Las actividades científicas y tecnológicas pueden proporcionar satisfacción y
prestigio a sus practicantes e importantes ingresos a sus contratantes. Pueden
centrarse en develar apasionantes incógnitas, como la naturaleza de la materia
oscura interestelar o en agrandar las fronteras del consumo con rutilantes
artefactos que aumentan el placer y el estatus de sus poseedores.
La búsqueda de la belleza y la verdad (placer intelectual) y del placer físico
parecen ser las principales impulsoras de estas actividades, especialmente en
los países que están en la vanguardia de los saberes científicos y los
desarrollos tecnológicos. ¿Es en esta frontera de lo desconocido donde podemos y
debemos encontrar las finalidades justificatorias de las cuantiosas inversiones
que la Argentina hace hoy en estos campos?
La duda no es si en el país se puede o no hacer buena ciencia, según los
estándares internacionales, o tecnología innovadora y de avanzada. Está probado
que sí por nuestros tres premios Nobel en ciencias biológicas y por empresas
tecnológicas como Invap, Tenaris y Vassalli (véase mi artículo sobre la
industria de maquinaria agrícola, publicada en este diario el 19 de agosto
pasado). No hay dudas, tampoco, de que las ciencias y las tecnologías pueden
tener resultados valiosos.
La pregunta crucial a contestar no es ciencias y tecnologías ¿para qué? sino
ciencias y tecnologías ¿para quién? La incógnita, que debería ser un desafío, es
si podemos hacer ciencia y tecnología que ayude a nuestras mayorías, los pobres
y postergados de todos los rincones del país, a comprender mejor su mundo
natural y social y a transformarlo más eficazmente en beneficio de todos a la
vez que usando de modo sustentable los recursos y preservando las formas de vida
naturales.
La teoría conspirativa de la historia afirma que no podemos dar una orientación
moral a estas actividades -como a muchas otras- porque los poderosos de aquí y
de afuera no nos dejan otra opción. Tal vez tengan razón, pero es demasiado
peligroso pensar que si esto realmente sucede (personalmente no lo creo) no es
por culpa nuestra sino porque "ellos" son ocasionalmente más fuertes. Al igual
que en el fútbol, no ayuda pensar que somos "por ley natural" los mejores del
mundo, que los brasileños podrán tener ocasionalmente un Pelé o un Ronaldo, pero
que nosotros siempre tendremos un Maradona y un Messi (aunque no siempre, otra
vez por azar, en el lugar correcto). Cuando Marx afirmó que "la religión es el
opio de los pueblos" no cuestionaba las prescripciones morales inherentes a
todas ellas. Lo que condenaba era el conformismo, la inacción a que lleva
postergar para el más allá la búsqueda de la justicia y el bienestar, por los
que debemos actuar y luchar aquí y ahora. Como en la película "The wall" y en
demasiados callejones de todas las villas miseria del país, cuando la realidad
nos abruma postergamos nuestras legítimas aspiraciones viviendo "comfortably
numb", confortablemente drogados y ajenos a la realidad por los medios que sea.
O, si nuestro instinto de supervivencia prima sobre nuestro respeto al prójimo,
robamos y matamos para salvarnos a cualquier precio.
La Argentina tiene enormes recursos naturales mal aprovechados, como el
potencial algodonero del gran Chaco o los minerales extraídos del modo más
contaminante posible por la minería a cielo abierto y subrepticiamente extraídos
del país en no controlados embarques a granel. Tiene más de 50.000 científicos y
tecnólogos trabajando en costosas instalaciones, la mayoría de los cuales genera
conocimientos y lucro sólo para el exterior o para unos pocos empresarios
argentinos -aunque con algunas excepciones gloriosas por lo escasas, como la
Fundación Favaloro. Nuestros brillantes biólogos estudian las fascinantes
bacterias que viven a miles de metros de profundidad en las sulfurosas fuentes
termales de la dorsal mesoatlántica, mientras la vulgar pero insuficientemente
estudiada vinchuca sigue transmitiendo el todavía incurable mal de Chagas Mazza
a millones de argentinos. Nuestros tecnólogos desarrollan sofisticados
materiales e ingeniosos dispositivos, mientras los campesinos de vastas regiones
del país no pueden sacar el agua que tienen a pocos metros de profundidad en el
subsuelo por falta de molinos de viento o generadores eléctricos o bombas
solares Stirling baratos y fáciles de reparar.
