Latinoamérica
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Apocalipsis a cada rato
Hermann Bellinghausen
Hay gobiernos que juegan con el fin del mundo (de los otros) y alardean
alegremente con que pueden. Unos, por encargo directo de algún dios. Otros, en
obediencia a las supremas leyes del mercado
"También el futuro tiene sus ruinas"
(Rodolfo Walsh: Un kilo de oro)
Como si cualquier cosa, el fin del mundo está de moda. Lleva rato. Como si la
fase aguda del "mal del milenio" (desatado alrededor del año 2000) se hubiera
vuelto crónica y permanente, aún si existe una cierta ligereza en el pavor
reiterado por las redituables fantasías cinematográficas y su pálido reflejo en
las noticias diarias, que de suyo son graves y, para millares de personas,
terminales.
Sin embargo, de modo inédito en la historia de la conciencia humana, ya no sólo
la gente peligra. Hoy nos preocupan los pingüinos, los arroyos, las abejas, el
maíz, las partículas del aire. Más allá de si el fin del mundo está en boga, es
evidente que el mundo se acaba constantemente en los glaciares árticos, Darfur,
Osetia, Bagdad, el Amazonas, las playas de Baja California y en determinadas
neuronas de los jóvenes actuales que transfieren su memoria ("pesada" en gigas)
a volátiles recipientes externos.
Si elaboráramos una lista, de seguro nos sorprendería la cantidad de personas,
instituciones y empresas que hacen del fin del mundo un jugoso y paradójico
modus vivendi. El fin del mundo vende. ¿Y quienes son los ganadores? Bueno,
algunos señores. Basta traer a mientes el rostro del señor Dick Chenney, su
mirada astuta, la forma siniestra de su mandíbula inferior y cómo aprieta los
dientes, como sonriendo. Rey del miedo, es el agente exterminador de varios
mundos en nombre de la supremacía angloamericana y el petróleo; en todo caso, es
uno de los más identificables.
Con fines opuestos, también la buena fe, la premonición profiláctica y la
imaginación exorcizante recurren al fin del mundo como tema e instrumento. Del
resto se encargan los huracanes, las sequías, los deshielos, las limpiezas
étnicas, las pestes y las compañías mineras, petroleras, carreteras,
inmobiliarias, hoteleras, militares.
Hay gobiernos que juegan con el fin del mundo (de los otros) y alardean
alegremente con que pueden. Unos, por encargo directo de algún dios. Otros, en
obediencia a las supremas leyes del mercado.
Puede decirse que el fin del mundo ha ocurrido siempre. Tampoco hay que
alarmarse, nos sugiere Lewis Lapham con su entretenida pero desigual antología
The End Of The World [El fin del mundo] (Thomas Dunne-St. Martin Press,
1999), donde recoge textos que datan de hace tres milenios, pasajes de Gilgamesh,
la guerra de Troya, la destrucción de Pompeya, la conquista española de América,
el terremoto de San Francisco y la bomba de Hiroshima. Y llega a la venturosa (y
desventurada) caída del muro de Berlín.
Debemos admitir que no toda la carga del asunto es negativa. Actualmente se
multiplica la convicción de que nuestro mundo apesta, hay que hacer uno nuevo:
otro mundo es posible, uno donde quepan muchos mundos. Detener el fin del mundo
acabando con el mundo tal como está, pues la verdadera amenaza está en el rumbo
que han tomado por nosotros los dueños de la humanidad; ilegítimos si se quiere,
pero ineludibles.
Para las religiones mayoritarias, sin excepción, el fin del mundo es su mero
mole. Y no dejan de fundarse nuevas religiones apocalípticas. Como no pagan
impuestos. Pero los dioses no cambian desde hace siglos. Son los mismos. Lucen
agotados y vacíos, pero se les mete sangre y gasolina para mantenerlos
funcionando. Si la gente agarrara la onda y dejara de distraerse con esas
creencias edificantes, al menos en este punto, la religión dejaría de pujar
oportunistamente por la resignación ante el "fin del mundo" para amarrar sus
intenciones salvíficas.
Como también descubrieron en décadas recientes los halcones neoconservadores de
Washington y los capitanes de industria, el poder lo tienen quienes sean dueños
del fin del mundo. Por tanto, no queda de otra sino quitárselos para poder
decir, como la trompeta de Miles Davis, I love tomorrow [amo el mañana].
La Jornada