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Acteal, ¿y ahora qué?
Joan Baucells Lladós
La Jornada
Probablemente esta semana se hará pública la sentencia de la Suprema Corte de
Justicia de la Nación en la que se concederá el amparo a una cuarentena de los
que en su momento fueron condenados por la masacre de Acteal. Los argumentos
utilizados por la Corte parecen estar relacionados con las irregularidades
procesales de esos juicios. En concreto –según adelantaba El Universal en
su edición de 6 de agosto– las condenas se habrían sustentado sobre desaparición
de evidencias, alteraciones de la escena del crimen, sustracción de inculpados y
fabricación de testimonios. No es prudente comentar una sentencia a la que no se
ha tenido acceso y menos criticarla por utilizar argumentos garantistas, aunque
en sus consecutivas visitas a Chiapas la Comisión Civil Internacional para la
Observación de los Derechos Humanos (CCIODH) pudo contrastar cómo era del todo
evidente que la investigación sobre los hechos de Acteal estaba rodeada de
enormes irregularidades.
Por esta razón no voy a dedicar la atención de estas líneas a analizar la
sentencia o sus consecuencias prácticas, aunque estas últimas sean muy
importantes, puesto que, entre otras cuestiones, representará la absolución de
la mayoría de los hasta ahora condenados, sin aclarar si fueron ellos o quiénes
los auténticos responsables; la ausencia de reparación del daño causado a las
víctimas o la causación de posibles conflictos al regreso a sus comunidades. Lo
que desde la perspectiva internacional merece ser analizado atentamente es que,
de nuevo, bajo el velo de las garantías procesales el amparo de la Suprema Corte
revela el colofón de la impunidad, ineficacia y parcialidad de la administración
de justicia mexicana para impartir justicia en Acteal.
Respecto de la impunidad, pese a las evidencias, en ninguno de los
procedimientos penales abiertos se ha procesado a los responsables de más alto
nivel político y militar. Esta impunidad se fundamenta, entre otras razones más
estructurales, en el sistema procesal mexicano de acusación, que atribuye la
investigación y persecución de los delitos exclusivamente a la procuraduría. Al
no existir la acusación particular, es el Ministerio Público, el que de forma
exclusiva delimita los hechos susceptibles de persecución penal, califica
jurídicamente el titulo de imputación penal y señala los posibles responsables
de los mismos. En relación con Acteal, el Ministerio Público no calificó los
hechos –pese a las evidencias– como constitutivos de crímenes de lesa humanidad,
ni tampoco consideró la existencia del delito de asociación delictuosa –pese a
la evidencia de que sus autores se organizaban en torno a grupos paramilitares–
y, mucho menos, dirigió los procedimientos contra los auténticos responsables
militares y políticos. Así, es más que evidente –debido al principio de
jerarquía y sumisión al Poder Ejecutivo del Ministerio Público– que no se podrá
nunca perseguir de forma efectiva a los altos responsables de estos crímenes. La
Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha reconocido expresamente que el
Ministerio Público está concebido en México como una institución comprendida
dentro del Poder Ejecutivo. En consecuencia, la autoridad presidencial o del
gobernador incide sobre el monopolio exclusivo y excluyente del ejercicio de la
acción penal.
Por otro lado, la impunidad también queda de manifiesto en la Recomendación
1/1998, referente a los hechos de Acteal, de la Comisión Nacional de los
Derechos Humanos (CNDH), en la cual se recomendó al gobierno de Chiapas –contra
toda lógica de preferencia de la jurisdicción penal y su principio de vis
atractiva– iniciar procesos administrativos contra buen número de servidores
públicos. Incluso dentro de los procedimientos disciplinarios abiertos, en
algunos casos fue declarada prescrita la acción para sancionar y en otros se
absolvió de toda responsabilidad administrativa.
Por su parte, la ineficacia de todos los colectivos implicados en la
administración de justicia no sólo se deduce de la impunidad, sino también de la
forma en que se ha impartido la justicia en este caso. Por un lado, la misma
CNDH reconoce que los cuerpos policiales no han cumplido con eficacia y
eficiencia su labor de investigación y persecución de los delitos y de seguridad
de los gobernados. Por otro lado, como acabamos de apuntar, el Ministerio
Público también ha dado muestras de ineficacia por, entre otras razones, su
incapacidad orgánica para exigir responsabilidades penales a sus superiores
jerárquicos, para calificar los hechos como crímenes contra la humanidad y por
tomar decisiones de archivo pese a las evidencias existentes. Por último,
también la actuación de los jueces y tribunales ha sido ineficaz en la medida
que han cometido numerosas irregularidades que han posibilitado –como refleja la
reciente sentencia de la Suprema Corte– la nulidad de las actuaciones realizadas
y la consecuente vulneración de la tutela judicial efectiva a las víctimas.
Por último, la parcialidad de todos los órganos encargados de impartir justicia
se evidencia en numerosos datos. Así, tras las muertes de Acteal, por ejemplo, y
sólo por lo que respecta a funcionarios del Consejo Estatal de Seguridad
Pública, debe recordarse que hubo usurpación de funciones para alterar el lugar
del crimen, ocultando la evidencia de las pruebas, con la única finalidad de
dificultar la persecución penal de los hechos. En la misma línea, funcionarios
de la policía y del Ejército han evidenciado una clara complicidad con los
autores de los delitos. Por último, la parcialidad también se manifiesta incluso
en los propios jueces y en su canon de actuación selectiva, consistente en la
absolución de los pocos cargos públicos respecto de los cuales se ha presentado
acusación –pese a la evidencia de las pruebas–; instruyendo indebidamente las
causas –cuestión que ha provocado la declaración de la nulidad de las
actuaciones–; inaplicando las órdenes pendientes de aprehensión o absolviendo a
los condenados del pago de la reparación del daño a las víctimas.
La sentencia de la Corte no puede representar el punto final al caso Acteal. Dos
son las principales consecuencias que deben derivarse de ella. De entrada, lo
lógico en un estado de derecho sería que, otorgado el amparo, las actuaciones se
retrotrajeran hasta el inicio de la instrucción para que representantes de la
procuraduría, de forma libre y responsable, pudieran presentar cualquier tipo de
acusación –incluyendo la comisión de crímenes internacionales– contra todos los
responsables intelectuales y materiales de la matanza, para aclarar, de acuerdo
a derecho y sin ningún ápice de impunidad, quiénes fueron los responsables de
esos hechos –cayera quien cayera–, para tras un proceso con garantías y sin
dilaciones se llegara a su efectiva condena y a la reparación de las víctimas.
En segundo lugar, un auténtico estado de derecho no podría soportar que no
fueran sancionados los funcionarios públicos responsables de las graves
irregularidades que han fundamentado el amparo, no sin antes investigar cuáles
fueron las razones que llevaron a esos servidores públicos a hacer desaparecer
evidencias, alterar la escena del crimen o fabricar testimonios. Y, sin embargo,
todo el que tenga un mínimo conocimiento del sistema judicial mexicano, intuirá
que nada de lo anterior llegará a suceder. A los ojos de la comunidad
internacional el amparo de la Suprema Corte pone en evidencia que las esperanzas
de justicia en Acteal sólo pueden fundamentarse en el recurso a los instrumentos
de justicia internacional.
Joan Baucells Lladós. Profesor de derecho penal en la Universidad Autónoma de
Barcelona, ex magistrado y comisionado en la VI visita de la CCIODH