Medio Oriente - Asia - Africa
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Tres propuestas simples a propósito del martirio de Gaza
Jean Bricmont · Diana Johnstone
Counterpunch
Debemos ser muchos –millones, seguramente—, los que, invisibles los unos para
los otros, nos sentimos tan indignados como impotentes ante el espectáculo de la
masacre de Gaza y la descripción de la misma, por parte a nuestros medios de
comunicación, como "represalia contra el terrorismo" y ejercicio del "derecho de
Israel a defenderse". Hemos llegado a un punto en que responder a los argumentos
sionistas es, además de inútil, indigno de la humanidad. Mientras no se
reconozca que los obuses que caen sobre Ascalón probablemente sean lanzados por
descendientes de los habitantes de esa misma región expulsados por los sionistas
en 1948, hablar de paz no será sino una cortina de humo destinada a encubrir el
repetido asalto de Israel a los supervivientes de aquella gran injusticia.
¿Qué hacer, entonces? ¿Un diálogo entre árabes "moderados" e israelíes
"progresistas"? ¿El enésimo "plan de paz" destinado a convertirse en papel
mojado? ¿Una declaración solemne de la Unión Europea (UE)?
Gestos y ademanes de los poderes establecidos, meras distracciones de la
estrangulación que hoy sufre el pueblo palestino. También otras exigencias más
radicales resultan parecidamente inútiles: el llamamiento a la creación de un
tribunal internacional para juzgar los criminales de guerra israelíes, o a la
intervención efectiva de la ONU, o a la implicación de UE; nada se consigue con
eso. Los tribunales internacionales realmente existentes reflejan la relación de
fuerzas en el mundo, y nunca resolverán contra los aliados más preciados de los
EEUU. Es esa misma relación de fuerzas lo que debe cambiar, y eso sólo puede
conseguirse de manera gradual. Es cierto que Gaza sufre una situación de
emergencia calamitosa, pero también lo es que, hoy por hoy, no puede hacerse
nada realmente eficaz para detenerla precisamente porque el paciente trabajo
político que debería haberse hecho hace tiempo está aún por hacer.
En lo que respecta a las tres propuestas que siguen, dos son ideológicas y una
es práctica.
1. Librarse de la ilusión de que Israel resulta "útil" para Occidente
Muchas personas, especialmente entre la izquierda, persisten en la creencia de
que Israel es solamente un peón de una estrategia capitalista o imperialista
para controlar el Oriente Medio. Nada podría estar más lejos de la realidad.
Israel no tiene ninguna utilidad para nadie ni para nada: sólo, si acaso, para
satisfacer sus propias fantasías de dominación. No hay petróleo en Israel, o en
Líbano, o en Golán, o en Gaza. Las llamadas guerras del petróleo, en 1991 y
2003, fueron libradas por EEUU sin la ayuda de Israel, y en 1991 con la
explícita petición de los EEUU de que Israel se mantuviera al margen (porque la
participación israelí podría haber socavado la coalición árabe con Washington).
Para las petromonarquías prooccidentales y los regímenes árabes "moderados", la
ocupación israelí de tierras palestinas es una pesadilla que radicaliza más a
sus poblaciones y daña su papel. Fue Israel, con sus políticas absurdas, quien
provocó la creación de Hezbolá y de Hamás: Israel es indirectamente responsable
de buena parte de los avances recientes del "Islam radical".
Además, lo cierto es que los capitalistas, en conjunto, hacen más dinero en paz
que en guerra. Solamente cabe comparar los beneficios obtenidos por los
capitalistas occidentales en China o Vietnam desde que hay paz en esos países
con los que hacían cuando la "China roja" estaba aislada y los EEUU libraban una
guerra contra Vietnam.
A la mayoría de los capitalistas les importa un higo que el "pueblo" deba tener
a Jerusalén como su "eterna capital"; de alcanzarse la paz, tendrían las manos
libres para explotar en Cisjordania y en Gaza una fuerza de trabajo harta
calificada que apenas tiene otras oportunidades.
Finalmente, cualquier ciudadano estadounidense preocupado por la influencia de
su país en el mundo puede ver de forma bastante clara que convertir a miles de
millones de musulmanes en enemigos con el único fin de satisfacer el capricho
criminal israelí de turno dista por mucho de ser una inversión racional de
futuro.
