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Uribe, instrumento de Estados Unidos en Sudamérica
La Jornada
La masacre perpetrada el sábado pasado por la fuerza aérea de Colombia en la
localidad ecuatoriana de Santa Rosa, donde fueron muertos el dirigente de las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) Raúl Reyes y otros 18
efectivos de esa organización guerrillera, tiene una ominosa proyección
regional, por cuanto con esa acción las autoridades de Bogotá han enviado un
mensaje inequívoco a sus países vecinos: el gobierno del presidente Alvaro Uribe
considera que tiene derecho a llevar más allá de sus fronteras la guerra que
libra contra el grupo insurgente, independientemente de las consecuencias
internacionales, e incluso tal vez para convertir la confrontación interna
colombiana en un conflicto abierto con naciones limítrofes.
En efecto, los insurgentes colombianos, de acuerdo con datos disponibles, no
fueron muertos en el curso de una persecución o de un combate, sino asesinados
mientras dormían y se encontraban en territorio ecuatoriano. No es infrecuente
que las organizaciones armadas irregulares y clandestinas transiten a
conveniencia, y sin tapujos, a través de las líneas divisorias internacionales,
como ocurría en el sudeste asiático, como sucede hoy en día con los combatientes
kurdos de Anatolia y como ha pasado y seguirá pasando en tantos otros conflictos
internos. En cambio, los gobiernos constituidos tienen la obligación de respetar
el territorio de otras naciones, y las normas de convivencia internacional
señalan con claridad maneras y procedimientos diplomáticos para enfrentar la
presencia de disidentes armados allende sus fronteras, sin violentar la
integridad territorial y la soberanía de otros países. No está de más recordar
que el propio gobierno de Washington ha reconvenido al gobierno turco, uno de
sus aliados más sólidos, por las incursiones militares que éste realiza en el
Kurdistán iraquí.
El gobierno de Uribe, que conoce perfectamente las reglas mencionadas, cometió,
con plena conciencia, una agresión armada contra su vecino del sur al bombardear
el campamento guerrillero, y luego invadió el territorio de Ecuador para
llevarse el cadáver de Reyes. En tal circunstancia, la expulsión del embajador
colombiano en Quito, decidida anoche por el presidente ecuatoriano Rafael
Correa, está plenamente justificada; resulta comprensible, asimismo, la reacción
de Venezuela -que comparte con Colombia una frontera mucho más extensa e
igualmente permeable- de retirar a su personal diplomático de Bogotá y ordenar
un despliegue militar a lo largo de la línea divisoria. Están por verse las
reacciones oficiales de Perú y Brasil, los otros vecinos de Colombia, cuyos
territorios pueden estar sujetos, también, a incursiones como la perpetrada en
Ecuador.
Es poco probable, por otra parte, que las autoridades de Nariño hayan actuado
con plena independencia al ordenar el ataque contra los guerrilleros en Santa
Rosa. El presidente Correa habló de un bombardeo realizado "con tecnología de
punta, seguramente con la colaboración de potencias extranjeras", lo que apunta,
sin necesidad de mayores interpretaciones, a Estados Unidos. En efecto, la
precisión y la puntualidad de la agresión permiten inferir la participación en
ella de los servicios de inteligencia estadounidenses.
A juzgar por su comportamiento en Irak, donde se empecina en prolongar la
ocupación militar a pesar de las evidencias de que ha perdido la guerra, el
gobierno de George W. Bush parece empeñado en heredar a sus sucesores
-demócratas o republicanos- un mundo incendiado. En esa lógica perversa, no
sería extraño que la Casa Blanca alentara a Uribe para que éste, a su vez,
hundiera a las regiones andina y amazónica en una escalada de provocaciones cuyo
objetivo no sería precisamente la liquidación de las FARC, sino la creación de
un contexto favorable a Estados Unidos para agredir bélicamente a Venezuela,
Bolivia y Ecuador, países que, cada cual a su manera, han decidido ejercer a
fondo su soberanía e independencia y se han colocado, con ello, en la mira de
Washington.