Latinoamérica
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Cuba: La Revolución permanente
Carlos Rivera Lugo
A poco de la estrepitosa e inesperada debacle de la Unión Soviética, Fidel
Castro Ruz le confiaba a algunos oídos amigos el contenido de una pesadilla que
se había apropiado de su sueño. En ésta el líder cubano dormía tranquilamente
para ser despertado de repente por uno de los miembros del contingente a cargo
de su seguridad personal. "Ha vuelto Batista y se encuentra ya con sus tropas en
las afueras de La Habana", era la mala nueva que le anunciaba. Fidel,
angustiado, sentía que su obra revolucionaria había sido finalmente condenada
por la historia.
Eran tiempos de espanto para el sueño revolucionario. La contundencia de los
hechos obliteraba todo intento del pensamiento crítico por descifrar sus
sentidos ocultos. El desplome en Europa de la comunidad integrada por los países
del llamado socialismo real había dejado a Cuba prácticamente a su propia
suerte. Circulaba con bombos y platillos el vaticinio de un oscuro funcionario
intelectual del Imperio acerca del triunfo definitivo del capitalismo y el fin
de la historia, de la contradicción y de la lucha de clases. La dialéctica
parecía llegar al final de sus andanzas.
Pero, tras la impugnación de los metarrelatos emancipadores, iban implantándose
poco a poco los hilos tanto visibles como invisibles de las nuevas formas de
control de nuestros cuerpos y mentes. La burguesía se imponía por doquier, si no
a sangre y a fuego como en el Cono Sur suramericano, pues entonces como producto
de cierto nefasto liquidacionismo que arropó a muchos de los partidos comunistas
y socialistas, acompañado de una repotenciación de las fuerzas políticas
representativas del capital que se reapropiaron del Estado para sus fines
acumulativos, lo que pasaba inevitablemente por la desposesión de los más.
En 1992, el presidente George Bush, el padre del truhán que ha ostentado más
recientemente la cabecera del Imperio yanqui, aseguraba que los días de la
Revolución cubana estaban contados. Otro seudoanalista, uno de esos mercenarios
que le pagan para posar de periodista, el argentino-estadounidense Andrés
Oppenheimer, publicó el libro "La hora final de Castro", que llevaba de
rimbombante subtítulo "La historia secreta detrás de la inminente caída del
comunismo en Cuba". En una de sus partes afirmaba sin pestañear: "El comandante
podrá resistir y prolongar su hora final unos pocos meses, quizás incluso unos
pocos años, pero su sueño socialista está condenado". Incluso, el ex presidente
del gobierno español, Felipe González, uno de esos socialistas convertidos en
neoliberales políticamente correctos, convidaba a Cuba a aceptar lo inevitable y
renunciar a su Revolución.
Socialismo o muerte
No debió sorprender a nadie cuando Fidel, al frente de su heroico pueblo,
respondió espartanamente: ¡Socialismo o muerte! ¡Venceremos! Y mientras la duda
y renuncia trapera anidaba por doquier en la militancia contestataria de no
pocos, los revolucionarios cubanos capearon la tormenta, la peor de todas las
que han azotado a su aguerrida Isla. Como Pascal, en su caso hicieron su apuesta
por lo único que podía darle sentido a sus vidas: la defensa sin ambages de su
Revolución.
Solitos en el mundo, siguieron insistiendo que la apuesta al capitalismo sólo
pretendía condenar eternamente a la humanidad a la tiranía de sus fines
torcidos: la explotación y opresión del hombre por el hombre. El capitalismo
era, pues, el retorno a la barbarie. Ellos preferían cavar su trinchera
autárquica y aguardar en espera de mejores días. No importa pareciesen unos
enajenados de esa cochina realidad que parecía estar inscrita en piedra y que
dictaba la aparente futilidad de toda rebelión.
No era la primera vez que Fidel, al frente de los revolucionarios cubanos,
hiciese una apuesta que parecía rozar en lo alocado. Cuando el 2 de diciembre de
1956, los expedicionarios del Granma desembarcaron por la Playa Las Coloradas,
la aviación batistiana les recibió con un mortífero fuego que pareció derrotar
al contingente que debía dar inicio a la guerra de liberación. Incluso, su
médico, un argentino llamado Ernesto Guevara de la Serna debió dejar abandonado
los instrumentos propios de su profesión y empuñar un fusil para salvar su
pellejo. Cuando al fin el 18 de diciembre se logran reagrupar los
sobrevivientes, tanto Fidel como Raúl, su hermano menor, estaban vivos,
contrario a las informaciones que había circulado la mayor parte de los medios.
