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Geopolítica del Sur: la batalla de Estados Unidos y Brasil por Suramérica
jl Monzantg
Cuando –a principio del siglo veintiuno– se hace una mirada política del mapa de
América, se observa un continente en el que se definen, cada vez con mayor
claridad, dos grandes áreas de influencia.
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Aquella América que abarca desde Canadá hasta Panamá, e incluye el Caribe, con
la presencia económica y política de Estados Unidos como potencia hegemónica; y
aquella otra América, la del Sur, conformada por el bloque continental que va de
Venezuela al Estrecho de Magallanes, de Perú a Recife, y que tiene en Brasil su
principal potencia regional. Dos masas continentales conectadas por un istmo;
dos potencias en creciente pugna intercapitalista: Estados Unidos y Brasil.
Como consecuencia de la «globalización neoliberal» –y de la profundización de la
competencia por los mercados en que esto se convirtió en realidad–, tanto
Estados Unidos como Brasil, al igual que el resto de las potencias mundiales,
aceleraron el paso en la conformación de «bloques regionales de poder», o
bloques geopolíticos, que les garantizan su operatividad económica y política:
Alemania y Francia lideran la UNIÓN EUROPEA; China y Rusia encabezan el GRUPO
SHANGHAI; Estados Unidos, el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) con
sus Tratados de Libre Comercio (TLC); y Brasil, el Mercado Común del Sur
(MERCOSUR).
El ALCA, como proyecto continental «en construcción», y los TLC, como sus
variantes binacionales, coliden con los intereses y con la propuesta de futuro
de Brasil, con su discurso y su práctica geopolítica. Desde la década de los
ochenta, la potencia suramericana comenzó a construir –sin la estridencia
hollywoodense del ALCA– el Mercado Común del Sur, junto a Argentina, Uruguay y
Paraguay; o, más que juntos, mejor sea decir, sin más, «a expensas de esos tres
países». Esto fortaleció, aunque no sin inconvenientes e incluso bajo
contradicciones a veces agudas, el control comercial de Brasil sobre la costa
atlántica; y una vez se establece el ingreso de Venezuela al MERCOSUR, el
gigante amazónico cuenta con mayores facilidades de acceso al Caribe. Como
contraparte, históricamente Estados Unidos controló toda la costa del Pacífico
suramericano, que incluye Colombia, Ecuador, Perú y Chile, e incluso controló
Venezuela, en la costa norte-Caribe.
Ha sido esta cartografía política lo que motivó mi interés por América del Sur
como «unidad regional». Interés que ha sido doble. De un lado, la comprensión de
los movimientos sociales y de los gobiernos, ya sean pro-neoliberales o anti-neoliberales;
del nacionalismo, el estatismo, el populismo, la «nueva izquierda» y el proceso
de integración regional, y, como corolario, las contradictorias fuerzas
geopolíticas suramericanas. (Para matizar: «contradictorias», en este caso,
alude a que hay gobiernos alineados a la política exterior de Estados Unidos;
otros se alinean con Brasil, y algunos exploran diferentes alternativas.)
La segunda causa de mi interés es más «política», y, en tanto política por
hacer, en tanto programa, «utópica». Me refiero a mi propósito personal de
contribuir –aunque sea, tan solo, mediante la explicación y la difusión de la
idea– a que América Latina se convierta, en algún momento de su historia, en
gestora de su propio destino económico y político, y se consolide –para decirlo
en palabras de Enrique Dussel– como el «continente político» que está llamado a
ser.
Reivindico el nombre histórico de «América Latina». Me he formado con el respeto
al sueño integracionista de los libertadores, y he defendido, incluso, lo que en
algún momento denominamos el «Proyecto Mestizo». No obstante, ese sueño de
doscientos años no pesa más en mi análisis que la realidad de un mundo cada vez
más multipolar en el que –en el caso de América– dos potencias redefinen sus
áreas de influencia y atan, con mayor precisión y de forma más perenne, la
economía y la política de sus respectivos bloques regionales a sus particulares
(y mezquinos) proyectos nacionales.
Lo anterior es cierto en tanto los bloques regionales constituyen –en realidad,
y para decirlo con categorías de trabajo de los «Think tank» estadunidenses–
parte importante de la «Seguridad Nacional» de las potencias: de su «Seguridad
Estratégica de Estado». Ahora, si se dice sin cortapisa –como lo hicieron Ratzel
y Kjellen entre final del diecinueve y principio del veinte–, no se trata de
otra cosa sino del «lebensraum» o «espacio vital» al mejor estilo de la vieja
ciencia geopolítica nazi, y que, por el puro prurito del funcionalismo
estadunidense de posguerra, a esa ciencia ahora le llaman, con abultado estilo,
«relaciones internacionales», aunque siga cumpliendo la misma función: servir al
poder.
