Latinoamérica
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Crisis de los ricos, vía crucis de los pobres
Jorge Majfud
Las teorías de la evolución después de Darwin asumen una dinámica de
divergencias. Dos especies pueden derivar de una en común; cada tanto, estas
variaciones pueden desaparecer de forma gradual o abrupta, pero nunca dos
especies terminan confluyendo en una. No existe mestizaje sino dentro de la
misma especie.
A la larga, una gallina y un hombre son parientes lejanos, descendientes de
algún reptil y cada uno significa una respuesta exitosa de la vida en su lucha
por la sobrevivencia.
Es decir, la diversidad es la forma en que la vida se expande y se adapta a los
diversos medios y condiciones. Diversidad y vida son sinónimos para la biósfera.
Los procesos vitales tienden a la diversidad pero al mismo tiempo son la
expresión de una unidad, la biósfera, Gaia, la exuberancia de la vida en lucha
permanente por sobrevivir a su propio milagro en ambientes hostiles.
Por la misma razón la diversidad cultural es una condición para la vida de la
humanidad. Es decir, y aunque podría ser una razón suficiente, la diversidad no
se limita sólo a evitarnos el aburrimiento de la monotonía sino que, además, es
parte de nuestra sobrevivencia vital como humanidad.
No obstante, hemos sido los humanos la única especie que ha sustituido la
natural y discreta pérdida de especies por una artificial y amenazante
exterminación, por la depredación industrial y por la contaminación del
consumismo. Aquellos que sostenemos un posible aunque no inevitable "progreso de
la historia" basado en el conocimiento y el ejercicio de la igual-libertad,
podemos ver que la humanidad, tantas veces puesta en peligro de extinción por sí
misma, ha logrado algunos avances que le ha permitido sobrevivir y convivir con
su creciente fuerza muscular. Y aún así, nada bueno hemos agregado al resto de
la naturaleza. En muchos aspectos, quizás en ese natural proceso de prueba y
error, hemos retrocedido o nuestros errores se han vuelto exponencialmente
peligrosos.
El consumismo es uno de esos errores. Ese apetito insaciable nada o poco tiene
que ver con el progreso hacia una posible y todavía improbable era sin-hambre,
post-escasez, sino con la más primitiva era de la gula y la codicia. No digamos
con un instinto animal, porque ni los leones monopolizan la sabana ni practican
el exterminio sistemático de sus victimas, y porque hasta los cerdos se sacian
alguna vez.
La cultura del consumismo ha errado en varios aspectos. Primero, ha contradicho
la condición antes señalada, pasando por encima de las diversidades culturales,
sustituyéndolas por sus baratijas universales o creando una pseudo diversidad
donde un obrero japonés o una oficinista alemana pueden disfrutar dos días de
una artesanía peruana hecha en China o cinco días de las más hermosas cortinas
venecianas importadas de Taiwán antes que se rompan por el uso. Segundo, porque
también ha amenazado el equilibrio ecológico con sus extracciones ilimitadas y
sus devoluciones en forma de basuras inmortales.
Ejemplos concretos podemos observarlos a nuestro alrededor. Podríamos decir que
es una suerte que un obrero pueda disfrutar de las comodidades que antes les
estaban reservadas sólo a las clases altas, las clases improductivas, las clases
consumidoras. No obstante, ese consumo —inducido por la presión cultural e
ideológica— se ha convertido muchas veces en la finalidad del trabajador y en un
instrumento de la economía.
Lo que por lógica significa que el individuo-herramienta se ha convertido en un
medio de la economía como individuo-consumidor.
En casi todos los países desarrollados o en vías de ese "modelo de desarrollo",
los muebles que invaden los mercados están pensados para durar pocos años. O
pocos meses. Son bonitos, tienen buena vista como casi todo en la cultura del
consumo, pero si los miramos fijamente se rayan, pierden un tornillo o quedan en
falsa escuadra. Ahora resulta un exotismo aquella preocupación de mi familia de
carpinteros por mejorar el diseño de una silla para que durase cien años. Pero
los nuevos muebles descartables no nos preocupan mayormente porque sabemos que
han costado poco dinero y que, en dos o tres años vamos a comprar otros nuevos,
lo que de paso da más interés y variación en la decoración de nuestras casas y
oficinas y sobre todo estimulan la economía del mundo.
