Nuestro Planeta
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Léelo y pásalo
Enric Tello
Rebelión
Casi todo lo que usted desea saber sobre los efectos de la energía nuclear en la
salud y el medio ambiente. El Viejo Topo, Barcelona, 2008.
Cualquier persona razonable que intente formarse una opinión propia sobre el
anunciado retorno de la energía nuclear tiene motivos sobrados para sentirse
perpleja. Con una insistencia sospechosamente sincronizada se nos bombardea, un
día sí y otro también, con declaraciones de gente que manda mucho defendiendo
las bendiciones económicas –¡y hasta ecológicas!— de las centrales nucleares, o
dando simplemente por hecho su inevitable incremento futuro. Tan estrepitoso
ejército de convencidos pronucleares no parece que acabe de descender nunca, sin
embargo, del reino de la retórica mediática a la dura y concreta realidad. ¿De
qué estamos hablando? ¿Comienza de verdad un nuevo ciclo de construcción de
centrales nucleares, o se trata sólo de la acción combinada de una serie de
influyentes grupos "creadores de opinión" que proclaman a los cuatro vientos su
caprichosa carta a los reyes magos?
Veamos, para hacernos una idea, qué nos decía la prensa tras la última epifanía.
¿Les habían traído los reyes magos su tan anhelado relanzamiento nuclear? El
editorial de El País del pasado 8 de enero del 2007 afirmaba conocer por
anticipado el contenido de una declaración que la Comisión Europea iba a
presentar la "próxima semana" para "romper con un tabú en Europa en las últimas
décadas (con la excepción de Francia y Finlandia) y plantear la necesidad de
relanzar el sector nuclear como fuente de energía." El editorial admitía, a
continuación, que "hoy la energía nuclear representa el 6% de la energía
primaria en el mundo [aunque otras fuentes le atribuyen el 2% de la energía útil
final contando todas las fuentes] y el 10% en Europa, y no puede solucionar el
problema del transporte que dependerá todavía durante mucho tiempo de
combustibles líquidos como los derivados del petróleo." Ante tan magro
escenario, ¿qué permitía a aquellos editorialistas tan bien dotados de artes
adivinatorias vaticinar un seguro retorno de la industria nuclear? He aquí su
respuesta: "Pero en la producción de electricidad representa casi un 30% en
Europa. La energía nuclear no genera gases de efecto invernadero. Sus problemas
son otros que están en la raíz de su rechazo social: la seguridad, los residuos
y la posible desviación de técnicas y materiales hacia fines militares. A pesar
de todo es y será una opción que no se puede ya descartar."
¿Y por qué "no se puede ya descartar", nos preguntamos sorprendidos? El
argumento que seguía a continuación es muy ilustrativo del modo de operar de
quien se sabe de antemano incapaz de generar convicción, y busca por ello
suscitar resignación: "Los reactores del futuro (uno de diseño avanzado se está
construyendo en Finlandia) mejorarán considerablemente su seguridad intrínseca y
también el tratamiento de los residuos. Está prevista la construcción de unas
200 plantas nucleares en dos décadas, la inmensa mayoría fuera de Europa." En
fin, parecen decirnos, «más vale hacerse a la idea que tragarlas, habrá que
tragarlas. Sólo cabe esperar que aquellos "diseños avanzados" de los "reactores
del futuro" hagan la píldora algo menos amarga».
¿Pero se trata de verdad de una píldora amarga prescrita sin remedio para curar
nuestros desarreglos energéticos con el cambio climático? ¿O es otra rueda de
molino de lobby nuclear? Con esa duda resonando aún por sus lóbulos cerebrales
el atento lector o la atenta lectora de aquella edición de El País llegaba, por
fin, a las páginas de la sección de "sociedad". Y he aquí que se daba de bruces
con una pequeña y esquinada columna titulada: "Ocho centrales nucleares europeas
cerraron en 2006." El breve texto que lo acompañaba atribuía a Greenpeace el
origen de la noticia (aunque Greenpeace se limitaba a divulgar informaciones
publicadas por analistas y expertos de la industria nuclear mundial, que a
primeros de enero del 2007 contaban ya siete reactores cerrados en el último
año, cuatro en Inglaterra, dos en Bulgaria y una en Eslovaquia), y añadía: "En
cambio solo tres –todas en Asia— entraron en funcionamiento. […] El balance a
final de año […] es que en la UE quedan 145 reactores nucleares. En todo el
mundo ese número se eleva a 442, de los que 6 están en situación de parada. Para
Greenpeace, los datos muestran el «declive en la que lleva instalada varias
décadas [la energía nuclear] a causa de su fracaso económico y tecnológico,
reduciéndose de nuevo este año el número de reactores en operación»."
