El eficiente brazo armado del Estado abandónico sigue sumando muertes jóvenes en
la persistente estrategia de descarte de aquello que sobra en la evolución
social darwinista. Las policías provinciales disparan sobre los chicos de los
barrios que van cayéndose de los arrabales de las ciudades, empujados por la
exclusión de décadas, estigma que fueron heredando del quiebre de sus familias
en años de destrucción sistemática. Los chicos caminan a duras penas en los
bordes, intentando un equilibrio para el que suelen fallar las fuerzas. A veces
se sostienen en la misma orilla del abismo. Otras, terminan arrasados por pacos
y pegamentos, golpeando de la peor manera las puertas de una sociedad que se las
cerró en la cara, enfrentados con la ley que rebasa las cárceles de jóvenes,
morochos, analfabetos y pobres.
Guillermo Trafiñanco tenía 16 años y vivía en Lavalle, un barrio que se cae del
afuera de Viedma. Aquella madrugada de escasos días atrás, los vecinos llamaron
a la policía. Cerca de la escuela, decía la voz anónima, había tres chicos
"aspirando algo llevándose una bolsa a la cara" y, al parecer, "tenían un arma".
Lavalle está a cuatro kilómetros del centro y la escuela es la única en esa
barriada muy pobre de la ciudad. La deserción escolar es altísima. Nadie
recuerda a Lavalle en Viedma, salvo cuando se mata a un pibe por la espalda y
Lavalle, manchado de sangre, cruza sus fronteras y aparece, extrañado, en la
prensa del país.
Cuando vieron el patrullero, dos de los chicos escaparon. Guillermo Trafiñanco
saltó la reja y entró a la escuela. Intentaba esconderse y lo mataron por la
espalda. El policía le disparó a corta distancia. Su cuerpo flaco, desparramado
en el patio del jardín de infantes, boca abajo, apenas alcanzó a oler el cemento
por el que habrá corrido tan pocos años atrás, cuando era pequeño, frágil e
indomable.
El sargento Silvano Meza, que ya tiene alguna denuncia por apremios ilegales,
quedó detenido. Aunque el barrio amagó con salir a la calle la madre del pibe
les pidió que se quedaran en sus casas. "No quiero que muera nadie más", dijo.
En los ojos de todos estaba la foto de Bariloche. Sólo los separa una estación:
en el invierno del Alto Diego Bonnefoi moría inexplicablemente bajo una bala
policial que le perforaba la espalda. Tenía 15 años. En la primavera de Lavalle,
Guillermo Trafiñanco quedó tendido en la tierra donde rebuscaba la vida. Tampoco
vio el fuego ni al policía apuntando. Estaba de espaldas. No podía defenderse.
Tenía 16. Los dos, exterminados por la policía rionegrina. Brazo armado de un
estado que primero los abandonó y los sacó afuera, como a los residuos en el
container. Sin embargo ellos estaban vivos. Podían dar pelea. Caminaban por el
borde. Cultivaban la rebeldía en el patio de sus miradas errantes. Y su rebelión
era imprevisible. Peligrosa.
El jefe de la policía provincial, Jorge Villanova, carga ya sobre sus hombros
las muertes de Diego Bonnefoi, Nicolás Carrasco y Sergio Cárdenas, el 17 de
junio en San Carlos de Bariloche. Organizaciones sociales comenzaron a pensar en
una marcha que parta desde Lavalle. Pero hay vecinos que también piensan en una
marcha. Pero en apoyo a la policía. Como en Bariloche, parte de la sociedad
también se defiende de sus hijos. Aunque los considere ajenos. Aunque rechace
que esos pibes también son sus pibes. Sólo los separa el lado de la puerta donde
le tocó quedarse a cada uno. Ser el que la cierra o el que la recibe en la
nariz.
Como el "Condorito" Echenique, muerto esta semana por la bala de una mujer
policía que le entró por la raíz de las costillas. Quiso robar un camión en la
capital de San Luis. Lo sorprendieron y escapó. Creen que estaba por sacar un
arma cuando la policía disparó. De atrás. El "Condorito" estaba jugado, dicen.
Tenía 17 y galones suficientes como para que cualquiera de estos días un tiro se
escapara para su lado. Vivía en los vagones abandonados del ferrocarril.