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lucha continua....
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Argentina: Identidad y solidaridad
Salvador María Lozada
Se ha vuelto a plantear entre nosotros la polémica relativa al supuesto
derecho fundamental de quienes se niegan a la prueba del ADN respecto de su
propia identidad. Una notoria personalidad pública ha invocado estos días esa
tesis, que ha sido la de la Corte Suprema, parcialmente en su actual
composición.
Se trata del caso "Vázquez, Evelyn", litigio en el que ese tribunal hace unos
pocos años, en el 2003, persistió en legitimar esa negativa a la prueba
genética.
Es un error, claramente. Lo es conceptualmente, y también es un error desde el
ángulo estrictamente normativo
1. Individualismo contra solidaridad
Discurrir sobre la intimidad humana y sus límites no es algo que pueda
disociarse del concepto que se profese sobre la persona humana.
A esta altura de los tiempos no debiera estar esa noción afectada por prejuicios
heredados del liberalismo individualista y de sus egocentrismos entrañables. De
tal individualismo se ha dicho que "es un sistema de costumbres, de sentimientos
, de ideas y de instituciones que organiza el individuo sobre sus actitudes de
aislamiento y de defensa.
Fue la ideología y la estructura dominante de la sociedad burguesa occidental
entre los siglos 18 y 19. "Un hombre abstracto, sin relaciones ni comunidades
naturales, dios soberano en el corazón de una libertad sin dirección ni medida,
enfrentando al otro con la desconfianza, el cálculo y la reivindicación; las
instituciones reducidas a asegurar la protección de sus egoísmos, o el mejor
rendimiento por la asociación reducida al lucro: tal el régimen de la
civilización que agoniza a nuestros ojos ".
Así decía Emmanuel Mounier en los años pasados entre las dos guerras mundiales
(1).
La persona humana desde hace décadas se concibe como un centro de relaciones
concretas, de comunicación, de solidaridad, de apertura.
"Ella no existe sino hacia otro, no se conoce sino a través del otro, no se
encuentra sino en el otro. La experiencia primitiva de la persona es la
experiencia de la segunda persona. El /tu/, y el /nosotros , / precede al /yo /o
al menos lo acompaña", agrega Mounier citando a Nedoncelles, a Buber y a
Midinier (2).//
El derecho a la intimidad no puede escapar a la realidad concreta y a la
situación socio-histórica en que se realiza y ejerce, ni cabe predicarlo de un
/yo / abstracto, desligado del /hic et nunc /ineludible de la existencia humana,
lo cual es particularmente relevante en el caso mencionado, como es fácil
advertir y se insistirá luego.
2. Los límites de la intimidad
Un concepto individualista de la intimidad de la persona humana sería hoy
inadmisible. Pero aun cuando no lo fuera, aceptado como mera hipótesis, ello no
mejoraría la suerte de la errada decisión mayoritaria de la Corte.
Porque no se discute – ni lo discute la sentencia- que el fundamento normativo
de la intimidad está en nuestro ordenamiento en el art. 19 del viejo texto
decimonónico. Como se sabe, a pesar de la *Weltanschauung* liberal de la que es
tributaria, la constitución de 1853 atenúa la autonomía personal al erigir tres
límites bien consabidos al goce de la intimidad: el orden, la moral pública y el
perjuicio a terceros. Complementariamente, el código civil opone también una
triple barrera al abuso de los derechos en el art.1071: la buena fe, la moral y
las buenas costumbres.
La resistencia a la prueba hemática opuesta por Evelyn Vázquez, y quienes actúan
igual a ella, avanza sobre estas tres fronteras delineadas por la ley máxima y
el derecho común.
No hay duda que la filiación de los habitantes, su estado civil y su adecuada
identificación concierne claramente al orden público y al poder de policía del
Estado contemporáneo.
No en vano tenemos un Registro Nacional de las Personas y desde hace más de un
siglo y numerosos Registros Civiles responsables de esta tarea de verificación y
de autenticidad, en suma de la verdad concerniente a las personas de la
población, muy en particular sobre la identidad de dichas personas, lo cual
depende centralmente de la filiación. No en vano el Código Penal ha hecho de
esos valores de certidumbre y veracidad un bien jurídico protegido, como se
desprende del Título IV, Capítulo II del Libro Segundo de ese cuerpo normativo.
Es que la filiación, ese eje de la identidad, es la faz externa de la persona
humana, la que se ofrece a la comunidad y a todas las relaciones sociales y
estatales.
El concepto de identidad personal excede con creces la intimidad, la desborda
nítidamente. Ser en la sociedad y en el Estado, tener identidad en ellos, es un
hecho que se proyecta hacia lo público de la persona.