Una explosiva dinámica «Panamericana», pues, que me hace concebir como viable un
proyecto suramericano de naciones, pero, dada la realidad regional y mundial,
necesariamente con Brasil como pivote. La Unión Suramericana de Naciones (UNASUR,
creada en 2004, o cualquiera sea el nombre que recibiera) es el caso concreto a
considerar, aunque sea la clase dominante brasileña, paradójicamente, la menos
interesada en una integración regional que trascienda el área de libre comercio
en procura de la integración política y energética. Pese a esta contradicción,
la unidad suramericana, aún sin superar lo estrictamente comercial,
garantizaría, al menos, una política económica en bloque, tanto a lo interno
como a lo externo.
Dos resultantes de importancia vendrían en consecuencia. Suramérica tendría en
Brasil –en su capacidad industrial, tecnológica, comercial, militar y nuclear–
el «paraguas» internacional necesario frente a la expansión de las restantes
potencias mundiales, sobre todo Estados Unidos; y Brasil controlaría, más de
cerca, un mercado regional de cerca de cuatrocientos millones de habitantes
junto a toda la gama de recursos naturales y energéticos (agua, petróleo, gas,
minerales, bosques, tierras cultivables); además de conseguir mayores
facilidades de acceso al Pacífico, una de las debilidades más importantes de la
potencia suramericana, a diferencia de Canadá y Estados Unidos, que sí son
potencias bioceánicas; incluso México goza de esta ventaja geoestratégica,
aunque visible sea que la geografía, por sí sola, no es suficiente. (Por
ejemplo, lo que se conoce como la «conquista del oeste» fue, en realidad, la
estrategia de expansión de Estados Unidos, desde su borde Atlántico hasta el
Pacífico, que, hasta entonces, formaba parte del territorio mexicano, y que se
hizo porque la clase dominante estadunidense estaba consciente de que –como
recuerda Eric Hobsbawm en su Entrevista sobre el siglo xxi– parte importante del
desarrollo económico depende de controlar suficiente territorio con abundantes
recursos, y la población necesaria para hacer el trabajo; y que, además, tuviera
costas en ambos océanos.)
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Los restantes países del continente suramericano no son, sin embargo, fuerzas o
actores del todo pasivos en esta tectónica geopolítica y geoconómica. Frente al
proyecto global-neoliberal de las potencias del «eje noratlántico» (Estados
Unidos, Canadá, Inglaterra y la Unión Europea: proyecto de «globalización» que
comenzó en los años cincuenta y se profundizó en los noventa del siglo veinte),
los países de Suramérica reaccionaron de formas diversas. Por un lado, desde
principio de los ochenta, y a la par de la crisis de la deuda externa, se asumió
la globalización como el último «pasaje al progreso», bajo la oferta de las
potencias noratlánticas de abrir sus fronteras comerciales a los países
«dependientes», del mismo modo que estos ya habían abierto las suyas.
"Trabajo para todos" fue una de las insignias más importantes mientras se
publicitaban las bondades de una globalización idílica que nunca llegó y que,
por diseño, estructura y funcionamiento en favor de las potencias, nunca
llegará; "Trabajo para todos" fue, incluso, parte del título de un cándido libro
de Müller y Lafontaine; de esos muchos escritos para el olvido, sobre todo
porque tan solo responden a las urgencias de los poderosos, a modas académicas
infundadas, ditirámbicas.
De otro lado, la reacción de Suramérica frente a la profundización de la crisis
económica, social y política, aún después de haber aplicado las medidas
neoliberales, y –como acierta Atilio Boron en Imperio e imperialismo– sobre todo
después de ello, alcanzó su expresión sociopolítica más violenta en las
insurrecciones populares de Caracas (1989) y de Buenos Aires (2001). Hubo,
además, diferentes golpes de Estado, fallidos y exitosos, con la consecuente
inestabilidad política, el deterioro institucional y los posibles nuevos
intentos de golpes de Estado que esto suele generar.
