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Energía nuclear
La democracia y el desastre
José da Cruz
Ecoportal.net
Todo sistema centralizado es piramidal y disminuye las posibilidades de control
democrático. El caso extremo es la organización militar, que para cumplir con su
objetivo tiene que ser jerárquica e intrínsecamente exenta de deliberación.
Un flujo de información abierto, con posibilidades de comprensión generalizada y
de acceso fácil para quienquiera, es garantía de posibilidades de
democratización.
Todos podemos oir en la radio cómo se pronostica la temperatura máxima del día o
si se esperan lluvias. Si bien no todos comprendemos la importancia de los
hectopascales o los milímetros por metro cuadrado, por lo menos adquirimos una
base de conocimientos para decidir si llevar o no abrigo o paraguas.
En otras palabras: la información abierta nos permite tomar una decisión
política. Si queremos saber más, por ejemplo qué diferencia de clima nos indican
las mediciones barimétricas o de velocidad del viento, podemos consultar un
libro o el mar revuelto de Internet y orientarnos bastante bien en el asunto.
No todos tenemos un barómetro y un anemómetro a mano, pero notamos si el tiempo
"está pesado" o si "sopla de lo lindo" y es suficiente para la actividad
cotidiana. Son conocimientos científicos, pero conocimientos científicos
abiertos a todo el mundo y aplicados de manera comprensible y general.
Pensemos ahora en una situación de riesgo, donde un desastre puede dejar patas
arriba lo cotidiano. Una condición de ese inquietante escenario es la existencia
de una amenaza, por ejemplo de inundación, de tormenta tropical, de terremoto.
Como esos fenómenos son recurrentes, el habitante común sabe que si vive en
determinada zona está en riesgo, que eso aconteció en ese lugar y puede volver a
acontecer.
De ese modo la sociedad puede tomar medidas preventivas y los ciudadanos ven y
comprueban las circunstancias riesgosas. En el peor de los casos, los habitantes
ven y comprueban las consecuencias del desastre y saben naturalmente qué hacer
para ponerse a salvo, asistir a las víctimas o reconstruir las circunstancias
cotidianas. Así es en las inundaciones, los terremotos, las tormentas...
Sin embargo, los factores de riesgo en un asentamiento de población no son
solamente elementos naturales: hay también factores de riesgo tecnológico.
Supongamos un escape de gases tóxicos de una gran industria química, como
ocurrió en la ciudad india de Bophal hace 24 años. La ciudad se llenó de gases
de cianuro, murieron entre ocho y diez mil personas de forma inmediata y 20 000
más posteriormente, quedaron 540 000 personas con la salud dañada y aún hoy 150
000 acarrean serias secuelas de la intoxicación. El escape ocurrió en medio de
la noche y cuando la gente se desplazó por centenares a los hospitales para
pedir ayuda nadie sabía las causas, nadie entendía nada, los médicos no tenían
la menor idea de qué hacer.
¿Cómo pudo suceder? Era un riesgo latente en la ciudad, pero no existía en el
dominio público. Las instalaciones industriales no son de acceso general, y los
procesos, por razones comerciales, suelen ser secretos. Cuando la gente sintió
el fuerte olor abrasivo de los gases ya los estaban absorbiendo, ya estaban
muriéndose por intoxicación. Nunca habían sido informados acerca de qué gases
podían afectarlos, ni el servicio de salud conocía cómo combatir los posibles
efectos.
Solo un sistema industrial puede controlar a otro sistema industrial, solo una
estructura de control similar a la estructura causante de riesgos puede
controlarla. Los riesgos de una industria química, para seguir con el mismo
ejemplo, solo pueden ser monitoreados por instrumentos desarrollados en el mismo
ámbito de conocimiento, y además esos instrumentos deben ser manejados por
expertos.
Cuanto más complejo es un producto industrial, las circunstancias de su
producción están más alejadas de la comprensión general, democrática. La gente
común puede notar cuándo se viene una tormenta o ve cómo crece el río; no puede
saber cómo es el escape de dioxinas y furanos de la chimenea de determinada
industria, ni qué lleva, en realidad, el agua negra que la curtiembre desagota
en la cañada de la vecindad. Conocer el verdadero riesgo ambiental exige la
intermediación de aparatos, manipulados y leídos por expertos.
El caso extremo de una manipulación incomprensible para la gente, aislada por
completo del público, de peligrosidad potencial tan extrema como ninguna otra
institución humana, es la manipulación nuclear. Nada hay comparable a esa fuerza
que, creada por la ciencia y aplicada según determinados métodos científicos,
podría poner fin a la vida en el planeta, en todo el planeta.
Hablamos de centrales nucleares para calentar agua hasta temperaturas de vapor y
con ese vapor mover turbinas para generar electricidad. Eso es una parte. La
otra parte es que esas centrales potencialmente podrían utilizarse para producir
materiales aptos para fines militares. ¿Qué significa? Que sean públicas o
privadas, las centrales nucleares de por sí, intrínsecamente, tienen que ser
instalaciones con reglas militares o bajo control militar. Se acabó la
democracia.
En una central eléctrica donde el agua se hiciera hervir con leña o gasoil por
lógica habrá prevenciones a cargo de técnicos y bomberos, pero en principio la
planta podría estar abierta para todo el mundo y los posibles accidentes y sus
consecuencias serían comprensibles para la generalidad. En una central nuclear,
la radiación no huele, no se ve, no tiene gusto, pero mata a corto o a largo
plazo. El problema es que nadie verá un hongo nuclear sobre una central: se
trata de otra cosa.