Muchos sedicentes marxistas cuentan, los primeros, entre quienes no ven a Israel
sino como mera emanación de fenómenos tan generales como el capitalismo o el
imperialismo (Marx mismo, huelga decirlo, fue harto más circunspecto en la
cuestión de la determinación económica de los fenómenos políticos). Pero no
rinde el menor servicio al pueblo palestino el mantenimiento de esas ficticias
gedeonadas: en realidad, nos guste o no, el sistema capitalista está muy lejos
de ser tan robusto como para jugarse la supervivencia en la ruleta de la
ocupación judía de Cisjordania: Y conviene recordar que al capitalismo le ha ido
francamente bien en Sudáfrica desde el fin del Apartheid.
2. Permitir a los no judíos dar su opinión sobre Israel
Si el apoyo a Israel no se funda en intereses estratégicos o económicos, ¿por
qué la clase política y los medios de comunicación aceptan pasivamente todo lo
que Israel hace? Muchas personas pueden sentirse despreocupadas por lo que
ocurre en un lejano país. Pero esto no se aplica a los líderes formadores de
opinión, que nunca descansan en sus críticas a las pretendidas maldades
políticas de Venezuela, Cuba, Sudán, Irán, Hezbolá, Hamás, Siria, Islam, Serbia,
Rusia o China. Ni siquiera los más infundados rumores y las más ciclópeas
exageraciones se libran de una persistente e insidiosa repetición. Sólo Israel
ha de ser tratado con guantes de seda.
Una de las explicaciones ofrecidas para tal trato especial es la "el sentimiento
de culpa" occidental por las persecuciones antisemitas del pasado, en particular
por los horrores infligidos a los judíos durante la II Guerra Mundial. A veces
se observa que los palestinos no son en absoluto responsables de esos horrores y
que no deberían pagar el precio de crímenes perpetrados por otros. Y es verdad,
pero lo que, siendo obvio, apenas se dice es que la inmensa mayoría de los
franceses, de los alemanes o de los curas católicos de nuestros días son tan
inocentes de lo que sucedió durante la guerra como los palestinos, por la simple
razón de que nacieron después de la guerra o eran niños entonces. La idea de
culpa colectiva era muy cuestionable ya en 1945, pero la idea de transmitir
intergeneracionalmente la culpa colectiva es un concepto religioso. Aunque se
dice que el Holocausto no debería justificar la política israelí, es
sorprendente que las poblaciones que supuestamente se sienten culpables de lo
sucedido (alemanes, franceses y católicos) sean las más reticentes a tomar la
palabra.
Es extraño que, al mismo tiempo que la iglesia católica renunciaba a la noción
de que los judíos eran el pueblo que asesinó a Cristo, tomara el relevo la idea
de la culpa casi universal del exterminio de los judíos. El discurso de la
universal culpabilidad por el Holocausto presenta analogías con el discurso
religioso en general por la manera en que legitima la hipocresía, trasladando la
responsabilidad de lo real a lo imaginario (conforme al modelo mismo del "pecado
original"). Somos todos supuestamente culpables por los crímenes cometidos en el
pasado, un pasado sobre el que, por definición, no podemos hacer nada. Pero
necesitamos no sentirnos culpables o responsables por los crímenes que se
cometen ante nuestras narices por parte de nuestros aliados israelíes o
estadounidenses, sobre quienes sí podemos esperar influir.
Que no seamos todos culpables de los crímenes del Tercer Reich, es un hecho
simple y suficientemente obvio, pero es preciso internalizarlo para permitir a
los no judíos hablar libremente sobre Palestina. Porque lo cierto es que los no
judíos a menudo sienten que deben dejar en manos de los judíos el monopolio del
"derecho" a criticar a Israel y de defender a los palestinos. Pero dada la
relación de fuerzas entre los judíos críticos de Israel y las influyentes
organizaciones sionistas que dicen hablar en nombre del pueblo judío, no hay la
menor esperanza de que solamente las voces judías puedan salvar a los
palestinos.
Sin embargo, la principal razón del silencio, no ofrece duda, no es el
sentimiento de culpa (precisamente, porque es demasiado artificial), sino, más
bien, el miedo. Miedo a "qué pensarán", miedo a la difamación, y aun a ser
procesado "antisemitismo". Si no duda de eso, haga el experimento: ponga a un
periodista, a un político o a un editor en algún lugar donde nadie esté
escuchando y no haya micrófono o cámara escondida, y pregúntele a él o a ella si
dice en público lo que piensa sobre Israel en privado. ¿Qué si no? ¿Miedo a
dañar los intereses del capitalismo? ¿Miedo a debilitar el imperialismo
estadounidense? ¿Miedo a la interrupción del suministro de petróleo? Miedo, mas
bien, a las organizaciones sionistas y a sus implacables campañas.
