente suspendida por
algunos tribunales de justicia. El actual estado de cosas deja una inevitable
sensación de que ciertos poderes económicos toman decisiones públicas por sobre
los órganos de la democracia, en defensa exclusiva de sus intereses. La mejor
forma de enfrentar la práctica de los escraches es la aplicación de la ley.
De toda la ley, incluida la que regula la propiedad de los medios de
comunicación. En ese contexto, será más fácil discutir sobre ética periodística
y empresaria.
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