Latinoamérica
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Aymaras, comerciantes y migrantes
Franz Chávez
IPS
Silencioso, pujante y capaz de cruzar océanos, el comercio del pueblo indígena
aymara ha burlado teorías y, en una combinación de tradiciones precolombinas y
ansias de supervivencia, ha demostrado talento para crear riqueza y sustento.
Con raíces fundadas varios siglos antes de la llegada de los colonizadores
españoles en lo que hoy es la zona occidental de Bolivia, el sur de Perú y el
norte de Chile, la tradición aymara cultivó el intercambio de productos
alimenticios como punto de partida de una acción mayor.
Desde las zonas rurales donde aún se practica el trueque hasta el gran mercado
urbano de la Feria 16 de Julio, en la altiplánica ciudad de El Alto, los
improvisados mercados en barrios pobres de la central Santa Cruz de la Sierra, y
el tradicional vecindario comercial de Liniers, en la capital de Argentina, los
aymaras de hoy esconden tras su timidez una habilidad innata para transar
mercancías centavo a centavo.
El paso del tiempo no ha borrado la cultura de subsistencia de los habitantes de
la altiplanicie y cordilleras de Bolivia. Un testimonio vivo es Leonardo Esteban
quien, a sus 50 años, practica el intercambio de alimentos y pasa gran parte del
año viajando con artesanías a cuestas visitando ferias campesinas.
Esteban pertenece a una familia que escribió su apellido en la historia de alta
mar en 1970, cuando participó en la construcción de una balsa gigante, hecha de
papiro pero con técnicas empleadas en el lago Titicaca y llamada Ra II, que
cruzó el océano Atlántico en 57 días desde Marruecos hasta la isla de Barbados.
Esteban habló con IPS en una pausa en su actividad de artesano y comerciante, en
una feria rural en Laja, unos 25 kilómetros al oeste de La Paz, donde exhibía
reproducciones en miniatura de la Ra II, elaboradas en fibra de totora, vegetal
típico del Titicaca, situado en el oeste de Bolivia y el sudeste de Perú.
En la isla Suriqui, en medio del lago binacional, "no circula mucho dinero y
seguimos cambiando pescados por papa que tienen casi el mismo valor", dice
Esteban a IPS.
El terreno rocoso no favorece los cultivos, y por ello la pesca es la principal
actividad económica. El pescado fresco, seco y salado es la moneda de canje por
habas, maíz y tubérculos como la oca, la papaliza y la papa (y su producto
deshidratado, llamado chuño).
El trueque implica recorrer grandes distancias entre el lugar donde uno está y
el poblado cuya producción de alimentos es diferente y complementaria. Esteban
abandona su isla en una balsa de madera con vela de tela, llega a la otra orilla
y desde allí camina hasta el valle de Sorata, 60 kilómetros al norte de su
tierra.
En el censo de población de 2001, 1.278.627 personas se identificaron como
aymaras, la segunda cultura más numerosa después de la quechua, que tenía
entonces 1.557.689 miembros en este país de de 9,2 millones de habitantes.
Envuelta en una tela de tocuyo (algodón) que carga al hombro, lleva la carga de
pescados de diferentes variedades, salados y cubiertos de paja brava para evitar
su descomposición, y tras vencer la planicie y descender entre montañas al
valle, consigue a cambio frutas como peras y chirimoyas.
La cantidad de alimentos que cabe entre sus dos manos es la medida de referencia
para el canje y, salvando algunas pequeñas diferencias con el ocasional
proveedor, las partes quedan conformes con la operación.
Detrás del intercambio de alimentos está la estrategia precolombina de control
de los diferentes pisos ecológicos, que permitía a los pueblos aborígenes
aprovisionarse de alimentos del mar, los llanos y la zona andina, y ejercer
dominio sobre vastas zonas desde la costa del océano Pacífico, las montañas y
los valles de la región, explica a IPS el investigador y docente universitario
Joaquín Saravia.
Con la conquista española se quebró esa organización territorial expandida y se
impuso un orden que limitaba el desplazamiento y suprimía formas tradicionales
de organización comunitaria como el "ayllu".
Actividades coloniales como la producción de coca, en la zona subtropical de Los
Yungas, unos 90 kilómetros al norte de la ciudad de La Paz, y su transporte a
lomo de animales hasta los socavones de Potosí, 574 kilómetros al sur, donde era
usada para elevar el rendimiento de quienes laboraban en las minas, abrieron
nuevos circuitos económicos para los aymaras, que llegaron hasta el actual
territorio argentino.
Esos vínculos han recuperado protagonismo y hoy se complementan con la economía
capitalista, de la cual los aymaras son protagonistas por su adaptación a la
demanda de bienes, explica Saravia.
"El encuentro de control espacial con el capitalismo se traduce en oportunidades
para un libre accionar, una movilidad siempre presente y la posibilidad de
desarrollar el comercio en círculos familiares, de ‘paisanaje, compadrazgo y
amistad’", comenta.
Saravia observa un "control del espacio territorial a partir del dominio
capitalista, sin que ello signifique una apropiación del lugar donde se realizan
las actividades. Es un esquema mental, cultural y social de los aymaras que, al
adquirir conciencia de estas capacidades, podrían transformar ese modo de acción
en poder político, social y económico".