Dicen que el médico argentino, advenido a la fuerza en guerrero mítico que se
conocería como "el Che", se quedó estupefacto al escuchar a Fidel asegurar a la
tropa diezmada que ahora sí estaban contados los días de la dictadura. Apenas
les quedaban siete fusiles.
Contra toda probabilidad matemática pero conforme a una excepcional visión y
heroicidad que se apoderaron de las circunstancias históricas, a los
veinticuatro meses, el 1 de enero de 1959, el Ejército Rebelde, encabezado por
Fidel, hizo su entrada victoriosa a La Habana. Antes en Santiago de Cuba, apenas
veinticuatro horas luego de la huida del tirano, Fidel sentenció: "La Revolución
empieza ahora, la Revolución no será una tarea fácil, la Revolución será una
empresa dura y llena de peligros…La Revolución no se podrá hacer en un día, pero
tengan la seguridad de que la Revolución la hacemos, tengan la seguridad, de que
por primera vez, de verdad, la República será enteramente libre, y el pueblo
tendrá lo que merece."
La Revolución es una praxis
En 1961, en una entrevista con el líder cubano, el filósofo existencialista
francés Jean-Paul Sartre, aseguraba que el proyecto revolucionario de Fidel no
era una locura: era el resultado de una decisión muy práctica a partir de una
toma de conciencia acerca del hecho de que, no importa el peso de las
circunstancias, el mal que aflige a la humanidad es mayormente el resultado de
las acciones de algunos de sus miembros. La historia la hacen aquellos –sea uno
solo o muchos- que asumen responsabilidad por el destino individual y colectivo.
Sólo hace falta una chispa para prender el cañaveral. Engels diría que si bien
somos el resultado de nuestras circunstancias, también somos parte de éstas y,
en ese sentido, tenemos la capacidad para transformarlas.
"La Revolución es una praxis que forja sus ideas a través de la acción", se
decía en esos primeros tiempos. Idea ésta a la que Sartre añadía que "la praxis
misma definirá su ideología". Fue así que la Revolución se radicalizó y se hizo
socialista: las agresiones imperiales le forzaron la mano. También le llevó,
para sobrevivir, a sumarse al bloque liderado por la Unión Soviética. La
realidad, según Sartre, le imponía esta dialéctica de medidas y contramedidas
para evitar el cataclismo al que le pretendía inducir Washington.
Es por ello que la Revolución asumió una permanencia y magnitud inusitada. Se
pretendió abolir el mercado, la propiedad privada sobre los medios de
producción, las leyes codificadoras de sus injusticias, el fetichismo del dinero
y la mercancía, la ley del valor de cambio, los prejuicios raciales, clasistas y
sexistas, todo un orden preestablecido que pretendía encarnar las verdades
pretenciosamente absolutas de un orden civilizatorio que como el capitalista
estaba históricamente desbancado pero, en lo mediato, aún vivo y coleando. Había
que dar la batalla, sobre todo, en el lugar en que se produce y se reproduce
continuamente dicho orden, así como su sistema de valores y relaciones
desiguales de poder. Había que emprender, pues, la más ambiciosa de las
revoluciones: hacia dentro de cada uno.
El hombre nuevo
Para el Che, la Revolución debe producir una nueva subjetividad para la nueva
sociedad que se construye; debe construirse un hombre nuevo, una mujer nueva,
cuya conciencia necesita transformarse a partir de un conjunto de nuevos valores
comprometidos con el mayor valor: el ser humano. Esta nueva conciencia humana,
democráticamente apoderada y solidaria en todos los órdenes de la vida social,
constituye la nueva palanca del desarrollo. Adiós a los estímulos materiales
alienantes y los valores competitivos excluyentes del capitalismo. Adiós a la
explotación y opresión de un ser humano por otro.
En privado, el Che no dejaba de manifestar su gran desilusión con las realidades
que se vivían en los países del llamado socialismo real: para todos los fines no
habían podido escapar de la ética utilitaria del orden civilizatorio capitalista
y a partir de ésta y sus ineludibles efectos ideológicos, avanzaba un proceso de
privatización y mercantilización de la conciencia que sería la semilla para la
eventual deslegitimación y descalabro del socialismo real en esos países. No
fueron finalmente los tanques de la OTAN los que se encargaron de desmantelar la
Muralla de Berlín o derrocar al Partido Comunista en el poder: fue la sociedad
civil que los mismos comunistas europeos inconscientemente crearon en medio de
su acomodaticio y alienante burocratismo.