Según la teoría en curso, lo que tiramos aquí ayuda al desarrollo industrial en
algún país pobre. Por eso somos buenos, porque somos consumidores.
No obstante, esos muebles, aún los más baratos, han consumido árboles, han
quemado combustible en su largo viaje desde China o desde Malasia.
La lógica de "tírelo después de usar", que es lo más razonable para una jeringa
de plástico, se convierte en una ley necesaria para estimular la economía y
mantener el PBI en perpetuo crecimiento, con sus respectivas crisis y fobias
cuando su caída provoca una recesión del dos por ciento.
Para salir de ella hay que aumentar la droga. Sólo Estados Unidos, por ejemplo,
destina billones de dólares para que sus habitantes vuelvan a consumir, a
gastar, para salir de la locura de la recesión y así el mundo pueda seguir
girando, consumiendo y desechando.
Pero esos desechos, por baratos que sean —el consumismo está basado en
mercaderías baratas, desechables, que hace casi inaccesible el reciclaje de
productos duraderos— poseen trozos de madera, plástico, baterías, caños de
hierro, tornillos, vidrio y más plástico. En Estados Unidos todo eso y algo más
va a la basura —aún en este tiempo llamado "de gran crisis" por razones
equívocas— y en los países pobres, los pobres van en busca de esa basura. A la
larga, quien termina consumiendo toda la basura es la naturaleza mientras la
humanidad sigue poniendo en suspenso sus cambios de hábitos para salir de la
recesión primero y para sostener el crecimiento de la economía después.
Pero ¿qué significa "crecimiento de la economía", ese dos o tres por ciento que
obsesiona al mundo entero, de Norte a Sur y de Este a Oeste? El mundo está
convencido de que se encuentra en una terrible crisis.
Pero el mundo siempre estuvo en crisis. Ahora es definida como crisis mundial
porque (1) procede y afecta la economía de los más ricos; (2) el paradigma
simplificado del desarrollo ha irradiado su histeria al resto del mundo,
restándole legitimidad. Pero en Estados Unidos las personas siguen inundando las
tiendas y los restaurantes y sus recortes no llegan nunca al hambre, aun en la
gravedad de millones de trabajadores sin trabajo. En nuestros países periféricos
una crisis significa niños en la calle pidiendo limosna. En Estados Unidos suele
significar consumidores consumiendo un poco menos mientras esperan el próximo
cheque del gobierno.
Para salir de esa "crisis", los especialistas se exprimen el cerebro y la
solución es siempre la misma: aumentar el consumo. Irónicamente, aumentar el
consumo prestándole a la gente común su propio dinero a través de los grandes
bancos privados que reciben la ayuda salvadora del gobierno. No se trata solo de
salvar algunos bancos, sino, sobre todo, de salvar una ideología y una cultura
que no sobreviven por sí solas sino en base a frecuentes inyecciones ad hoc:
estímulos financieros, guerras que impulsan la industria y controlan la
participación popular, drogas y diversiones que estimulan, tranquilizan y
anestesian en nombre del bien común.
¿Realmente habremos salido de la crisis cuando el mundo retome un crecimiento
del cinco por ciento mediante el estímulo del consumo en los países ricos? No
estaremos preparando la próxima crisis, una crisis real —humana y ecológica— y
no una crisis artificial como la que tenemos hoy? ¿Realmente nos daremos cuenta
que ésta no es realmente una crisis sino sólo una advertencia, es decir, una
oportunidad para cambiar nuestros hábitos? Cada día es una crisis porque cada
día elegimos un camino. Pero hay crisis que son una larga una via crusis y otras
que son críticas porque, tanto para oprimidos como para opresores significa una
doble posibilidad: la confirmación de un sistema o su aniquilación. Hasta ahora
ha sido lo primero por faltas de alternativas a lo segundo. Pero nunca hay que
subestimar a la historia. Nadie hubiese previsto jamás una alternativa al
feudalismo medieval o al sistema de esclavitud. O casi nadie. La historia de los
últimos milenios demuestra que los utópicos solían preverlo con exagerada
precisión. Pero como hoy, los utópicos siempre han tenido mala fama. Porque es
la burla y el desprestigio la forma que cada sistema dominante ha tenido siempre
para evitar la proliferación de gente con demasiada imaginación.
- Jorge Majfud, Lincoln University. http://majfud.info