Está claro, pues, que la invocación de la intimidad para resistirse a la prueba
genética carece de fundamento porque la filiación y la identidad tienen una
notoria significación supra íntima y ostensiblemente trascienden y desplazan las
propensiones y los deseos de la intimidad.
Con otras palabras, literalmente, no es "una de las acciones (u omisiones)
privadas de los hombres (o mujeres) que no ofenden el orden". Esa resistencia,
por el contrario, sí, muy efectivamente, ofende al orden público porque frustra
uno de los cometidos más obvios del poder de policía respecto de la población
del Estado y desconoce realidades sociales que sin duda exceden la órbita de lo
privado.
También esa resistencia ofende la moral pública mentada por el art. 19. Tal
moralidad no es otra que la ley mosaica trasmitida como parte del acervo
judeocristiano que reflejan las convicciones de la vasta mayoría del país, que
ha informado sus instituciones y las "buenas costumbres" del medio social, para
decirlo con los términos del código civil. Y en ella destaca "el honrar al padre
y a la madre" de un modo eminente (Deuteronomio,V, v. 16). Naturalmente, se
trata del padre y la madre de la familia genuina y real, natural o legítima, no
de la familia ficticia, fingida, inventada como secuela de conductas delictuales,
y urdida con fraude en un medio de violenta antijuridicidad.
No obstante los respetables afectos y emociones que de hecho esta vinculación
fáctica haya explicablemente podido con los años ir engendrando, nada de esto
altera los términos de la cuestión ni ayuda a sustentar en lo más mínimo la
invocación del derecho la intimidad. Sin daño a esta, ni a los sentimientos
aludidos, los renuentes a la prueba genética podrían y pueden prestarse a la
prueba de ADN y seguir cultivando esas emociones no necesariamente excluyentes
de la obligación moral de honrar al padre y a la madre verdaderos. La
resistencia a conocer los progenitores reales, así pues, siendo premisa fáctica
ineludible del poder honrarlos, se revela entonces como muy clara infracción a
esa moralidad prevista por la exigencia constitucional limitativa del derecho a
la intimidad.
Otro tanto cabe decir del deber de veracidad que se impone como elemento de la
moral pública aludida y de la buena fe, moralidad y buenas costumbres, también
opuesta al abuso del derecho por la legislación común. El deber de veracidad no
alcanza solo al decir la verdad sino también a contribuir a que la verdad sea
sabida por todos aquellos a quienes razonablemente puede concernir.
Resistirse, y al resistirse obstruir el establecimiento de la verdad respecto de
la propia filiación, no es comportamiento que conjugue con esa exigencia ética
de no impedir el conocimiento de la verdad a quienes - la sociedad, el Estado y
la familia presunta -, tienen derecho a ella.
Adviértase, sin embargo, que no se le ha requerido a Vázquez y a los otros
renuentes que digan la verdad. Se le ha pedido algo sustancialmente diferente y
mucho menor como contribución al proceso: solo que no obstruyan el acceso a
elementos materiales que están, por así decirlo, en su posesión y de los que son
portadores de un modo involuntario e inconsciente. Se trata de algo
inconfundiblemente diverso de la prueba testimonial. Así pues el sustraerse a la
prueba hemática para impedir la verdad sobre la propia filiación no es una de
las "acciones (u omisiones) privadas de los hombres (o mujeres)" que no ofenden
la moral pública, lo que invalida también la posibilidad de ampararse en el
derecho a la intimidad a este respecto.
Finalmente, el perjuicio a terceros se proyecta en varias direcciones. Por un
lado, el perjuicio al vasto conjunto de la población del Estado nacional que
tiene interés en la certidumbre y en el conocimiento de la identidad, y por ello
de la filiación, de sus congéneres; más aun y sobre todo, y con más alto signo
axiológico, el perjuicio a los órganos del Estado que necesitan igual
certidumbre sobre la identidad y filiación de todos los ciudadanos y
administrados. Pero aun mucho más todavía, más viva y fuertemente, aparece el
perjuicio a la familia legítima o natural de los requeridos. No se trata de una
construcción artificial ni de un valor ideológico. La familia es la titular
inequívoca de derechos que han sido reconocidos, ahora en el nivel
constitucional, por la Convención Americana sobre Derechos Humanos, cuyo art.17.1
deja puntualmente asentado "La familia es el elemento natural y fundamental de
la sociedad y debe ser protegida por la sociedad y el Estado".