Por si al lector o lectora del periódico se le ocurría malinterpretar esa
noticia, relacionándola malévolamente con el editorial, el redactor añadía de su
cosecha la siguiente apostilla (que ocupaba una cuarta parte de la arrinconada
columna): "Para los defensores de esta energía, sin embargo, los años venideros
verán una reactivación de la construcción de centrales. Los datos sobre el
calentamiento global y el papel de las emisiones de las centrales térmicas harán
que la opinión pública considere su rechazo a la energía atómica, afirman."
«Sonó de nuevo el oráculo», pensará el lector o la lectora atento de ese
periódico tan dado a publicar noticias del futuro. Si después de cerrarlo
reflexionamos un poco nos daremos cuenta que mientras Greenpeace nos dijo lo
ocurrido en el año 2006, los editorialistas pronucleares de El País tan sólo
anunciaban por anticipado lo que creían que ocurriría. («Curiosa inversión de
papeles», se dirá nuestra lectora o nuestro lector, «cuando siempre nos
presentaron a los ecologistas cual profetas predicando en el desierto»).
Hay un montón de buenas razones por las que "se puede ya descartar" que la
energía nuclear pueda y deba ser una solución relevante al enorme desafío del
cambio climático y el agotamiento de los combustibles fósiles. La más simple y
directa es ésta: no hay uranio suficiente. La producción mundial de combustible
nuclear ha descendido desde los años ochenta, y el suministro de unos cuatro
centenares y medio de centrales operativas ya estaría padeciendo aprietos de no
haber podido contar con el desguace de cabezas nucleares de los viejos arsenales
de la guerra fría. El precio de la "tarta amarilla" de óxido de uranio se
multiplicó por tres tan sólo entre 1994 y 1996 (un incremento relativo
comparable a la crisis del petróleo de 1973, aunque su impacto real es todavía
menor por el peso reducido del combustible en la estructura de costes de las
centrales nucleares, dominada por la amortización del capital fijo privado
invertido en su construcción y por el gasto público que exigirá su
desmantelamiento).
Existen, ciertamente, inmensas cantidades de uranio y torio natural mezcladas a
muy pequeñas dosis con arenas y granitos, pero concentrarlas a partir de unas
leyes del 0,01-0,02% requeriría tanta o más energía que la que podría
suministrar ese mismo uranio una vez concentrado. Las reservas de uranio
disponible en la Tierra a concentraciones que proporcionen un balance energético
positivo son más escasas que las de petróleo y gas natural. Una reciente
estimación cifra en 45 años la capacidad de las reservas explotables conocidas
para suministrar combustible a un parque nuclear como el actual. Si se
pretendiera generar con nucleares toda la electricidad ahora consumida en la
Tierra esas reservas se agotarían en tan sólo seis años. Si se pretendiera
sustituir todo el petróleo ahora empleado para mover el transporte mundial con
hidrógeno obtenido a partir de electricidad nuclear, dichas reservas durarían
sólo tres años (véase David Fleming, "Why nuclear power cannot be a major energy
source", The Foundation for the Economics of Sustainability, abril del 2006,
www.feasta.org).
Los asesores de El País lo saben, claro está. Por eso añadían en su futurista
editorial la siguiente cautela, que vale la pena leer con sumo cuidado: "Las
existencias de combustible nuclear suponen también una limitación importante,
pero sólo en el contexto de la tecnología actual, que utiliza el 0,7% del uranio
natural, mientras que las tecnologías de reactores rápidos pueden usar todo el
uranio, e incluso la mayor parte de los residuos de alta duración, como
combustible." Adviértase de qué modo salta ese texto de las tecnologías
nucleares hoy operativas y disponibles comercialmente, a unos futuribles
tecnológicos cuya factibilidad y rentabilidad está por demostrar. En cambio,
todos los aprovechamientos solares directos e indirectos con los que se cuenta
para iniciar una transición energética hacia las energías renovables ya han
demostrado sobradamente que funcionan (aunque algunas, como la fotovoltaica
conectada a la red deban pasar aún la prueba final de su rentabilidad económica
frente a un marco institucional tan sesgado como el actual, plagado de ingentes
subvenciones directas e indirectas a las fuentes fósiles o nucleares que se
añaden al impago de sus impactos ecológicos externos). «Otra vez tenemos los
papeles invertidos», pensará nuestro lector o nuestra lectora, «entre unos
pragmáticos impulsores de las energías renovables y unos visionarios defensores
de la energía nuclear contra viento y marea».