Las consecuencias más importantes de la aplicación sistemática –y dogmática– del
neoliberalismo, son la manifestación multisectorial de los movimientos sociales
(campesinos, indígenas, estudiantiles, de base popular urbana) y –a veces causa,
a veces consecuencia; en otros casos, ambas– el origen de lo que
consensuadamente se ha dado en llamar la «nueva izquierda latinoamericana», pero
que, no obstante y en última instancia, prefiero llamar «nueva izquierda
suramericana» porque, si a ver vamos, Suramérica ha sido su verdadero escenario
de desarrollo, aunque Rodríguez Garavito y otros autores consideren su origen en
el levantamiento del mass-mediático subcomandante Marcos, allá en el Norte, en
la selva Lacandona.
Correlato de la «nueva izquierda» han sido otras consecuencias de la contienda
neoliberalismo-antineoliberalismo, en la que se han enfrascado pueblos y
gobiernos suramericanos –y que pudiéramos llamar imbricadas, superpuestas o
correlacionales– como la vuelta al estatismo, a los nacionalismos y al
populismo, y, en el plano de la cooperación internacional, a la reactivación de
los divergentes proyectos de integración regional.
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Además del ALCA y de los TLC bilaterales con Estados Unidos (y con otras
potencias extrarregionales como Inglaterra, España, la Unión Europea, China,
India, Japón; y Rusia e Irán, aunque a principio del siglo veintiuno la relación
de los últimos dos fuera básicamente con Venezuela, y en su estado germinal), y
del MERCOSUR, de Brasil; desde Venezuela surgió la Alternativa Bolivariana de
las Américas (ALBA), propuesta integracionista que se propone trascender los
proyectos clasistas y elitescos limitados a las áreas de libre comercio, como la
CAN y MERCOSUR. Si bien Bolivia ha sido, tan solo, el segundo país suramericano
en suscribir el ALBA, junto a Venezuela; el Ecuador de Correa ha explorado
propuestas integracionistas que trasciendan, también, el libre mercado.
Chile, Perú y Colombia –con su clase dominante y sus gobiernos siempre empujados
por los intereses estadunidenses– han decidido en función de su vocación por el
Pacífico; Argentina y Paraguay han sido –pese a profundas asimetrías existentes–
socios estables de su vecino y mentor, Brasil; y Uruguay, al recurrir a la carta
de un TLC con Estados Unidos, prefirió, en algún momento, ejercer presión para
negociar mayores beneficios dentro del MERCOSUR.
Los otros dos países del continente suramericano, Guyana y Surinam –sabido como
es que Guayana Francesa está bajo soberanía de la potencia europea–, han
mantenido su vocación y su tradición anglosajona (vocación y tradición
histórica, política, económica, religiosa y cultural), y, aunque en la
actualidad intervienen en el debate integracionista suramericano, lo hacen con
mayores reservas, con menos autonomía.
Se evidencia, hasta aquí, lo que –en sus ratos de acierto– Heinz Dieterich llamó
"La batalla por América del Sur", que confronta, de manera directa e indirecta,
a Brasil y a Estados Unidos, aunque incluye, además, a otras potencias.
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Resta por decir. Resta fijar una posición aún más clara. No pretendo insinuar
ni, menos aún, concluir que exista un imperialismo malo y un imperialismo bueno.
Quedan dichas dos cosas: Brasil no avanza en la construcción de un imperialismo
bueno; Brasil no es un país antiimperialista: sus trajines, sus afanes contra
Estados Unidos apenas hablan de lucha intercapitalista.
Más todavía. La integración que nos conviene como pueblos es tipo ALBA; es
decir, antineoliberal o, por lo menos, bajo acuerdos económicos y políticos más
humanos. Sin embargo, con las potencias disputándose los recursos de Suramérica,
sus mercados, su mano de obra barata y sus leyes ambientales más favorables a la
depredación capitalista, la integración posible no es la ideal.
Estamos, eso sí, en mejores condiciones relativas de negociar con Brasil que con
Estados Unidos, justamente porque Brasil no es la potencia hegemónica y, dada la
tendencia a lo multipolar, seguramente no llegará a serlo, y esas rendijas –sin
idealismos enceguecedores, pero sí con mayor diligencia– hay que aprovecharlas.
jlmonzantg@gmail.com
Monzantg es ensayista, historiador y docente de Geopolítica por la Universidad
Católica Cecilio Acosta (Maracaibo, Venezuela). Autor de «Las trampas de la
historiografía adeca», y de otros ensayos publicados por LaHaine.Org.