El país -todos nosotros, a través de impuestos (incluso a la comida),
retenciones y aranceles de todo tipo- invierte en el 2009 casi 4.400 millones de
pesos en ciencias y tecnologías, ¿con qué beneficios y para quién? La
desconcertante y ojalá que indignante respuesta es que, aunque fácilmente lo
podemos presumir, no lo sabemos con certeza por qué no se hacen las evaluaciones
y rectificaciones indispensables para la buena orientación de las tareas.
El mero rebalse de actividades científicas desorientadas no genera tecnologías
socialmente valiosas, sólo multiplica información irrelevante y de difícil o
imposible acceso. La multiplicación de la producción con ayuda de los
científicos y tecnólogos, como hoy promueve activamente la ley de Vinculación
Tecnológica, aunque bien orientada hacia pymes (las mayores proveedoras de
fuentes de trabajo) no es suficiente si es indiscriminada. El derrame de la
riqueza concentrada de un escaso y decreciente número de ricos no resuelve los
problemas vitales de los más pobres, sólo genera cartoneros.
No es que falten temas de investigación sobre problemas nacionales todavía no
bien conocidos o resueltos, como la enfermedad de Chagas-Mazza. Para confirmarlo
basta ver algunos de los excelentes programas del Canal Encuentro
(lamentablemente excluido del futuro ente estatal de radio y televisión), hojear
los más de 500 estudios científicos de la revista Ciencia Hoy y las más de 700
páginas del trabajo "Debilidades y desafíos tecnológicos del sector productivo"
(http://www.uia.org.ar/fla/debilidades2008/index.html). Tampoco es que no se
conozcan soluciones tecnológicas, muchas veces muy antiguas y simples, para la
adecuada satisfacción de las necesidades vitales de los más pobres: alimento,
vestimenta, vivienda, salud. Ni siquiera es válida la histórica excusa de que
escasean los fondos, ya que hoy muchos quedan sin usar por falta de suficientes
proyectos bien encarados y con actores idóneos. Lo que falta son obras estatales
de infraestructura tecnológica como caminos, electricidad, riego artificial,
medios de transporte baratos y rápidos, reciclado de metales, inactivación
centralizada de materiales peligrosos como las pilas... Lo que falta es una
educación no sólo comprometida con la mejor comprensión del mundo, sino capaz de
brindar destrezas de resolución no clientelista de los problemas humanos (que el
gobierno haga lo que debe, pero yo debo hacer también mi parte); una educación
que brinde medios y metas constructivas a los desorientados adolescentes que no
saben cómo insertarse constructivamente en una sociedad que las raras veces que
les da capacitación no les da un trabajo en donde les valga. Lo que falta son
tecnologías que den trabajo en los lugares donde más se necesitan, en los
rincones rurales de todo el interior del país de modo de revertir la migración
hacia los aceleradamente crecientes bolsones de indigencia y marginalidad de los
cinturones urbanos. Lo que falta son científicos y tecnólogos con compromiso
social y con amor a la justicia, a los sucios, a los andrajosos y a los
enfermos, capaces de arremangarse e ir a trabajar adonde más se los necesita, no
adónde se gana más.
Sin embargo -como reiteradamente ha mostrado la historia- ninguna elite, por
bienintencionada e ilustrada que sea, puede por sí sola construir una sociedad
democrática que satisfaga con justicia las necesidades esenciales de todos. Esto
sólo podrá lograrse mediante enérgicas demandas de mayorías que comprendan que
los métodos clientelistas nunca satisfarán bien sus necesidades; que se
necesitan la racionalidad y la eficacia que sólo pueden dar bien ciencias y
tecnologías con orientación popular. Es decir, se requiere la racionalidad que
sólo pueden generar una buena educación y políticos honestos con visión de
futuro. Es un círculo vicioso ya que los políticos prosperan con la
generalización de la ignorancia y de la indiferencia; el desafío del
Bicentenario es actuar para transformarlo en un círculo virtuoso.
Carlos Solivérez es Doctor en Física y diplomado en Ciencias Sociales.