Latinoamérica
|
Ingrid y Sucumbíos II
Ángel Guerra
La Jornada
La liberación de Ingrid Betancourt podría ejercer un efecto muy benéfico en el
relanzamiento del camino cuesta arriba para lograr una solución política al
conflicto armado en Colombia que inicie por reconocer sus hondas raíces
sociales. No es razonable el apresuramiento para dictar sentencias definitivas
contra ella haciendo abstracción de su amarga y traumática experiencia de los
últimos seis años y del show mediático a que fue arrojada horas después
de concluir su cautiverio; démosle al menos el beneficio de la duda. Es cierto,
vistos desde una postura antimperialista, hay aserciones inaceptables en sus
declaraciones en Francia, pero también puntos fundamentales en que podemos
coincidir todos los que deseamos el fin de los sufrimientos del pueblo
colombiano y su inserción en el proceso de ascendente protagonismo de las
mayorías, rescate de la independencia y forja de la unidad e integración de
América Latina. Es el caso cuando afirma: "hay que cambiar ese vocabulario
radical, extremista, de odio, al abordar el problemas de las FARC…para Uribe el
final de las FARC es el restablecimiento de la paz en Colombia. Para mí, la paz
pasa por unas transformaciones sociales".
Esta sola reflexión choca con la banal visión del conflicto colombiano
trasmitida por la descomunal campaña del cártel mediático después de la
Operación Jaque, que reduce sus causas a la existencia de las FARC: muerto el
perro se acabó la rabia. La campaña es el componente de guerra sicológica de la
operación y pudiera bautizarse Sucumbíos fase II. Entre sus objetivos está
descontextualizar la dimensión histórica y social de la tragedia de Colombia,
ocultar los orígenes de la guerrilla en la resistencia armada a que se vieron
empujados los campesinos despojados de sus tierras, perseguidos con saña y
asesinados en masa por una oligarquía que privilegia la violencia frente a todo
intento opositor. Aquí encaja el Plan Colombia, con el que Washington integró
todos los factores de acumulación y concentración capitalista en el más grande
laboratorio del neoliberalismo de guerra de que se tenga noticia. Resultado:
expulsión de sus tierras de cerca de 4 millones de campesinos y masacres de
comunidades a favor de la agricultura transnacional agroexportadora, que entrega
a los desplazados como mano de obra barata a los empresarios; auge del
narcotráfico y del paramilitarismo; más presos políticos; flexibilización
laboral con la muerte de miles de sindicalistas. Uribe ha sido el más eficaz
ejecutor de esta política y Montoya, héroe de la Operación Jaque, uno de sus
carniceros más connotados.
Nada de esto aparece en la versión mediática. Según ella, Uribe es el gran
paladín que liberó a Ingrid. No se recuerdan a la audiencia las audaces e
incansables gestiones de Hugo Chávez a favor de la liberación de los rehenes y,
por consiguiente, del inicio de una solución política en Colombia, que
Washington y Bogotá respondieron con el ataque a Ecuador primero y luego con la
temeraria operación de rescate asesorada por Israel, que pudo haber costado la
vida, otra vez, a los rehenes. Y es que la solución militar de Uribe-Bush sólo
beneficia al imperialismo y la oligarquía, pues aparte de asegurar el control de
Colombia su nuevo objetivo estratégico es la liquidación de los gobiernos de
Venezuela, Bolivia, Ecuador y los movimientos populares de América del sur.
No hay nada más decisivo hoy para la liberación de América Latina que frustrar
ese empeño imperial. Ello exige utilizar –como ha sugerido Fidel Castro- "nuevas
vías en las complejas y especiales circunstancias actuales después del
hundimiento de la URSS". Implica un gran reto a la imaginación de novedosas e
inéditas formas de lucha y políticas de alianza heterodoxas, muy incluyentes y
flexibles a escala local, regional e internacional.
El meollo de la cuestión radica en propiciar al pueblo colombiano la decisión de
su destino. De eso hablaremos pronto.