El misterioso 0,7% citado por el editorial de El País se refiere a la proporción
del isótopo fisible uranio-235 que contienen habitualmente las vetas de uranio
natural de elevada concentración actualmente explotadas. El viejo sueño de los
reactores "rápidos" o "reproductores" consiste en recuperar una parte del otro
uranio-238 no fisible presente en las barras de combustible nuclear, una vez que
el bombardeo con neutrones en el interior de un reactor lo haya convertido en
plutonio-239 apto para generar una reacción nuclear en cadena. Pero hasta la
fecha aquella posibilidad teórica ha resultado un completo fiasco. Recuperar
plutonio-239 de la corrosiva y peligrosísima mezcla del combustible nuclear
irradiado, que también contiene plutonio-241, americio, curio, rodio, tecnecio y
un montón de cosas más, se ha revelado técnicamente muy difícil, políticamente
muy sospechoso por los obvios vínculos con el armamento o el terrorismo nuclear,
y económicamente impagable. Tras décadas de propaganda prometiendo la máquina
nuclear perfecta, sólo se han construido tres reactores "reproductores" (Beloyarsk-3
en Rusia, Monju en Japón y Phénix en Francia) dos de los cuales están cerrados
(el francés y el japonés) y el tercero jamás ha "reproducido" nada y funciona
como un reactor nuclear convencional. Ninguna de las nuevas centrales en
construcción, tan cacareadas, dispone de reactores "reproductores".
Llegamos entonces al núcleo de la cuestión: ¿quién es aquí el realista, o quién
el utopista? Hace algunos años el filósofo Manuel Sacristán acuñó una paradójica
expresión para referirse a esa chirriante combinación. Lo llamó "realismo
fantasmagórico". Y añadía: "el viejo dicho de que Dios ciega a los que quiere
perder debería modificarse: Dios ciega a los que quieren perdernos." Me parece
que esa caracterización viene como anillo al dedo para aquella forma
tecnocrática de pensar que proclama el retorno de una energía nuclear en
declive, incluso contra toda la evidencia empírica que desacredita su
factibilidad. Sacristán acuñó la noción de "realismo fantasmagórico" para la
otra cara de la moneda nuclear –la carrera de armamentos atómicos—, y terminaba
su breve nota con el siguiente comentario: "El darse cuenta de que lo que fue
[…] realismo político, junto con su práctica, es hoy aceptación de una pesadilla
que tiene por argumento la perspectiva de una catástrofe sin precedente
proporcionado, ayuda a comprender las grandes dificultades con las que ha de
trabajar inevitablemente la izquierda social para reconstruir su visión de la
sociedad y aventurar un camino de cambio." Hoy me parece eso tan válido como lo
era en 1982 cuando lo escribió Sacristán, y nos lleva a formular otra pregunta:
¿por qué se aferran tantos tecnócratas, y tantos políticos "fantasmagóricamente
realistas", a una energía nuclear en retroceso como si de ese taumatúrgico clavo
ardiente dependiera su salvación?
Responder esa pregunta exige un debate a fondo entre la gran constelación de
movimientos y personas que luchamos por hacer posible otro mundo, empezando por
cambiar de base su mismo fundamento energético. Mis sospechas se dirigen hacia
la incapacidad simbólica y política de los actuales mandamases del mundo para ni
tan siquiera imaginar los cambios sociales que inevitablemente deberán acompañar
a un uso equitativo y eficiente de las fuentes renovables de energía
disponibles. Esa gente no es capaz de entender que tal cosa sea posible,
simplemente; o si lo fueran, considerarían tales cambios sociales y políticos
profundamente indeseables para ellos. Por eso entierran su tecnocrática cabeza
en las arenas nucleares del realismo fantasmagórico, cual avestruces
aterrorizadas (sin reparar en el silicio que también contienen, y con el que se
puede fabricar una cantidad nada despreciable de obleas fotovoltaicas). La
transición energética que se avecina está preñada de dilemas sociales y
disyuntivas políticas de gran calado.
Sea como fuere, no debemos echar en saco roto los oráculos que vaticinan el
retorno de la energía nuclear. Porque una cosa es que sus oficiantes incurran en
un realismo cada vez más fantasmagórico, y otra muy distinta que los mandamases
del mundo no sean muy capaces de hacer realidad a corto plazo sus pesadillas
nucleares. Tiene mucha razón José Luis Sampedro cuando nos recuerda que vivimos
unos tiempos de "tecno-barbarie", porque dominan el mundo un puñado de bárbaros
armados de medios técnicos sofisticadísimos. José Vidal-Beneyto recordaba no
hace mucho en las mismas páginas de El País el caso del politólogo Samuel
Huntington, miembro entre otras de la Comisión Trilateral, la Rand Corporation,
la Hoover Institution, el Institute for American Values o, más recientemente, el
Project for the New American Century. Es verdad: cada vez que el señor
Huntington se ha sacado de la manga académica una de sus nuevas "teorías" –desde
el "exceso de democracia" en 1975, hasta el "conflicto de civilizaciones" de
1993— algo muy malo ha ocurrido después. No porque el señor Huntington posea
auténticas dotes adivinatorias, claro está, sino porque dedicarse a poner por
escrito el diagnóstico y las intenciones de los mandamases del mundo tiene una
elevada probabilidad de convertirse en profecía autocumplida. Una de las
pesadillas que planean sobre nuestro futuro en el siglo XXI, y amenazan con
hacerse realidad, es el surgimiento de nuevos "fascismos energéticos" que pugnen
por acaparar los recursos fósiles y nucleares menguantes, tal como alerta Michel
Klare desde los Estados Unidos.