Después múltiples conversaciones con profesionales en este tipo puestos,
nosotros albergamos pocas dudas de eso. La gente no dice lo que piensa sobre el
sedicente "Estado judío" por miedo a ser tildada de anti-judía e identificada
con los antisemitas del pasado. Este sentimiento es aún más fuerte, en la medida
en que la mayoría de personas que están conmocionadas por la política israelita
también están genuinamente horrorizadas por los crímenes perpetrados contra los
judíos durante la II Guerra Mundial, y sinceramente indignadas por el anti-semitismo.
Pensándolo bien, resulta claro que si existieran hoy en día, como antes de 1940,
movimientos políticos abiertamente antisemitas, esas personas no se sentirían
tan intimidadas. Pero, hoy, ni siquiera el Frente Nacional francés se dice
antisemita, y quien critica a Israel, habitualmente comienza por proclamar que
no es antisemita. El miedo a ser acusado de antisemita es más profundo que el
miedo al lobby sionista: es el miedo a perder la respetabilidad lo que lleva a
que la condena del antisemitismo y del Holocausto sea el valor moral
contemporáneo más grande.
Es imprescindible liberar a los críticos de Israel del atenazante miedo a ser
falsariamente acusados de "antisemitismo". Amagar con esa acusación es una forma
insidiosa de un chantaje moral que acaso constituya hoy la sola fuente potencial
de un surgimiento generalizado del resentimiento anti-judío.
3. Las iniciativas prácticas se resumen en tres letras: BDS (boicot,
desinversión, sanciones)
La exigencia de sanciones ha sido adoptada por la mayoría de organizaciones
propalestinas, pero como ese tipo de medidas es prerrogativa de los Estados, es
evidente que no se adoptarán en breve. Las medidas de desinversión pueden ser
tomadas por los sindicatos y las iglesias a partir de decisiones de sus
miembros. Otras empresas que colaboran de cerca con Israel no cambiarán su
política, a menos que estén bajo presión pública, esto es: la presión que pueden
ejercer los boicots. Esto nos lleva a la controvertida cuestión de los boicots,
no solamente de los productos israelíes, sino también de las instituciones
culturales y académicas de Israel.
Esta táctica fue usada contra el régimen de apartheid en Suráfrica en una
situación muy similar. Tanto el apartheid como la desposesión de los
palestinos son herencias tardías del colonialismo europeo, a cuyos practicantes
les resulta difícil percatarse de que esas formas de dominación ya no le
resultan aceptables al mundo en general, ni siquiera a la opinión pública
occidental. Las ideologías racistas subyacentes a ambos proyectos representan un
ultraje al grueso de la humanidad, y traen consigo un sinfín de odios y
conflictos enconados y duraderos. Se podría hasta decir que Israel es otra
Suráfrica, una Suráfrica que explota "el Holocausto" a beneficio de inventario.
Cualquier boicot se arriesga a generar víctimas inocentes. En particular, se
argumenta que, boicoteando a las instituciones académicas, podrían resultar
injustamente castigados los intelectuales que están por la paz. Quizá sea
cierto, pero Israel mismo admite de buena gana que hay víctimas inocentes en
Gaza, cuya inocencia no estorba a su asesinato. Nosotros no proponemos asesinar
a nadie. Un boicot es un perfecto acto no violento por parte de la ciudadanía.
Puede compararse con la desobediencia civil o con la objeción de conciencia ante
el poder injusto. Israel desacata abiertamente todas las resoluciones de la ONU,
y nuestros propios gobiernos, lejos de tomar medidas para obligar a Israel a
cumplirlas, simplemente refuerzan sus lazos con Israel. Tenemos el derecho, como
ciudadanos, de exigir de nuestros propios gobiernos el respeto del derecho
internacional.
Lo que más importa de las sanciones, especialmente en el plano cultural, es su
valor simbólico. Es una forma de decir a nuestros gobiernos que no aceptamos su
política de colaboración con un Estado que ha optado por convertirse en un
forajido internacional.
Algunos ponen objeciones a un posible boicot por idénticos motivos a los
avanzados tanto por algunos israelíes progresistas como por un cierto número de
palestinos "moderados" (no por el conjunto de la sociedad civil palestina). Pero
lo principal para nosotros no debe ser lo que ellos dicen, sino la política
exterior que queremos para nuestros propios países. El conflicto árabe-israelí
está lejos de ser un conflicto meramente local, y ha alcanzado relevancia
mundial. Se trata de la cuestión básica del respeto al derecho internacional. Un
boicot debería ser defendido como un medio de protesta dirigido a nuestros
propios gobiernos para forzarles a cambiar de política. Tenemos derecho a querer
viajar por el mundo sin necesidad de avergonzarnos. Razón suficiente para
fomentar el boicot.
Jean Bricmont , miembro del Consejo Editorial de