No sabemos a cuánta radiación nuclear natural estamos expuestos. En algunas
zonas supera los límites aceptables, por ejemplo donde el granito del suelo deja
escapar mucho gas radón, y entonces se nota un exceso estadístico de casos de
cáncer. Son medidas indirectas a cargo de expertos, y nunca las podremos
comprobar sin aparatos y conocimientos muy especializados.
Si vivimos cerca de una central nuclear, al riesgo natural se suma el
tecnológico y en el tecnológico va implícito el riesgo del llamado factor
humano. Mientras no dejemos de ser humanos, ese factor estará presente.
Cuanto más piramidal, jerárquica y antidemocrática sea una estructura, más
difícil es saber desde afuera lo que pasa en su dominio. La información hacia el
exterior depende de la voluntad y la honestidad de manejo de la información
existente en esa misma estructura. Es decir, si en una industria de alta
tecnología sucede algo que afecte al medio circundante, quienes habiten en este
medio dependerán por completo de la información generada en la misma industria
para enfrentar las consecuencias. El vecino no puede ir a las instalaciones y
constatar con sus sentidos porqué no funcionan o qué materiales se vertieron por
error al aire o al agua. Y no olvidemos el secreto industrial, las leyes de la
competencia, el objetivo de lucro... Pero hay casos aún más complejos.
Si a la alta complejidad tecnológica se suman las consideraciones comerciales y
a eso el secreto militar, la distancia entre el ciudadano común y esa
instalación tecnológica será abismal. Es el caso de la industria nuclear. Los
responsables lo son a su vez de la información. Incluso las autoridades
gubernamentales e internacionales de control, pues la nuclear es la industria
más controlada del mundo, deben confiar en los informes emanados de la misma
central. Intervienen cuando algo anda mal y no en otro momento: no tienen
derecho, no tienen información, no tienen posibilidad. Las medidas adoptadas
suelen ser inspecciones, sanciones políticas y recomendaciones tecnológicas. No
llegan mucho más allá y tampoco podría ser de otro modo.
Solamente un instrumento para controlar radiaciones puede constatar que una
central tiene pérdidas de radioactividad, y difícilmente el conjunto de la
sociedad ande con contadores Geiger en el bolsillo todo el día, todos los días.
Un caso típico de las dificultades de detección ocurrió cuando el accidente de
Chernobil. Por una falla de manipulación, el reactor se incendió y comenzó a
emitir sustancias radioactivas, que el viento repartió por toda Europa. Claro
que nadie notaba lo que sucedía... A algo así como mil kilómetros de distancia
de Chernobil queda la central nuclear de Forsmark, al norte de Estocolmo,
Suecia. Cuando llegó el cambio de turno, los controles de radioactividad
empezaron a enloquecerse: marcaban la presencia de más radioactividad en la ropa
de quienes ingresaban a la planta, en comparación a la ropa de quienes
abandonaban su lugar de trabajo. No podía ser. Algo andaba mal o estaban frente
a un escape inadvertido, que había contaminado los alrededores. Hubo muchas
horas de confusión e incertidumbre, de consultas con autoridades nacionales e
internacionales, hasta que el Estado soviético reconoció que había ocurrido un
escape nuclear en Chernobil, Ucrania. Hizo falta el equipo de detección de una
central nuclear para descubrir un accidente en otra, así fuera a mil kilómetros
de distancia.
No importa si la energía nuclear se defiende como segura, barata, confiable o lo
que sea que esté de moda argumentar. Una apuesta a lo nuclear es una apuesta al
autoritarismo, al control militar y al menoscabo de la democracia. Cien pequeñas
centrales eléctricas en cien pueblos, ya sea que funcionen a leña, carbón,
bagazo de caña, fuel oil o lo que fuere, serán siempre más democráticas que una
gran hidroeléctrica o central nuclear unida a esos cien pueblos por líneas de
alta tensión y estaciones transformadoras. Cada central local genera tecnología
local; la Gran Red implica el control central y la estructura verticalista.
Incluso si los efectos ambientales de determinados combustibles para esas
pequeñas centrales no fueran aceptables, siempre se pueden tomar medidas en lo
local, ágiles y rápidas si el poder decisorio está cercano a la planta. De otro
modo dependerá de un aparato burocrático lejanísimo y tremendo, lento e
indiferente, alejado por completo de la práctica sobre caliente.
Lo peor que podemos elegir desde el punto de vista de la democracia es una
central nuclear, necesariamente rodeada de estrictas medidas de aislamiento y
seguridad, necesariamente en estrecho contacto con intereses militares
estratégicos. Nunca podremos ver y palpar los efectos de un accidente y
dependeremos de la habilidad técnica de los expertos para saber algo de sus
efectos, y de la voluntad política de los propietarios para que la población sea
informada y que esa información sea veraz. Estamos en sus manos. Debemos confiar
en ellos, nos guste o no. No hay alternativa.
Claro, ese tipo de estructura contribuye a conservar el poder, sin duda alguna,
y tal vez el kilowatt resulte más barato, pero ¿quién empezó a poner precio a la
democracia?
* José da Cruz es geógrafo, novelista, y analista en CLAES D3E.
Publicado en el semanario Peripecias Nº 113 el 10 de septiembre de 2008