Comercio informal crece
La hiperinflación que afectó a Bolivia en la segunda mitad de los años 80 y un
drástico programa de ajuste del Estado determinaron el despido de unos 30.000
empleados públicos. Eso empujó a muchas familias a buscar ingresos en
actividades económicas que van desde el cultivo de coca hasta el comercio
informal.
La investigadora Lucía Rosales, del Global Labour Institute afirma que entre
1994 y 2000, el empleo informal aumentó considerablemente en Bolivia y absorbe a
63 por ciento de la población económicamente activa, según estudios de la
Organización Internacional del Trabajo (OIT).
Su análisis sostiene que el motor de la informalidad está en las mujeres.
Setenta y cuatro por ciento de ellas en edad de trabajar se ocupan en este
sector, contra 55 por ciento de los hombres.
Una muestra de la habilidad comercial aymara es la Feria 16 de Julio de los
jueves y los domingos, en unos nueve kilómetros cuadrados de la empobrecida
ciudad de El Alto, une enorme suburbio de La Paz, situado a casi 4.000 metros
sobre el nivel del mar y puerta de entrada al Altiplano. La falta de empleo ha
propiciado aquí negocios que comprenden desde la venta de mercadería usada hasta
productos nuevos ingresados de contrabando, en un espacio donde puede hallarse
casi cualquier cosa a la venta.
La gente humilde expresa aquí la economía de mercado con una oferta informal de
bienes de precios bajos, para evadir al fisco y reducir costos a grados
impresionantes.
Alimentos, golosinas, repuestos de cualquier tipo, materiales de construcción...
La oferta se desparrama en calles, avenidas y plazas, en una invasión silenciosa
y activa que desafía al Estado.
Una persona que ingresa al comercio informal con un capital mínimo de 10 dólares
para adquirir golosinas o alimentos e improvisa un puesto de venta en una calle
concurrida, genera una actividad que le permite obtener hasta cuatro dólares por
día, describió a IPS una fuente financiera.
En la intermediación, renovación permanente de productos y destreza para
acercarlos lo más posible a los clientes, consigue aumentar su capital y mejorar
sus ingresos.
"Para el aymara no hay fronteras", dice a IPS la pedagoga y directora de la
organización no gubernamental Senda Nueva, Norah Poma, sobre la capacidad de
desplazamiento de estos comerciantes que viven más cerca de la quiebra que del
éxito.
Brasil, Argentina y Santa Cruz
En la limítrofe Brasiléia, vecina brasileña de Cobija, la capital del norteño
departamento boliviano de Pando, mujeres aymaras ataviadas con sus polleras y
sombreros tradicionales improvisan sombrillas con madera y telas de algodón,
repitiendo una escena familiar en cualquier ciudad del oeste de Bolivia.
Ellas viajan entre tres y cinco días para cubrir los 1.200 kilómetros que
separan La Paz de Cobija-Brasiléia, llevando su carga de hortalizas, cebollas,
pimentones y locotos (una variedad de ají) e ingresan tranquilamente al país
vecino, muy diferente en cultura y entorno social.
También muy lejos de su hábitat montañoso y frío, los aymaras se abrieron paso
en la conservadora y caliente ciudad de Santa Cruz de la Sierra, 903 kilómetros
al este de La Paz, eligiendo como puerta de entrada zonas de pantanos plagados
de mosquitos, relata a IPS la periodista Gina Quiroga.
El espacio comercial que allí abrieron adquirió desde los años 70 el nombre del
lugar, Mercado de los Pozos. Luego vendrían otras incursiones en La Ramada, un
alejado sitio de espesa vegetación, y finalmente en El Abasto, en recuerdo de
una calle peatonal paceña cubierta de puestos informales.
En Santa Cruz se los llama collas, por su origen vinculado al antiguo Collayuso
o Kollasuyu, territorio de los reinos aymaras que pasó a formar parte del
Imperio Inca. Se iniciaron como intermediarios de alimentos y luego se quedaron
en espacios donde negocian con el gobierno municipal la construcción de galpones
a cambio de un tributo.
Noventa por ciento de los comercios localizados en el centro de Santa Cruz de la
Sierra, con ofertas que van desde ropa hasta electrodomésticos, están dominados
por gente de los Andes, que empieza casi siempre vendiendo legumbres, verduras,
carne y otros alimentos.
Quiroga explica a IPS que el ciudadano nacido en la región oriental no considera
al andino como un compatriota y le asigna el papel de un extraño, mientras se
siente más cómodo e inclinado a acercase al extranjero.
En la capital, Sucre, 740 kilómetros al sureste de La Paz, desde hace 15 años se
observa la presencia de aymaras en las señoriales calles de estilo colonial,
relata el periodista Yuver Donoso.
La "invasión" rompe la rutina, impone estilos de vestir, modifica y renueva la
oferta, en perfecta sintonía con el carácter del cliente, comenta a IPS.
La migración aymara a Sucre incluye sus tradiciones religiosas y culturales. Es
común observarlos celebrando festividades en homenaje a la Virgen María a la que
rinden tributo con danzas de occidente. Inconfundibles, los aymaras han llegado
tan lejos como al vecindario porteño de Liniers, Argentina, donde se los puede
identificar por sus productos colocados sobre el suelo y cubiertos de una
sombrilla cuadrada.
Gracias a su capacidad de percibir las preferencias de los compradores, los
aymaras siguen expandiendo un poder económico eficaz para generar ingresos y el
pan cotidiano.