Ignoro como se llama y donde vive, pero sé que está presente, allí, donde el
Partido necesita un hombre dispuesto a la brega obscura, paciente, tesonera, la
que se reanuda todos los días del año con una continuidad fatigosa pero
proficua. Es el militante anónimo, es el afiliado que no reclama membradía, ni
espera otra recompensa que el íntimo goce que acuerda el deber cumplido. No
trepa a la tribuna, ni codicia el aplauso, ni se desvela por los cargos
representativos.
Acepta, en cambio, sin vano alarde, las tareas menudas y pesadas, aquéllas, que
solo pueden cumplirse con eficacia cuando una viva y callada fe hincha el pecho.
En el hombre, joven o viejo, que enlaza amorosamente su existencia a la del
Partido, y sin el cual el Partido no podría subsistir como organismo dinámico y
creador. Es la roca inconmovible, asiento firme del poderío partidario. Sin su
persistente concurso la lucha se haría onerosa, difícil, casi imposible. ¿Quién
ocuparía cotidianamente su puesto en el frente de batalla? ¿Qué tesoro sería
menester para llenar, con fuerzas mercenarias, el lugar que el ocupa jubiloso e
infatigable, limpia el alma de impuras ambiciones?
Lo he visto, movido por idéntica finalidad creadora, en Barracas, en Nueva
Pompeya, en Liniers, en La Boca, en Saavedra, en Villa Devoto; trabaja con igual
empeño en los barrios lejanos como en los céntricos. Cual si fuera un ser
modelado por la mano invisible del ideal, tiene hermanos que sienten y piensan
solidariamente donde el ideal hace germinar sus huestes.
Lo he visto, en los instantes de agitación electoral, cuando la contienda
enardece los espíritus, plegar con tranquilidad fecunda el volante o la boleta
que, luego, otros se encargarán de distribuir en el barrio. Lo he visto, en
medio de la bulla cordial del Centro, escribir en los sobres, una tras otra, con
la misma prolijidad que si escribiera una carta a la madre o a la novia, las
direcciones de millares de electores. Lo he visto, con o sin birrete de papel,
salir con el pincel y el balde lleno de engrudo, iniciar la gira nocturna
recorriendo decenas de cuadras, ingeniarse para dar al cartel ubicación
estratégica y terminar la ruda faena cuando ya la palidez de las estrellas
preanuncia la hora en que ha de comenzar, en la fabrica o en la oficina, la
conquista del sustento.
Y es él quien encabeza, alegre y resuelto, el grupo formado a puro cántico en la
desvalida esquina del suburbio; el grupo que nace ralo para ir adquiriendo, en
sucesivos empalmes, la tonante grandeza del torrente que invade las calles y
avenidas. Y es él, cuyos músculos no conocen el cansancio, quien mejor levanta y
agita la enseña partidaria en las grandes jornadas socialistas. Y en sus labios,
más que en otros, los acentos de "La Internacional" vibran como un llamado cuya
armonía enciende el entusiasmo en todos los corazones.
También lo he visto lejos, a centenares de kilómetros del marcante tráfago de la
capital. Allí donde el desamparo es mayor, donde la justicia suele estar
ausente, donde el temor de todos denuncia el valor de unos pocos, donde la voz
del caudillo es ley que el comisario acata, donde la mansedumbre pueblerina o la
indiferencia incivil o la miopía colectiva aísla, cuando no fustiga, al hombre
que se siente libre para proclamar su ideal, sin jactancia, con la tranquilidad
que acuerda la convicción profunda.
Allí, el militante anónimo se transfigura en héroe. Su fervor proselitista
constituye un desafío intolerable. Encandila a los búhos de la política lugareña
con su luminosa fe en un ideal que la estulticia circundante no alcanza a
comprender. ¡No importa! En ese medio su figura se yergue para señalar, con la
palabra o el ademán, la ruta emancipadora a la legión sufrida que aun dormita
arrullada por el atraso.