Habida cuenta que la familia aparente ha quedado desechada por la prueba del
propio proceso como un engendro delictual y fraudulento, la expectativa de
establecer la verdadera familia adquiere una enorme significación para esa
sociedad, para la cual ella es su "elemento natural y fundamental". Los
intereses de la sociedad y del Estado, que por imposición constitucional deben
ver en la familia su elemento natural y fundamental, están pues atacados por la
renuencia a la prueba del ADN.
La decisión de no contribuir a la certidumbre sobre los lazos de parentesco que,
prioritariamente, sus presuntos abuelos aspiran a tener, es una muy clara lesión
a los intereses en expectativa de estos tan próximos terceros, los probables
miembros de la familia de los renuentes, sobre la que es preciso obtener
certidumbre. Y también una lesión muy determinada y honda a la posibilidad de
que la sociedad y el Estado cumplan con su deber de protección sobre esa
familia, como prescribe la norma ya citada de la Convención americana.
De tal modo, la resistencia a la prueba mentada no es una de "las acciones (u
omisiones) de los hombres (o mujeres)" que no perjudican a un tercero.
Quien se resiste a dicha prueba no puede ampararse, pues, en el derecho a la
intimidad enunciado por el art. 19 de la constitución, contrariamente a lo que
ha decidido lamentable y muy infundadamente la mayoría del tribunal de instancia
suprema en el pronunciamiento de 2003.
3) La Verdad Jurídica Objetiva
Dicho todo esto, tan simple y obvio para el exégeta sin prejuicios ni intereses
ulteriores, convienen algunas consideraciones adicionales.
Las circunstancias que dan origen al proceso en el que se le requirió la prueba
de sangre a Evelyn Vázquez son las del terrorismo de Estado de los años 70 y
principios de los 80. Es la etapa tal vez más cruenta y trágica del pasado
nacional, en las que se generalizó la desaparición forzada de personas junto a
la apropiación de recién nacidos durante el cautiverio de sus madres antes de
ser clandestinamente ejecutadas. Esto tiñe con colores de excepcional y horrible
intensidad la causa resuelta. No se trata en consecuencia, de una duda
filiatoria emergente de disputas habituales, conflictos familiares o habladurías
mediáticas al uso televisivo, ni de una controversia por reclamos hereditarios,
hipótesis éstas que parecen francamente baladíes comparadas con la duda
producida en el horror de aquellos años aciagos.
Hay una distancia inmensa entre esos supuestos más o menos anodinos de
investigación de la filiación y la requerida a causa de la comisión de crímenes
atroces e imprescriptibles.
Durante los últimos tiempos algunos fiscales, jueces y alzadas han realizado una
tarea esforzada y meritísima para corregir la impunidad legislativa de aquellos
hechos gravísimos, impunidad bendecida en 1987 por este mismo tribunal con el
voto de algunos de los ministros (3) que en el 2003 también concurrieron a la
infortunada solución del caso Vázquez.
Que la Corte Suprema haya persistido a en la obstrucción de esta corriente
reparadora de la justicia omitida y establecedora de la verdad, produce no poca
perplejidad, asombro y verdadera alarma.
Sobre todo cuando se examina la rebuscada índole y la indigente fuerza de
convicción de los argumentos a los que no se ha evitado descender para forzar lo
insostenible: unos retorcidos recursos abogadiles de nivel insignificante, como
los que pretenden hacerle decir a normas del código procedimental cosas que de
ningún modo afirman, y que otros voto de la sentencia, también errado pero
hermenéuticamente más pudoroso, se ocupa de rectificar.
En mejores tiempos que los presentes, la jurisprudencia de la Corte Suprema supo
oponer con energía la decidida busca de la verdad jurídica objetiva a la
complacencia en los ritualismos formales "sustitutivos de la sustancia que
define la justicia"(4-9-73). La mayoría del tribunal para amparar la resistencia
de la prueba genética ha construido una suerte de apoteosis del ritualismo
formal y de los bizantinismos curialescos, Haberle concedido a la intimidad de
la renuente un poder exorbitante y disfuncionales a la significación jurídica y
social de la filiación y de la identidad, con un claro desborde de los tres
límites del art. 19, es cosa que excede por completo lo opinable o dudoso y
constituye una interpretación que debe ser abandonada cuanto antes.
Salvador María Lozada es Presidente de la Asociación Internacional de Derecho
Constitucional. Miembro del Consejo Académico del Colegio Público de Abogados de
la Capital Federal.
Notas:
1) Emmanuel Mounier, Le Personalisme, Presses Universitaires de France,
Quatorziéme édition, pag. 32.
2) E. Mounier, ob.cit., pag. 33.
3) V. Salvador María Lozada, Los Derechos Humanos y la Impunidad en la Argentina
(1974-1999), Grupo Editor Latinoamericano, pag. 205