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Honduras: Los parásitos del pueblo gozan de buena salud
Jorge Majfud
El domingo 28 de junio por la mañana, los militares de Honduras rodearon al
presidente y, mientras lo apuntaban con sus armas le preguntaron por qué no
había obedecido las órdenes del general Romeo Vásquez. Como el presidente
pensaba que él debía dar las órdenes a sus subordinados, éstos lo invitaron a
retirarse de la casa de gobierno. De ahí a un auto y luego a un avión de la
fuerza aérea hasta Costa Rica.
Al mismo tiempo, todos los medios de comunicación del país fueron copados y se
les sugirió por la fuerza no transmitir información que no fuera controlada
directamente por el proceso democrático que se estaba llevando a cabo. Apenas
pudimos escuchar las declaraciones del presidente depuesto al arribar a Costa
Rica, unos pocos periodistas que "ilegalmente" informaron al mundo de lo que
estaba pasando y unos cuantos hondureños que nos mantuvieron informados vía
electrónica.
Según las fuerzas armadas de Honduras, todo este proceso fue en defensa de la
legalidad y la constitución. Los militares se justificaron diciendo que recibían
órdenes de la Corte Suprema. A pesar de que la constitución hondureña no prevé
este mecanismo para saltearse la autoridad de un presidente legal y legítimo,
era necesaria una excusa para tontos. La declaración sólo demuestra que en
Honduras se llevó a cabo un golpe de estado con todas sus letras; en nombre de
la "legalidad" militares y jueces se pasaron por encima la misma constitución.
Si en el pasado este trabajo de gorilas era propio de los altos jefes militares,
ahora vemos que la misma ilegalidad está apoyada, promovida y justificada por el
poder judicial de un país. La complicidad del parlamento confirma esta práctica:
las leyes se respetan siempre y cuando sirvan a los intereses de los sectores
más poderosos de una sociedad.
Cualquier constitución de cualquier país decente y democrático prevé la
destitución de un presidente. Pero este proceso tiene determinadas condiciones y
un número específico de etapas legales que garantizan su validez. Que yo
recuerde, en ninguna constitución democrática se prevé que el presidente puede
ser tomado por la fuerza militar, secuestrado y expulsado de su propio país.
Menos en nombre de la legalidad. Menos por orden de un puñado de jueces. Menos
con la complicidad del jefe de un parlamento que además es el opositor político
del presidente.
Todo lo cual demuestra hasta qué profundidad la cultura golpista sobrevive aún
en las clases dirigentes de Honduras. Y no sólo de Honduras, lo que de paso
sirve para estar alertas ante las viejas sobras de la historia latinoamericana.
Hoy defender al presidente Zelaya no es defender sus políticas ni mucho menos a
su persona. Hoy defenderlo, aún contra las instituciones (secuestradas) de
Honduras significa defender la democracia y cualquier estado de derecho en
cualquier parte del mundo basado en el respeto a las leyes y la constitución no
sólo cuando conviene. Porque en una democracia las leyes y la constitución no se
corrigen rompiéndolas sino cambiándolas. Algo que precisamente pretendía hacer
el presidente secuestrado.
Lamentablemente debo terminar esta breve nota de profundo repudio con las
últimas líneas con que terminé la nota anterior al golpe:
Hoy Honduras se debate ante el desafío latinoamericano de enfrentar cualquier
cambio político hacia la igual-libertad, hacia su destino de independencia y
dignidad, o volver a los miserables tiempos en que nuestros países eran
definidos como republiquetas o repúblicas bananeras.