Lo he visto, desafiando firme las iras adversarias, en el lejano Norte, en
tierras por las que ambula el coya con su poncho raído y multicolor; lo he visto
en la región de Cuyo, entre parrales y acequias, bajo el límpido cielo que
recortan los picachos andinos, conquistar posiciones para el Partido, sin
flanquear ante la insolencia oficializada; lo he visto en Tucumán ganar
conciencias proletarias dentro y fuera de los ingenios; lo he visto en Córdoba
trabajando para ahuyentar del llano y de la serranía la enervante influencia
eclesiástica; lo he visto recorrer, como peregrino de un gran principio, la
inmensidad de la provincia de Buenos Aires y llevar nuestra palabra de chacra en
chacra, en Santa Fe y Entre Ríos. Y así en Corrientes, para librar al pueblo de
la estéril gresca entre autonomistas y liberales; en Santiago del Estero, para
extirpar la mala hierba política que, como la otra, la que invade los campos
resecos, crece rampante y espinosa; y en La Pampa, cada vez más nuestra; y en el
Sur lejano, donde
el frío no paraliza la acción, y en Misiones y en Chaco, donde fue menester
sufrir para poner el primer jalón partidario.
Sobre el pilar seguro de la legión anónima y fiel levanta el Partido su
majestuosa arquitectura. Son esos afiliados, cuyo nombre quizá ninguna historia
registre, los que animan con su labor tesonera el panorama político argentino.
Son ellos los que dan recia consistencia a nuestro movimiento, los que van
abriendo senda en medio de la selva de prejuicios. Gracias a ellos las puertas
de nuestros Centros, en toda la extensión del territorio, están siem0pre
abiertas para dar paso al hombre dispuesto a enaltecer su vida con un hermoso
ideal. Gracias a ellos el volante corre de mano en mano; el sobre con su boleta
llega a destino; el cartel anunciador halla espacio en el muro, de un extremo al
otro de la República.
No podría decir si ha leído a Marx o a Engels, si la dialéctica hegeliana lo
obsesiona o si se ha zambullido en la historia para descifrar sus leyes. Tampoco
podría afirmar si es rico su caudal doctrinario o si tan solo conoce nuestra
Declaración de Principios. Pero sabe, con plena conciencia, que forma parte del
"ejército aguerrido" que Marx y Engels soñaron crear para evitar que nuestra
doctrina degenerase en una vana especulación filosófica o ridícula contienda
académica entre corifeos. Se siente, más que nada, hombre de acción, por modesta
que ella sea, y no pontífice de un dogma esotérico. Gusta contemplar el fulgor
de las estrellas, pero cuida donde pone el pie para no caer en el hoyo, como
cuenta Laercio que le ocurrió al filósofo Tales.
Esta de más averiguar si ha entrado en nuestras filas tras minucioso análisis
doctrinario o si fue el corazón quien dio el impulso. Lo cierto es que "su meta
y su acción histórica están prefijadas clara e irrevocablemente, en su situación
y en la sociedad burguesa actual".
Las ráfagas heladas de la duda no amenguan su voluntad constructiva, así como el
soplo ardiente de la pasión no perturba el ritmo de su pensamiento teórico. La
derrota no lo amilana ni la victoria lo enceguece. En las horas buenas y en las
malas ocupa el puesto que su conciencia le señala. Calla, si lo tiene, su fervor
revolucionario, esperando tranquilo que se presente la oportunidad para que
otros lo descubran. Obrando así, no pide a gritos un lugar en las barricadas,
pero sabrá, sin duda, hacer frente al peligro el día que sea necesario salir a
su encuentro.
Vivo símbolo de la acción diaria y práctica, veo en él la fuerza básica sin la
cual resulta difícil toda conquista trascendente. El socialismo no es un romance
para ser cantado por poetas ni un dogma propicio para divagaciones sutiles. El
socialismo es una doctrina realista, es un esfuerzo colectivo y razonado que
reclama el concurso cotidiano de hombres capaces de pensar, sentir y actuar con
sinceridad.
Nada nuevo se escurre en este ideario, nacido al conjuro de un sentimiento. Bien
lo sé. Pero es el caso que he querido recordar al militante que abre las puertas
de su Centro, al que atiende la biblioteca, al que prepara el material de
propaganda, al que toma el balde y el pincel para embadurnar los muros
vecinales, al secretario que redactará las actas, al tesorero que en estas
épocas de salarios magros tendrá doble fajina para obtener fondos... En una
palabra, a todos los que hacen algo de lo mucho que es necesario hacer para dar
cada vez más vida y empuje a nuestro movimiento. Porque después de haber escrito
sobre las ideas de tanto socialista ilustre, era necesario que evocara la
existencia de esos modestos soldados del ideal, reconociendo con Macterlinck que
"no hay vidas pequeñas: cuando la miramos de cerca, toda vida es grande".