Palabra malquerida mercenario. En su origen nombraba al guerrero que por una
paga combatía a favor de un ejército enemigo. De ahí el desprecio que cargaba.
Pero ya con el tiempo señala a todo aquel que cobra por hacer su trabajo. De
modo que mercenario es cualquier asalariado. Desde un jornalero a un gerente;
desde un maestro a un director de cine. Desde una empleada de la casa al CEO de
un grupo económico. Y por lógica del razonamiento son mercenarios, reyes,
presidentes, ministros, legisladores y jueces. Un sacerdote cobra y también un
cardenal. Un enfermero y un médico y el que dirige un asilo de huérfanos. Así,
sería mercenario hasta el que administra y reparte la Asignación Universal por
Hijo o el que organiza la ayuda humanitaria a las víctimas de un terremoto.
Sin embargo, la palabra sigue sonando oscura. A nadie le gusta ser calificado
con ella. Ni siquiera a un jugador de fútbol que ayer jugaba en Boca y ahora, en
River; ni al escritor que escribe por encargo pago un libro en contra de un
gobierno al que no odia; ni tampoco le gusta que le digan mercenario al
periodista que comunica una opinión que le dictan los editores que lo emplean y
que, según le vaya en suerte, opina para un medio o para otro, a veces con
opiniones contrarias o antagónicas. Éste sí es un dilema actual que hierve
redacciones, que revuelve el avispero mediático. Lo cierto es que todos los que
hacemos periodismo trabajamos por la paga: todos somos mercenarios. Como todos.
Para una profesión adiestrada en la creencia de un status de autovaloración tan
infundado como cualquier status humano, reconocerlo es un karma. La palabra
mercenario viene de merced, palabra espiritual que espiritualmente significa
paga. Ahora bien, un mercenario hace bien o mal su trabajo. Y éste es el dilema
empírico. ¿Su trabajo es cumplir con el que le paga o cumplir con su trabajo?
Según sea, un periodista lo cumple satisfaciendo a su empleador, satisfaciendo
al público y satisfaciendo su pensamiento y su moral. Trilogía de azaroso
cumplimiento. Porque para poder unir esas tres satisfacciones el periodista
debería trabajar para sí mismo, no para otros. Y aun así tendría dificultades.
Con más razón si trabaja para grandes empresas editoras o corporaciones. Qué
dilema o encrucijada. Porque la profesión misma es mercenaria. Y la presión es
tan grande que el buen mercenario acaba convencido de que cuanto escribe, dice y
opina bajo dictado o influencia es suyo propio. De ahí su convicción y su
entusiasmo. A más y mejor paga, más y mejor entusiasmo. Ya que si se mantiene
siempre en el mismo campo de intereses acaba metamorfoseado con ellos. Y si
cambia y también muda de opinión y la de ahora es contraria a la de antes,
demuestra que sabe cumplir con la empresa y con otro público, pero ya no consigo
mismo. Pero el problema de conciencia es reservado y nadie se entera.
¿El periodista se debe a la obediencia debida como el obrero de una planta de
armas que serán destinadas a matar gente, o como el amanuense de una secta venal
en la que no cree? El periodista -al contrario de otro tipo de trabajador-
arrienda su inteligencia. Arrienda su moral. Arrienda su visión de la vida y del
mundo. El ideal sería que pudiera y tuviera la voluntad de elegir al arrendador
que le paga pero sin que lo obligue a traicionarse. Ni a traicionar. Aunque en
un mercado de trabajo de intereses hegemónicos son pocas las chances de ser un
mercenario voluntario, a favor de la causa que se defiende y sostiene. Ésta es
la vulnerabilidad del oficio periodístico. Se finge omnipotente para no
descubrirse en su debilidad. La opción es tentarse a hablar con su voz desde la
voz de otro o de otros. O no tentarse y reducir sus expectativas de dinero y de
éxito. Ésa es la cuestión.
