Argentina, la
lucha continua....
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Exiliados e imputables
Silvana Melo
APE
Sentado en el cordón de cualquier vereda del conurbano, se abraza las
rodillas y asoma apenas los ojos desde la capucha del buzo azul oscuro. Mira al
mundo con la misma desconfianza con que el mundo -desde el colectivo o desde el
supermercado- lo mira a él. Lo han convertido en un animalito a la defensiva.
Preparado para atacar después del zarpazo al que lo tienen acostumbrado sus
catorce años de respirar esos aires negros.
Sabe que es blanco fácil para el calabozo por origen, no más. Ni idea tiene de
que si la Cámara de Diputados firma alegremente lo que el Senado aprobó en
noviembre del año pasado, el calabozo será legalizado y sin hendijas para el
pataleo.
Tampoco sabe -porque nadie habla con él, porque no lo tienen en cuenta, porque
los legisladores no saben cómo nació, cómo sobrevive, cómo es su no familia ni
lo que se mete en los pulmones cuando siente que no se anima a nada- que se lo
demoniza en la tele, que se lo condena en las fortalezas detrás de las rejas que
los ciudadanos se construyen para defenderse de él. No sabe que están esperando
desde hace meses un crimen resonante para colar la ley en Diputados, en medio de
la verborragia histérica de estos tiempos, y ganar el aplauso porque se está
haciendo la patria firme y justa del bicentenario. A costa de aquellos a los que
se abandonó y se condenó desde el vientre, a costa de todos aquellos a quienes
se suprime sistemáticamente porque la patria del bicentenario será para pocos y
elegidos.
La abstracta opinión pública, sin rostro pero con fuerte palabra, la cadena
mediática de reproducción de sangre y la burda política que responde a los
estímulos ocasionales pero también a su convicción filosófica, esperan. Hay
tanto niño criminal que la compulsión que apretó al Senado fue la balacera
contra el ex futbolista Fernando Cáceres. Cinco meses después, sin embargo,
Diputados todavía espera la próxima noticia estridente de pólvora que se le
endilgue a un pibe para poner el grito en el cielo y levantar las manos con
pretensiones de unanimidad. Y que finalmente se baje la edad de imputabilidad a
14 años y el alarido social aplaque los decibeles y la televisión se regocije y
ya nadie deba tener miedo de que la pequeña negritud baje de las villas en
bandadas a quedarse con los bienes y los males de los elegidos para este lado
del mundo.
En 2010, la Argentina de las contradicciones bicentenarias pondrá en marcha el
límite para el trabajo infantil en los 16 años. Pero se los podrá juzgar y
encerrar a los 14. El mismo Estado que invisibiliza a seis millones y medio de
chicos menores de 18 años sumidos en la pobreza -la mitad de ellos indigentes-,
el mismo que dejó sin atención médica mínima al 47% de ellos, el mismo que
permite con su ausencia la muerte de 25 diariamente por causas emparentadas con
el hambre, el mismo que les quebró la familia, el que los hacina de a ocho en
cuartos miserables, ese mismo se rasga las vestiduras ante el pibe que roba, que
ataca, que transgrede como forma de supervivencia. Con las drogas en una
invasión sin freno en los sectores más populares, como un puñal disciplinador
que deshinibe para la muerte o mata por propia eficiencia. Todo huele a una
oscura política de dilusión y barrido de residuos.
Durante el siglo de existencia de la Ley de Patronato se encerraba a los pibes
en terribles ensayos de cárceles: el 90 por ciento estaban presos por pobres.
Ese 90 por ciento quedó, en la provincia de Buenos Aires, a la buena de dios -es
decir, de las organizaciones sociales a las que el Estado les paga las becas
cuando el dinero logra esquivar las prioridades represivas o la férrea
estructura de corrupción que todo lo resiste- y sólo se discute qué hacer con el
pibe de 14 que comete un delito grave. No hay espacio ni políticas ni ojos ni
reparo ni sopa caliente para el resto. Hasta que el horror los convierta en
primera plana. Y siga dando vueltas con dramática eficiencia el engranaje que
decide quiénes recibirán al futuro con palmas en una vereda soleada y quiénes,
como él, que se abraza las rodillas en el cordón de una vereda del conurbano, lo
verán pasar desde los ventanucos invisibles de un exilio de paco y estigma.