Como grandes estructuras musearias se levantan las representaciones en una
democracia aún joven pero ya demasiado despojada de rebeldías. Palacios
glamorosos y con el oropel de los honores se levantan en el corazón de la
Provincia más populosa, más conflictiva y más conflictuada, más inmigrada y más
dual. 138 legisladores son representantes de quince millones de personas que se
desparraman desde el nudo explosivo del conurbano a los pequeños pueblos que se
desertifican en el sur.
Acaso alguna vez habrá espacio, horario y voluntad política de discutir las
representaciones antes de que el sistema se vuelva un cascarón hueco con una
dirigencia puesta a adorarse el ombligo y a urdir construcciones propias, a
veces partidarias y otras -muchas- exclusivamente personales. Edificaciones
burocráticas y discrecionales sólo para sostener la propiedad de una banca. Que
suele traer consigo un cajoncito con privilegios y beneficios para la creación
de un pequeño universo clientelar apuntado a la supervivencia.
De los quince millones habrá pocos, muy pocos, que conozcan a quienes están
puestos en los palacios para representarlos. Y quienes los conocen difícilmente
los admiren. ¿Quién representa cabalmente al peón ignorado por el superproductor
sojero y por el sindicato rural-patronal? ¿Quién al tercerizado ninguneado por
propios y ajenos? ¿Quién al que jamás llega hasta el fin del mes con una mesa
modestamente poblada? ¿Quién a los pibes que se desnutren, que se enferman por
falta de agua buena y cloacas, que dejan la escuela, que se abrigan en la calle,
que reaccionan contra el mundo cuando crecen, si crecen? ¿Quién a la piba que
tiene un bebé a los 14? ¿Quién a la madre de la piba que la tuvo a los 14, que
tiene en el cuerpo y en el alma los golpes de algún puño y las marcas del
abandono, que sale a trabajar de lo que venga porque tampoco fue a la escuela
como ya no va a ir su hija?
Como silbando el disimulo, en medio de la discusión del presupuesto 2011 para la
Provincia, la Legislatura aprobó el propio. Con un 21 por ciento de aumento si
se lo compara con el de 2010. Cada legislador implica un costo individual de
7.800.000 pesos al año. 21.400 pesos por día. Una cifra muy alta para el
representador. Y millones de representados que no saben -y tal vez no sabrán
nunca- en qué se esfuma tanto dinero.
Hablemos entonces de representaciones. Habrá que discutir abiertamente cómo
re-dibujar un sistema que deja de tener sentido en sí mismo si no cumple con la
determinación original, la del inicio de los tiempos institucionales. Es decir,
representar en su concepto jurídico: actuar en nombre de otros. O en su concepto
estético: evocar algo en la imaginación. Invariablemente se tocan, a pesar de su
proveniencia diversa. Para actuar en nombre de otros es imprescindible evocarlos
en la imaginación. Burdamente, cada legislador representa a 109 mil bonaerenses.
Con sus anonimatos y sus desgracias. Con sus privilegios y sus marginaciones.
¿Habrá un momento de la representación en que un diputado o un senador evoque en
la imaginación a los más débiles, a los olvidados por todos los tramos de la
crónica del país y por todos los estamentos del estado? Convengamos en que si
hay quienes necesitan con la urgencia del abismo representantes fuertes que
negocien con el arriba -hasta dios si estuviera a mano- son los que apenas se
sostienen en la cola de la historia.
El gasto legislativo llegará en 2011 casi a 1.080 millones de pesos. Uno de los
saltos presupuestarios más elevados de los últimos años.
En los casi 8 millones que implicará anualmente la existencia de cada uno de los
legisladores están implicados otros números que van más allá de sus dietas –es
decir, sus sueldos-: los diputados contaron en 2010 con cifras altísimas para
designar y asalariar a un grupo de colaboradores; una cifra interesante para
viáticos, otra para subsidios y otra para becas.
(Los legisladores nacionales, además, pueden conceder pensiones no
contributivas).
Es decir que cada banca se convierte legalmente en un kiosco partidario,
personal o clientelar. En un pequeño ministerio que, generalmente con
arbitrariedad, decide a quién le entrega o no -el sistema permite que sea casi
por gracia real- un beneficio.
¿Cuántos de los 138 piensan en los centenares de miles o en los millones que
abarca su sección electoral? ¿Cuántos evocan en la imaginación a aquellos
vulnerados a quienes representan? ¿Cuántos son capaces de resignar su propia
necesidad de supervivencia en un ámbito vorazmente darwinista por representar a
quienes representan? ¿Cuántos sienten que tienen una multitud de ignorados y
anónimos a sus espaldas cuando discuten en una comisión, levantan una mano o no
la levantan o cuando deciden trabajar tres días a la semana, pagar su banca y
asalariar a medios parlamentarios para asegurarse su aparición en tres noticias
por mes?
Para algunos, representar es re-presentar. Es decir, volver a presentar
públicamente la necesidad de los que fueron antes y serán nadies después. Pero
en el medio tendrán el minuto de imagen real y ya no evocada en la foto del
diputado sonriente que le entrega un subsidio en acto público.
Es, entonces, volver a discutir sin prejuicios un sistema de representatividad
que se vuelve un sofisma al primer análisis profundo. Un solo legislador
contiene en sí mismo 35.500 asignaciones por hijo de 220 pesos.
Discutir representatividad no implica cuestionamientos a la existencia de las
instituciones. Contrariamente al uso que harían de estos debates los
impugnadores de la política. Discutir representatividad es empezar a caminar
hacia un sistema en el que los representantes se bajen de su olimpo diosente y
se paren a la altura de la otredad representada. Donde millones de números
encarnados, olvidados, apenas sobrevivientes, esperan que alguien alce una mano
que los incluya. Que alguien lleve su palabra cascada y rupestre a los grandes
foros.
Y ese camino nunca es oneroso. Por lo menos si se habla de dinero.