Que la Revolución es una realidad y vocación permanente, constituye una idea que
ha estado siempre presente en el discurso ideológico y la práctica política de
los comunistas cubanos. La Revolución no puede limitarse a un solo país, de ahí
la consigna legada en 1967 por el Che de "Crear dos, tres, muchos Vietnam", en
clara alusión a la heroica resistencia de ese pueblo indochino frente a la
brutal agresión estadounidense. Y en su histórico Mensaje a la Tricontinental
abunda al respecto: "En nuestro mundo en lucha, todo lo que sea discrepancia en
torno a la táctica, método de acción para la consecución de objetivos limitados,
debe analizarse con el respeto que merecen las apreciaciones ajenas. En cuanto
al gran objetivo estratégico, la destrucción total del imperialismo por medio de
la lucha, debemos ser intransigentes". Concluye con la siguiente admonición: "Y
si todos fuéramos capaces de unirnos, para que nuestros golpes fueran más
sólidos y certeros, para que la ayuda de todo tipo a los pueblos en lucha fuera
aún más efectiva, ¡qué grande sería el futuro, y que cercano!".
Morir por la patria es vivir
El Che estuvo dispuesto a morir por esa verdad. Precisamente, allí radica lo que
Sartre identificó como la "causa eficiente" de la Revolución cubana. ¡Patria o
muerte! ¡Venceremos!, es el cántico fervoroso de una patria entera que al
afirmarse, muere un poco y vence un poco todos los días ante la oprobiosa
existencia material que el Imperio le ha impuesto.
Morir por la patria es vivir, dice el himno nacional cubano. Es la misma
afirmación de vida o muerte que sus héroes internacionalistas han empuñado
ejemplarmente como seña consustancial a su cubanidad, sea en Bolivia o en
Angola. Dice Sartre al respecto: "Para un hombre cuyo secreto más profundo y
cuya oportunidad más inmediata es la muerte, todo cambia. Empresas imposibles se
hacen posibles dentro de sus límites. El orden establecido aparece más fuerte
ante los ojos de gente que quieren vivir. Sin embargo, cuando uno ha escogido la
tortura o la muerte y cuando esa decisión se expresa por medio de fuerzas
vitales, el retorno al viejo orden se hace fundamentalmente imposible."
"Seremos libres en la medida en que preservemos nuestra unidad nacional",
advierte Fidel. De ahí el imperativo categórico de "¡Patria o muerte!". De ahí
la insistencia en que esa unidad se canalice a través del Partido Comunista, ese
nuevo rostro histórico del Partido Revolucionario martiano, como trinchera donde
confluyen todas las voluntades para decidir y obrar como si fuese una sola
voluntad.
¿Y qué evita que la Revolución caiga en el desvarío ante la enormidad de sus
retos? Según Sartre, la clave está en la permanencia de la vocación
revolucionaria: "Lo que protege a la Revolución cubana hoy –lo que la protegerá
tal vez por mucho tiempo- es que está controlada por la rebelión".
Por tal razón no debe sorprendernos la inquietud que en los últimos tiempos
tanto Fidel como su hermano, el actual presidente cubano, Raúl Castro, han
exteriorizado en relación a la permanencia de la Revolución. El 17 de noviembre
de 2005, hablando ante una asamblea estudiantil reunida en la Universidad de La
Habana, en una de sus últimas comparecencias públicas, Fidel decía con la mayor
candidez: "Pienso que la experiencia del primer Estado socialista, Estado que
debió arreglarse y nunca destruirse, ha sido muy amarga. No crean que no hemos
pensado muchas veces en ese fenómeno increíble mediante el cual una de las más
poderosas potencias del mundo, que había logrado equiparar su fuerza con la otra
superpotencia, un país que pagó con la vida de más de 20 millones de ciudadanos
la lucha contra el fascismo, un país que aplastó al fascismo, se derrumbara como
se derrumbó."
Y les interrogaba incisivamente: "¿Es que las revoluciones están llamadas a
derrumbarse, o es que los hombres pueden hacer que las revoluciones se
derrumben? ¿Pueden o no impedir los hombres, puede o no impedir la sociedad que
las revoluciones se derrumben? Podía añadirles una pregunta de inmediato. ¿Creen
ustedes que este proceso revolucionario, socialista, puede o no derrumbarse? ¿Lo
han pensado alguna vez? ¿Lo pensaron en profundidad?". Continuó Fidel: "Fue por
eso que dije aquella palabra de que uno de nuestros mayores errores al
principio, y muchas veces a lo largo de la Revolución, fue creer que alguien
sabía cómo se construía el socialismo. Hoy tenemos ideas, a mi juicio, bastante
claras, de cómo se debe construir el socialismo, pero necesitamos muchas ideas
bien claras y muchas preguntas dirigidas a ustedes, que son los responsables,
acerca de cómo se puede preservar o se preservará en el futuro el socialismo."
