Medio Oriente - Asia - Africa
|
El esplendor del suplicio
Danilo Zolo
La ensangrentada Franja de Gaza es el último testimonio de una tragedia sin
retorno que se dirige ya hacia la solución final. En estos días, miles de
heridos y centenares de muertos, víctimas de los bombardeos y los ataques
terrestres de la gran potencia nuclear israelí, se han sumado a las decenas de
miles de personas que se hallan en condiciones desesperadas a causa de la
miseria, las enfermedades, el hambre. La extorsión financiera y el bloqueo
impuesto por Israel a la población de Gaza no tenían por objeto golpear sólo al
movimiento de Hamás.
Es imposible pensar mínimamente, a pesar de los ríos de retórica lanzados por
los creadores de opinión occidentales, que la operación Plomo Fundido
haya sido preparada para replicar a los cohetes Kassam. Diez años de uso de
estos rudimentarios instrumentos bélicos no habían producido más de una decena
de víctimas israelíes.
Gaza debe desaparecer, ahogada en sangre: éste es el objetivo estratégico de las
autoridades israelíes tras el fracaso de la retirada propiciada por Sharon en
2005. Gaza será erradicada como entidad civil y como estructura política
autónoma, no por casualidad los misiles y los tanques israelíes están
destruyendo encarnizadamente sus estructuras civiles, políticas y
administrativas. Gaza se verá reducida a un amasijo de ruinas y desaparecerá,
del mismo modo que está desapareciendo Cisjordania, que ya sólo sobrevive como
pecio histórico, como una especie de vertedero humano diferenciado, tras
cuarenta años de ilegal ocupación militar.
Lo que quede del pueblo palestino se verá sometido por siempre al poder de los
invasores, en nombre del mito político-religioso del Gran Israel. Respecto a
este mito, el valor de las vidas humanas es igual a cero, a pesar del derecho a
la vida sobre el que fabula la Declaración Universal de Derechos Humanos de
1948. Éste año, 1948, es precisamente el de la proclamación del Estado de Israel
y de la feroz limpieza étnica impuesta por los líderes sionistas al pueblo
palestino, hoy rigurosamente documentada por historiadores israelíes como, entre
otros, Ilan Pappe, Avi Shlaim y Jeff Halper.
En estos últimos años, la idea de un Estado palestino ha sido la última
impostura sionista, sostenida por el poder imperial de Estados Unidos, con la
complicidad de la Unión Europea. El engaño ha servido no sólo para encubrir un
proceso de ocupación aún más invasora de la exigua porción de territorio –el 22
por ciento de la Palestina del Mandato británico– que le dejaron al pueblo
palestino tras la guerra de agresión de 1967. El engaño ha servido sobre todo
para llevar a cabo una progresiva e irreversible colonización de toda Palestina.
Hoy están implantados en Cisjordania no menos de 400.000 colonos, y las colonias
se extienden sin límites.
En Gaza y Cisjordania, los líderes políticos palestinos se han visto empujados
al exilio o la cárcel, o han sido eliminados con la feroz técnica de los
asesinatos selectivos. Han demolido decenas de miles de viviendas y
devastado centenares de poblaciones. Han destruido centenares de pozos, y se han
apropiado y explotado las reservas hídricas para la irrigación de los cultivos
de las colonias y los territorios israelíes. Miles de olivos y frutales han sido
arrancados de raíz. Una compacta red de carreteras que unen a las colonias entre
sí y con Israel –las tristemente famosas by-pass routes– están prohibidas
a los palestinos, y hacen aún más difícil las comunicaciones por tierra, ya de
por sí obstaculizadas por centenares de puestos militares de control. A todo
esto se añade la erección de la llamada barrera de seguridad querida por
Ariel Sharon, el muro destinado a aprisionar a la población palestina,
relegándola a zonas territoriales cada vez más fragmentadas y desplazadas.
Entretanto, Jerusalén se ha convertido en una inmensa colonia hebrea que se
amplía cada vez más hacia el Este, suprimiendo todo rastro de presencia
árabe-islámica y de sus milenarios monumentos.
El etnocidio del pueblo palestino se está consumando ante la indiferencia del
mundo, con la complicidad de las cancillerías occidentales, el silencio de los
grandes medios de comunicación de masas, el servilismo de los expertos y
juristas que pretenden ubicarse por encima de ambas partes, y el apoyo
ferviente del más obtuso y sanguinario presidente que haya podido tener Estados
Unidos. En lo relativo al pueblo palestino, el Derecho Internacional es un
pedazo de papel ensangrentado; mientras, las Naciones Unidas, dominadas por el
poder de veto de Estados Unidos, siguen instaladas en la inanidad y dejan sin
castigo los infinitos crímenes internacionales cometidos por Israel. La triste
peripecia vivida por Richard Falk (1), relator especial de las Naciones Unidas,
nos ha ofrecido estos días la enésima prueba. Lo que seguramente tomará fuerza
en un futuro muy próximo –y será para todos la tragedia más grave– será el
terrorismo suicida de los jóvenes palestinos, la única réplica económica
al terrorismo de Estado. Asimismo, el riesgo de una extensión del conflicto a
toda la media luna fértil será altísimo.
¿Qué sentido histórico y humano tiene todo esto? ¿Cuál es el destino de Oriente
Próximo? ¿Qué función tiene la matanza de hombres, mujeres y niños palestinos?
¿Cómo se justifica la falta de piedad del gobierno de Olmert y la complicidad de
las autoridades religiosas israelíes?
Una cosa parece cierta, y es la función sacrificial de un pedazo de tierra entre
los más densamente poblados, pobres y desesperados del planeta. Quien persigue
un objetivo absoluto y se cree portador de la justicia y la verdad, se atribuye
una inocencia absoluta y está siempre dispuesta, como nos enseñó Albert Camus, a
imputar a los adversarios una culpa absoluta y a disponer de sus vidas
negándoles toda esperanza. Gaza es hoy un inmenso patíbulo donde se celebra ante
todo el mundo una condena a muerte colectiva. La Humanidad asiste al
esplendor del suplicio, para utilizar una célebre expresión de Michel
Foucault. La pública ejecución de la condena a muerte de los adversarios es un
instrumento esencial de la glorificación de un poder que se considera más que
humano.
(1)