Hacia 1986, la Organización Mundial de la Salud definió al desempleo como una de
las catástrofes epidemiológicas de la sociedad contemporánea. En verdad, el
desempleo -ese fenómeno social definido como epidemia- es atravesado
individualmente desde la angustia y la desesperación propias del desamparo y la
vulnerabilidad.
En agosto de 2009, la presidenta lanzó lo que llamó un megaplan para resistir al
avance de la crisis y frenar la caída en la generación de empleo. Cristina
Fernández habló de "inequidad social" y de respeto a los "sectores más
vulnerables". Y una vez más, como tantas, a lo largo de la historia y de las
décadas se volvió a decretar el QEPD para el clientelismo político asegurando la
transparencia de un sistema de cooperativas que quedó reconcentrado en el
conurbano bonaerense. Y no en cualquier año. En el año previo de trabajo a las
elecciones presidenciales de 2011. Después de todo, el conurbano aglutina en sus
entrañas los paradigmas más cruentos de la perversidad. Resume el arquetipo de
la no-justicia y el modelo más macabro para simbolizar la brecha social. Pero
además, combina las políticas más descaradas del sojuzgamiento en donde unas
cuantas migajas esporádicas suelen ser el pago esclavizante para asegurar la
perpetua fidelidad.
Ajenas a todos esos discursos y teorías, dos mujeres vigilaban por estos días la
plaza La Foresta, en La Matanza. Ese es el rol que les asignaron en la
cooperativa. Sesenta cooperativistas que están abocados a limpieza o a
vigilancia de las plazas. En Rafael Castillo, otro grupo de cooperativistas
pinta de blanco los cordones de la avenida Casares. Prioridades que no cambian
la vida ni la dignidad azotada de los vulnerados que viven a escasos metros del
lugar. Pintar los cordones cuando la barriada no tiene desagües, no tiene
veredas ni calles asfaltadas. Y menos aún cordones. Ni siquiera suelen asomar a
los planes sociales. Ciertas barriadas quedan ajenas a todo atisbo de
institucionalidad. Ni siquiera llegan las partículas residuales de los favores
del poder.
Leonardo P. es el nombre con que aparece el hombre en la crónica del diario La
Nación. Dieciséis horas haciendo cola. Para nada, piensa seguramente pero
continúa allí. Irse sería renunciar definitivamente a la utopía de lograr algún
día tener qué llevar a casa para alimentar a los chicos y alguna vez, quien
sabe, comprarles un juguete. Pero el suyo es un nombre más entre el de miles de
desocupados que esperan que sus brazos se llenen de trabajo que les asegure un
sueldo de 1500 pesos que "un referente" prometió. Leonardo P. igual que tantos
otros leonardos que hacen interminables filas para saltar las fronteras que
dividen tajantemente la desocupación de la ocupación, intuyen que es una promesa
más. Que ya pasó demasiado tiempo desde que los punteros les esperanzaron el
alma con ese sueño inalcanzable que significa trabajar, aquel día en que además
se quedaron con los datos de la familia, con las fotocopias del documento, con
la partida de nacimiento.
Javier Auyero plantea en "Clientelismo político, las caras ocultas" que cuando
Graciela Fernández Meijide derrotó a Chiche Duhalde en 1997, los expertos
aseguraban que "el fenómeno Graciela" se había llevado consigo "los resabios de
la vieja política". Y que, por ende, el aparato duhaldista había sido herido de
muerte. Dos años más tarde, la victoria de la Alianza hizo que se vaticinara una
vez más que las formas tradicionales de hacer política habían pasado a ser cosa
del pasado. En 2001, el espejismo de la unidad entre cacerola y piquete
convenció a muchos de que la vieja concepción política había sido enterrada para
siempre.
Fatal engaño. Bastaría, para entenderlo, con remontarse a la clientela romana,
que era el vínculo de personas de estatus desiguales que se basaba en el
intercambio de favores. En su Diccionario de Política, Norberto Bobbio, Nicola
Mateucci y Gianfranco Pasquino definen que "estas relaciones implicaban la
presencia de individuos de rango elevado, patronus, propietario de la tierra y
con influencia sobre las políticas centrales que ofrecían tierras y protección a
uno o varios clientes, a cambio de su sumisión y obediencia".
La extensa fila que atraviesa horas y horas al rayo del sol e interminables
madrugadas frente a la Fundación Padre Mario, en González Catán, está atiborrada
de esperanzas que se truncan ferozmente a cada rato. Que se quiebran en mil
pedazos cuando el tiempo pasa y no aparecen respuestas. "La primera vez, me
prometieron que iba a cobrar en enero, pero sigo sin tener noticias y me vine a
inscribir de nuevo", dijo A.S. al diario La Nación. "En enero dejé de recibir el
plan Jefes y Jefas, y sólo cobré la asignación por un hijo, pero tengo cuatro",
relató para completar el rompecabezas de su historia.
Hablan de "comisiones" que exigen los punteros. De hartazgos que se nutren de
una violencia estructural que suele ser el germen indispensable del sistema
clientelar. Que tiene su caldo de cultivo perfecto en el trauma de origen social
que representa el desempleo. En 1930, Sigmund Freud escribió en "El malestar de
la cultura" que el trauma social genera "estupor inicial, paulatino
embotamiento, anestesia afectiva, narcotización de la sensibilidad...abandono de
toda expectativa...y alejamiento de los demás".