La Revolución sólo puede autodestruirse
No le pasaba desapercibido el hecho de que sólo en la medida en que las nuevas
generaciones en Cuba empuñen la patria con el mismo compromiso que la generación
del Moncada, podrá seguir la Revolución. Al igual que en el caso de los países
del socialismo real en Europa, no es el Imperio su más formidable enemigo. Quien
únicamente puede destruir la Revolución cubana es el propio pueblo cubano: "Este
país puede autodestruirse por sí mismo; esta Revolución puede destruirse, los
que no pueden destruirla hoy son ellos; nosotros sí, nosotros podemos
destruirla, y sería culpa nuestra."El 1 de enero pasado, hablando en Santiago de
Cuba en el acto central conmemorativo del cincuentenario del triunfo
revolucionario, Raúl Castro reiteró el reto hecho por Fidel en la Universidad de
La Habana. Señaló que en la actualidad "la Revolución es más fuerte que nunca y
jamás ha cedido un milímetro en sus principios, ni en los momentos más
difíciles". Ello no es óbice para que "algunos pocos se cansen y hasta renieguen
de su historia, olvidándose de que la vida es un eterno batallar".
Luego puntualizó: "Cuando conmemoramos este medio siglo de victorias, se impone
la reflexión sobre el futuro, sobre los próximos cincuenta años que serán
también de permanente lucha. Observando las actuales turbulencias del mundo
contemporáneo, no podemos pensar que serán más fáciles, lo digo no para asustar
a nadie, es la pura realidad."
Sobre la advertencia hecha por Fidel en noviembre de 2005 de que sólo el propio
pueblo cubano puede destruir la Revolución, se preguntó: ¿cuál es la garantía de
que no ocurra algo tan terrible para nuestro pueblo? ¿Cómo evitar un golpe tan
anonadante que necesitaríamos mucho tiempo para recuperarnos y alcanzar de nuevo
la victoria?"
La Revolución es del pueblo
El presidente cubano pasó entonces a advertirle a los dirigentes de mañana que
jamás deben olvidar que "esta es la Revolución de los humildes, por los humildes
y para los humildes; que no se reblandezcan con los cantos de sirena del enemigo
y tengan conciencia de que por su esencia, nunca dejará de ser agresivo,
dominante y traicionero; que no se aparten jamás de nuestros obreros, campesinos
y el resto del pueblo; que la militancia impidan que destruyan al Partido".
Seguidamente les aseguró que si actúan así, "contarán siempre con el apoyo del
pueblo, incluso cuando se equivoquen en cuestiones que no violen principios
esenciales". No obstante, si demostrasen ser incapaces de "preservar la obra
fruto de la sangre y sacrificio de muchas generaciones de cubanos", el pueblo
"sabrá dar la pelea" y no dejará "caer la espada".
Precisamente, si existe una razón por la cual Fidel nunca fue derrocado como
Ceausescu ni Raúl ha claudicado como Yeltsin, es esa gran verdad: La Revolución
cubana ha sido obra en última instancia, no de un hombre ni de un Partido, sino
de un pueblo. Ello nunca ha sido un recurso retórico como ocurría en las
llamadas democracias populares de Europa Oriental, sino una realidad claramente
palpable por cualquiera que visite a Cuba con un interés genuino en conocerla
sin prejuicios mayores. Es un pueblo históricamente excepcional que con su valor
y sacrificio epopéyicos le ha dado una lección de dignidad sin igual al resto de
la humanidad. Gracias a Cuba, hoy somos todos los latinoamericanos un poco más
libres y a partir de ello se forjan nuevos vínculos de integración y solidaridad
entre nuestros pueblos que prometen iniciar la descolonización plena y
definitiva de Nuestra América frente la perenne voracidad imperial del Norte.
Más allá de una simple conmemoración de medio siglo, Cuba se erige hoy en el
país con la revolución más duradera de la historia contemporánea. Con su
persistencia visionaria, constituye hoy la semilla sobre la que se labra la
radical agricultura que hace de la América nuestra el más importante frente de
lucha en un mundo en el que nuevamente ha cobrado vigencia la rebelión contra el
imperio del capital.
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El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la
Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es,
además, miembro de la Junta de Directores y colaborador permanente del semanario
puertorriqueño "Claridad".
El original de este artículo puede encontrarse en <!--[endif]-- /*
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