Más vale, por tanto, reaccionar a tiempo cuando vemos a esa clase de gente pedir
a los reyes magos un relanzamiento de la construcción de centrales nucleares.
Hay que armarse de razones para vivir sin nucleares, y alentar el resurgimiento
del movimiento antinuclear en todo el mundo. Sólo así podremos detener el
coletazo postrero de una industria nuclear agonizante, y dar una oportunidad a
las energías renovables antes que sea demasiado tarde. Sólo así serán posibles,
como dice Barry Commoner, una sociedad y una economía capaces de hacer las paces
con la naturaleza. Para esa tarea la larga conversación de Salvador López Arnal
con Eduard Rodríguez Farré que tienes en tus manos, querida lectora o querido
lector, constituye una magnífica herramienta.
Eduard Rodríguez Farré es, a la vez, un veterano luchador antinuclear y un
científico de primera línea. Médico especializado en toxicología y farmacología
en Barcelona, radiobiología en París, y neurobiología en Estocolmo, ha dirigido
durante mucho años el Departamento de Farmacología y Toxicología del Consejo
Superior de Investigaciones Científicas en Barcelona. Como experto en
toxicología ha asesorado al gobierno español y la Organización Mundial de la
Salud en el Síndrome del Aceite Tóxico, al gobierno cubano en la epidemia de
neuropatía óptica, y a la Unión Europea sobre la investigación en programas de
salud pública y sobre la Encefalopatía Espongiforme Bovina. Ha sido miembro del
comité científico de la Asociación Internacional de Toxicología, presidente del
Comité Asesor sobre Toxicología de la European Science Foundation, y presidente
del grupo de trabajo de la Comisión Europea sobre problemas de salud
relacionados con el medio ambiente y las formas de vida. Dentro del CSIC es
ahora subdirector del Instituto de Investigaciones Biomédicas August Pi i Sunyer
de Barcelona, donde investiga desde el punto de vista de los riesgos ambientales
sobre la salud los efectos neurotóxicos de sustancias xenobióticas como
pesticidas y dioxinas, metales pesados o radiaciones ionizantes. También estudia
nuevos tratamientos farmacológicos para las enfermedades del sistema nervioso,
el desarrollo de pruebas in vitro para sustituir la experimentación animal, y
otros aspectos de la biotecnología y las ciencias de la vida.
El «currículum oculto» de Eduard Rodríguez Farré como ciudadano comprometido con
la lucha antinuclear y ecologista también es muy largo y extenso. Le conocí en
1977 cuando ya era una de las personas más relevantes entre las que habían
fundado el Comitè Antinuclear de Catalunya. Desde entonces le he considerado uno
de mis maestros, esas personas de las que además de informaciones muy útiles
también aprendes cosas importantes acerca de cómo vivir. Coincidí de nuevo con
él cuando se incorporó en 1980 a la revista roji-verde-violeta Mientras Tanto
fundada por Manuel Sacristán (y un puñado de amigos y amigas entre los que
Francisco Fernández Buey, Víctor Ríos y Antoni Farràs eran también miembros del
CANC). He seguido aprendiendo de él durante mucho años, hasta encontrarle de
nuevo como socio fundador de la asociación Científicos por el Medio Ambiente (CiMA).
El lector o la lectora habrán intuido rápidamente las afinidades cruzadas que
nos unen también, a Eduard Rodríguez Farré y a mi, con Salvador López Arnal,
quien en esta larga y provechosa conversación actúa de entrevistador, conductor
y editor. Como filósofo, docente e incansable organizador cultural Salvador
López Arnal se ha convertido en uno de los principales estudiosos de la obra de
Manuel Sacristán. Prosiguiendo uno de los asuntos que más caracterizaron la obra
de este silenciado marxista ecológico español, es también un apasionado defensor
del valor de la ciencia para la transformación del mundo, y un impulsor de la
ciencia autocrítica y comprometida a través de iniciativas como CiMA. Este libro
es una magnífica prueba de todo ello. Para presentarlo como merece, y como
prueba de su oportunidad y utilidad, basta terminar con un consejo muy propio de
nuestro tiempo: léelo y pásalo.