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Latinoamérica

El drama de un nicaragüense atrapado en México
Entre dos tierras

Gardenia Mendoza Aguilar
EL DIARIO

Pedro Adonis vio cuando un hombre de aspecto rudo pero bien vestido agitaba con la mano derecha un puñado de billetes de 100 dólares. El maquinista del tren frenó abruptamente, como si estuviera apunto de atropellar a una persona.

Ocurrió en un sitio desolado, en medio de los pantanales que bordean las vías del tren que parte de Tenosique, un municipio del estado de Tabasco ubicado a 30 kilómetros de la frontera con Guatemala, rumbo a Veracruz.

- Son 'coyotes'- dijo un hondureño que, igual que Pedro, viajaba de polizonte entre los vagones.

Los traficantes de ilegales sobornaron al chofer para que éste detuviera la marcha y así poder 'enganchar' a posibles clientes, siempre y cuando éstos tengan familiares en Estados Unidos que puedan pagar 3,500 dólares.

Pedro no era un candidato para los 'polleros'. Es el primer emigrante de una familia de 12 miembros. Nació, creció y pensaba morir en Nueva Segovia, Nicaragua, si no es porque su padre alcohólico vendió el patrimonio de los hijos para solventar su vicio. Veinte cabezas de ganado y 25 hectáreas de cultivo se fueron en la botella.

'Si me quedo me hundo', pensó Pedro cuando cumplió 20 años y se sintió miserable: no pudo encontrar empleo en lo único que sabía hacer: trabajar en el campo.

Por eso compró un par de mapas, se amarró un viejo suéter en la cintura, guardó 30 dólares (el ahorro de toda su vida) en el pantalón y puso pies en polvorosa.

Pero el dinero sólo le alcanzó para llegar en autobús a Honduras. El viaje a México lo hizo caminando durante varias semanas, comiendo pan que le regalaban y agua de los riachuelos.

Vendió su cartera y su reloj en nueve dólares y con eso pagó para que lo internaran en territorio mexicano en una pequeña lancha que atraviesa el río Usumacinta, limítrofe con Guatemala.

Para evadir las casetas de migración en México, traspasó lodazales que le cubrían el cuerpo hasta la cintura. 'Había cocodrilos ocultos entre los troncos podridos que flotaban en el pantano', recuerda.

'Cuando por fin llegué a Tenosique tenía picaduras de mosquito en todo el cuerpo, fiebre de 40 grados centígrados y ni un solo peso'.

Aún así abordó el tren. Subió sin problemas, pero unos cinco kilómetros adelante el maquinista detuvo la marcha para que sus compinches cobraran 20 dólares a cada uno de los más de 200 emigrantes que habían subido como polizones.

Pedro no podía pagar. El cobrador intentó bajarlo a empujones, pero él resistió: se aferró a una escalera del vagón sin decir una palabra hasta que el otro se aburrió y lo dejó en paz.

Sólo dijo, 'no te quiero volver a ver' y siguió con la recaudación, como si ofreciera un servicio común de pasajeros y no un cobro prohibido por ser ferrocarril de carga.

El caso es que ¡Sumarían cuatro mil dólares de un tirón, por permitir a los indocumentados jugarse la vida en una ruleta rusa de láminas oxidadas!

Al llegar a Coatzacoalcos, Veracruz, Pedro encontró un alberque en el que le dieron arroz y frijoles. Ahí pasó una noche lluviosa en el patio. Mojado y frío, pero al menos no escuchaba el aullar de los coyotes como cuando dormía al aire libre, cerca de las vías.

'Cuando oía los aullidos, se me erizaba la piel y no podía dormir… yo creo que por eso muchos centroamericanos se duermen en las vías, se caen y quedan mutilados', considera.

Siesta en los matorrales

Para evitar un destino similar, Pedro se bajó para tomar una siesta entre los matorrales de un pequeño pueblito donde se había detenido el ferrocarril. Durmió tan profundo que no escuchó cuando La Bestia partió.

Fue un golpe de suerte: poco después el tren fue detenido en una redada antiinmigratoria y capturaron a todos. Así que cuando Pedro volvió a montar otro tren, iba solo.

En Puebla comenzó a nevar. La temperatura bajaba más conforme avanzaba al norte. El hondureño enfermó de gripe, tos y fiebre. Había bajado como ocho kilos, pues sólo comía cuando los pobladores de los diversos sitios donde paraba el tren se conmovían de él.

En San Luis Potosí, un granjero le dio casa, comida y trabajo por 12 días en el campo que se pagó con unas botas vaqueras para sustituir a los tenis rotos.

En Monterrey, Nuevo León, Pedro casi había olvidado las persecuciones por su condición de 'ilegal', cuando un grupo de policías 'vestidos de negro' intentaron detenerlo cerca de las vías.

'Yo corría desesperadamente, loma arriba, con aquellas botas pesadas que no me permitían avanzar tan aprisa como quería, mientras ellos gritaban ¡parate, cabrón!… después dejé de escucharlos… y cuando volteé, ya los habían perdido', cuenta.

El trayecto que siguió fue más espeluznante. La ruta que lleva a Nuevo Laredo, Tamaulipas, corre a la par de la carretera, desde la cual hombres jóvenes que conducen lujosas camionetas intentan subirse al tren.

'Se rumoraba que eran los Zetas (sicarios del cartel del Golfo) que secuestran a los emigrantes para después extorsionar a las familias, pero si no tienes nadie que responda por ti, te dan un tiro y se acaba su problema', comenta Pedro, quien 'agradece a Dios' que ninguno de ellos lograra montarse.

Pedro se vio frente al río Bravo dos meses después de su partida de Nueva Segovia. Miró el agua casi inamovible. No pudo esperar más. Se lanzó con todo y ropa, con las botas amarradas al cuello.

Sin embargo no pudo avanzar mucho antes de que la corriente lo arrastrara. Se estaba ahogando, pero alcanzó a sujetarse de una piedra a la que abrazó durante un par de horas.

'Si aquí me muero, nadie va a saber de mí… no puedo imaginar nunca más volver a ver a mi familia', pensaba mientras un helicóptero de la patrulla fronteriza estadounidense -al que los emigrantes llaman 'el mosquito'- se acercaba.

Entonces desistió. Salió del agua. Y nuevamente en México, atrapado entre dos tierras, se echó a llorar y a correr con las botas mojadas.

- ¿De qué voy a vivir cuando llegue a Nicaragua?- se preguntaba al desandar el camino de La Bestia.     

Fuente: lafogata.org