La sociedad sabe y no sabe todo esto. Como el comensal de un restaurante sabe y
no sabe que detrás de la pared, en la cocina, en la heladera, en los estantes de
materia prima puede ocurrir de todo: desde la inmaculada profilaxis hasta el
aguantadero de bacterias.
Ahí está la venerada Iglesia descubriendo la perversión de sus obispos,
escondidos furtivamente con monaguillos detrás de los altares. Es un acto de fe
creer en lo que decimos los periodistas. Siempre lo fue. La desventaja con
respecto a la Fe en un dios es que somos hombrecitos. Y, aún peor, hombrecitos
empleados o sujetos a organizaciones de negocios.
El capital simbólico del periodismo, ése que presume estar representado por
aquel "Yo acuso" de Émile Zola, que denunciaba en la prensa la injusta condena a
Alfred Dreyfus, el militar judío acusado de traición a la patria, es un ejemplo
demasiado ejemplar que se cae de bruces si se lo compara a uno de nosotros.
Ninguno es hoy Zola. Ningún acusado de traidor es Dreyfus. Pongan aquí los
nombres de periodistas o de traidores que quieran. Tampoco la multimedia actual
y su parafernalia tecnológica son aquellos diarios remotos, casi hechos a mano,
y a sola firma, identificados con un dueño más o menos cuentapropista que
militaba en el compromiso desinteresado y moral. La evolución-involución ha
producido este fenómeno de poder ultracolmado de intereses extraperiodísticos.
Los periodistas -aun los que se resistieron a su modo y no fueron asociados ni
cómplices- no son -somos- inocentes de haber capitulado a este dominio. De
hecho, la profesión siguió ejerciéndose como si esto no estuviera sucediendo.
El sábado, en la Feria del Libro, me encontré casualmente con otro periodista y
escritor. Es del diario La Nación y uno de sus más notables referentes. Fue él
quien quiso hablar del periodismo. Ahí en medio del tránsito de visitantes. Mi
actitud actual no lo indignaba pero lo sorprendía. Para él estaba peligrando la
situación de algunos colegas opositores al Gobierno. No sé por qué no pensaba
igual acerca de los que lo apoyan. El detonante había sido el afiche del
escrache a los periodistas del grupo hegemónico. Había que desactivar este
enfrentamiento. ¿Desactivar el debate?, pregunté. ¿No será lo que se busca? ¿El
no debate a quién le conviene? Le conviene a quienes no quieren el debate para
no debatir lo que ya se considera establecido e inmodificable: el periodismo.
Debatir implica sacar a luz. Discutir lo que nunca se hubo discutido. En esa
charla franca y amigable le recordé la sorprendente apreciación de nuestro
colega Carlos Barragán, en el programa 6,7,8 acerca del afiche del escándalo. El
afiche del espanto estimula en el periodismo un miedo todavía en gestación que
es un miedo a lo hipotético. Nada ha pasado de grave comparado a tantas
tragedias pasadas que le conciernen al oficio. Pero sobreactúan la hipótesis del
ajusticiamiento. El afiche dice:
"¿Se puede ser periodistas independientes y servir a la dueña de un multimedios
que está acusada de apropiación de hijos de desaparecidos?". Según la versión de
Barragán ningún enemigo del Grupo Clarín diría "multimedios" sino "monopolio".
Ya que multimedios es la forma convencional y empresaria en que se autocalifican
a sí mismos los del grupo. Además de la dueña de Clarín, el aviso dice que es
"acusada", dejando una hendija a su inocencia, en lugar de declararla
directamente "apropiadora", que sería más contundente. Y está el formato de
pregunta del texto. La pregunta amansa el sentido de la denuncia. Si se
construyera la frase sin signos de interrogación sería más efectiva: "No se
puede ser periodista independiente y servir a la dueña de un monopolio,
apropiadora de hijos de desaparecidos". A quienes diseñaron el aviso esto se les
pasó por alto.
La cuestión es el periodismo. Hoy y aquí. Uno mismo. Saber si aún sin dejar de
ser mercenario -ya que eso es natural-, lo ideal no sería serlo en un medio en
el cual quien paga no nos tenga a su merced.