Medio Oriente - Asia - Africa
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Lo que se menciona en muy escasas ocasiones es el gran atraco
mundial a los recursos del Congo
Cómo avivamos la guerra más sangrienta de África
Johann Hari
Un grupo de gente tira piedras a los soldados de la ONU que se encargan del
mantenimiento de la paz y que patrullan en una carretera en Kibati, a unos 30 km
al Norte de Goma.
Un día regresaba a Goma en coche desde una mina de diamantes cuando se me pinchó
un neumático. Mientras esperaba que lo arreglaran, me quedé en pie al lado de la
carretera y contemplé las largas filas de mujeres que recorren los caminos al
este del Congo con todas sus posesiones a la espalda en bultos grandes y
pesados. Paré a una mujer de 27 años, llamada Marie-Jean Bisimwa, que llevaba
cuatro niños pequeños caminando a su lado. Me dijo que tenía suerte. Sí, habían
quemado su pueblo. Sí, había perdido a su marido en medio del caos. Sí, habían
violado a su hermana, que se había vuelto loca. Pero ella y sus hijos estaban
vivos.
La llevé en coche y sólo tras unas horas de charla por las carreteras llenas de
baches me di cuenta de que a los hijos de Marie-Jean les pasaba algo raro:
estaban acurrucados, con la mirada fija al frente, no miraban a su alrededor ni
hablaban ni sonreían. «Nunca he podido darles bien de comer», explicó. «A causa
de la guerra».
Sus cerebros no se habían desarrollado, ya nunca lo harían. «¿Se pondrán
mejor?», preguntó. La dejé en un pueblo a las afueras de Goma y sus hijos
bajaron tambaleándose tras ella, sin rastro de expresión.
Hay dos historias sobre el comienzo de esta guerra: la oficial y la verdadera.
La oficial cuenta que, tras el genocidio en Ruanda, los asesinos en masa de la
tribu hutu cruzaron huyendo la frontera y entraron en el Congo y el gobierno de
Ruanda los persiguió. Pero es mentira. ¿Cómo lo sabemos? El gobierno de Ruanda
no siguió a los genocidas hutus, al menos no al principio; fueron a los lugares
donde se encontraban los recursos naturales del país y comenzaron el saqueo.
Incluso dijeron a sus tropas que colaboraran con todo hutu que se encontrasen.
Congo es el país más rico del mundo en oro, diamantes, coltán, casiterita y
muchos otros, y todos querían una parte del pastel, así que otros seis países lo
invadieron.
Estos recursos no se robaron para su uso en África, sino para poder vendérnoslos
a nosotros. Cuanto más comprábamos, más robaban (y mataban) los invasores. El
auge de los teléfonos móviles causó un aumento espectacular en las muertes,
porque el coltán que contienen se halla principalmente en el Congo. La ONU
señaló a las empresas internacionales que creía implicadas. Anglo-America,
Standard Chartered Bank, De Beers y más de otras cien (todas niegan las
acusaciones). Pero, en lugar de poner freno a estas corporaciones, nuestros
gobiernos exigieron a la ONU que dejara de criticarlas.
En ocasiones la lucha decayó. En 2003, la ONU consiguió por fin la firma de un
acuerdo de paz y los ejércitos internacionales se retiraron. Muchos continuaron
su labor por medio de milicias afines, pero la carnicería se redujo en cierta
medida. Hasta ahora. Como con la primera guerra, hay una historia que ocupa las
portadas y una verdad. Un líder de una milicia congoleña, llamado Laurent Nkunda,
apoyado por Ruanda, afirma que necesita proteger a la población tutsi de los
mismos genocidas hutus que llevan ocultos en las selvas del este del Congo desde
1994. Ésta es la razón por la que está ocupando bases militares congoleñas y
está listo para avanzar sobre Goma.
Es mentira. François Grignon, director para África del International Crisis
Group, me cuenta la verdad: «Nkunda está recibiendo financiación de algunos
empresarios de Ruanda para poder conservar el control de las minas de North Kivu.
Éste es el núcleo absoluto del conflicto. Lo que estamos viendo ahora es a los
beneficiarios de la economía ilegal de la guerra luchando por mantener su
derecho a la explotación».
En este momento, los intereses comerciales de Ruanda obtienen una fortuna de las
minas de las que se apoderaron ilegalmente durante la guerra. El precio mundial
del coltán ha caído en picado, por lo que ahora se centran hambrientos sobre la
casiterita, que se utiliza para la elaboración de latas y otros productos
desechables. Cuando la guerra comenzó a decaer, cabía la posibilidad de que
perdieran su control en favor del gobierno congoleño elegido, por lo que le han
dado otro sangriento empujón.
Pero el debate sobre el Congo en Occidente, cuando se da, se centra en nuestra
incapacidad de colocar una venda decente, sin mencionar que estamos causando la
herida. Es verdad que los 17 000 soldados de la ONU en el país están fracasando
estrepitosamente en la protección de la población civil y necesitan grandes
refuerzos con urgencia, pero resulta incluso más importante dejar de impulsar la
guerra en primer lugar, con nuestra compra de recursos naturales manchados de
sangre. Nkunda sólo tiene armas y granadas para enfrentarse al ejército
congoleño y a la ONU porque le compramos su botín: debemos acusar a las empresas
que lo compran de inducción a crímenes contra la humanidad e introducir un
impuesto mundial sobre el coltán para poder mantener unas tropas de
mantenimiento de la paz más numerosas e importantes, para lo cual debemos
preparar un sistema internacional que valore las vidas de los africanos más de
lo que valora los beneficios.
En alguna parte, perdidos en el gran expolio de los recursos del Congo, se
encuentran Marie-Jean y sus hijos, cojeando una vez más por la carretera, con
todas sus posesiones a las espaldas. Probablemente nunca usen un teléfono móvil
lleno de coltán, una lata de judías forjada con casiterita ni un collar de oro,
pero puede que mueran por uno.
Para salvar las vidas de las víctimas de la violencia sexual en el Congo, puede
enviar sus donaciones aquí.
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Fuente: How we fuel Africa's bloodiest war
Artículo original publicado el 30 de octubre de 2008
Sobre la autora
Mar Rodríguez y Manuel Talens son miembros de Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala,
la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede
reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al
autor, a la traductora, al revisor y la fuente.