Latinoamérica
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La conciencia de la paciencia
Rafael Bautista S.
"Hay dos modos de conciencia, una es luz, otra paciencia.
Una estriba en alumbrar un poquito el hondo mar;
otra, en hacer penitencia
con caña o red, y esperar el pez, como pescador.
Dime tú: ¿cuál es mejor?
Conciencia de visionario que mira
en el hondo acuario peces vivos, fugitivos,
que no se pueden pescar,
o esa maldita faena de ir arrojando
a la arena vuestra los peces del mar"
Juan David García Bacca
Después de la marcha y su consecuencia: la ley del referéndum por la nueva
constitución; es preciso que pensemos el nivel estratégico. Porque si la
percepción del acontecimiento acaba tiñéndose de exitismos o derrotismos (que se
derrotó a la derecha o que se traicionó al pueblo), la potencia del
acontecimiento puede acabar en impotencia. El problema de esa percepción es que,
en ambos casos, la praxis misma se anula: se cree que todo está acabado. Sin
potenciamiento del proceso el horizonte se desvanece. El pueblo se dispersa y
crea las condiciones para su reinserción, por subsunsión, en el sistema
político; que, de ese modo, se reproduce por una nueva legitimación: el vacío
provoca asirse a lo que sea.
La marcha parece establecer el ritmo de los cambios. El tiempo propuesto no es
todavía el tiempo de la restauración sino el tiempo del "apthapi". Frente a
todos los agoreros que tratan de hundir el acontecimiento en la frustración, hay
que señalar lo siguiente: salir del enfrentamiento no significaba el triunfo
absoluto. Había que ceder. Lo cual no es conceder. Ceder, como decía el
canciller Choquehuanca, es entender. ¿Qué teníamos que entender? Que esta
revolución (democrático-cultural) es una revolución de lo que entendemos por
revolución: una nueva política tendrá que transformar, necesariamente, la
política misma, así como la nueva democracia deberá democratizar la democracia
conocida. El antagonismo ya no puede ser el eje de la política; esta ya no puede
construirse desde la contradicción amigo-enemigo. El antagonismo pide una
legitimación absoluta y esta deja a la política sin razón de ser: aparece el
campo de la guerra, la negación de toda ética. En este caso, la legitimación
proviene del asesinato. La política moderna se legitima de ese modo, porque no
sabe otra manera de legitimar su poder sino asesinando. Pero el asesinato no
puede aparecer como lo que es, por eso se lo encubre ideológicamente. El asesino
debe asumir su acto como "bueno", eso legitima su acción, y mientras "más bueno"
considere aquel acto (el asesinar) más legítimo será. De este modo, una lucha de
hegemonías se reduce a una cuantificación macabra: los más "buenos" son quienes
matan más. Es el origen del totalitarismo; la legitimación por el asesinato
rapta el campo político y exige, como pago, renunciar a este: se instaura el
estado de guerra. Se trata de una amenaza que no admite consensos, la imposición
que no admite diálogos. Esta lógica es la que no puede reproducir una política
de liberación. La política que proponen las naciones indígenas no se constituye
a partir del antagonismo sino de la hermandad, es decir, de la fraternidad
política. Si todos somos hijos de una misma madre, la Pachamama, entonces
nuestra condición originaria es la de hermanos. El antagonista es también un
hermano y hay que enseñarle que la convivencia es posible si se reconoce que la
liberación es común, la liberación de unos es la liberación de todos; liberando
al oprimido el opresor cambia, vive mejor, puede perder cuantitativamente, gana
menos, pero gana cualitativamente, su vida se libera de aquella condena de tener
siempre que matar. Si pedimos diálogo se suponía que no era para matar al
oponente sino para convocar a todos al consenso; esto quiere decir: el diálogo
exigía la predisposición a ceder. Había que enseñarle al oponente que su lógica
es irracional, que el asesinato es suicidio (matando a todos acaba matándose a
sí mismo). Si los oprimidos están dispuestos a ceder, la legitimidad del opresor
ya no tiene razón de ser. La victoria no consistía en aplastar a alguien sino en
mostrar que la verdadera victoria es no tener que aplastar a nadie.
La significación de la marcha no es sólo simbólica sino real. Porque expresa, de
modo notable, el contenido auténtico de una revolución que revoluciona la
revolución misma. Por eso, para comprenderla, debemos revolucionar el modo mismo
de comprender. No se trata de la normalidad reivindicativa o del continuo asalto
del poder. Si el acontecimiento activa una memoria milenaria y confluyen, en
ella, como bloque, todos los oprimidos, es porque lo extraordinario ha hecho
carne. Como lo sugiere Enrique Dussel: si Hegel alguna vez tuvo razón, quiere
decir que el espíritu absoluto de la historia universal está pasando por
Bolivia. Pero la marcha de la historia ya no iría de oriente a occidente sino
del futuro al pasado. Por eso empezamos a hablar de restauración. Ya no se trata
de un ir ciego por las avenidas del progreso infinito, sino de hacer un freno y
reencauzar el camino. El proyecto moderno es el problema y ante los debacles que
origina se precisa de alternativas. Es cuando mirar atrás se hace
imprescindible. Ir al pasado no es ir hacia atrás, sino recuperar el horizonte,
el sentido mismo de caminar: un país que ha perdido el camino es porque no ha
hecho camino. Una de las consecuencias de nuestra condición colonial es la
amputación de producir un propio destino; cuando se importa hasta la forma de
vida, se pierde hasta el sentido del vivir mismo. En última instancia se trata
de eso: de recuperar el sentido del vivir. Si el futuro que nos propone la
modernidad es la descomposición de las relaciones humanas, los desequilibrios
económicos, la crisis medioambiental, la miseria del tercer mundo, etc., el
sentido mismo del caminar se hace problemático. ¿Para qué seguir yendo? Cuando
ya no se sabe hacia dónde se va, es preciso hacer un alto y darse la vuelta,
para ver de dónde se ha venido. Ir al pasado significa devolvernos al origen del
conflicto, superar el olvido, encontrar nuestro horizonte histórico para dejar
atrás el extravío, y proponernos un nuevo destino y hacer, en serio, camino.
Por eso todo el país iba en la marcha, buscándose en el camino. Las luchas se
integraban y se sintetizaban; todos los tiempos habían comparecido en el
acontecimiento. Lo que advenía no podía sustraerse a la magnitud histórica que
significaba aquello. Lo decía muy bien el presidente Evo: no hay marcha que haya
ido a La Paz sin lograr sus objetivos. Se replicó que la "Marcha por la Vida" no
logró lo que quería; pero la importancia de esa marcha fue más que ese querer,
porque allí se evidenció la finalidad de un modelo: un país sitiado en plena
marcha. La marcha actual venía a afirmar lo que se había producido, a proyectar
la memoria acumulada, a ofrecer un horizonte común que de sentido a todas las
luchas aun dispersas, es decir, a construir hegemonía. Pero la hegemonía que se
produce no puede ser la hegemonía típica; porque si estamos revolucionando la
revolución misma, entonces, la hegemonía no puede ser imposición simple y llana.
Es decir, si en respuesta al golpe cívico-prefectural no se devolvió otro golpe,
sino una movilización nacional, entonces, la estrategia no es restar sino sumar.
Restamos cuando aniquilamos al oponente, pero esto significa la guerra y ya no
la política. En eso consistiría la gran tentación moderna: en aniquilar al
oponente. La modernidad constituyó su política como dominación, por eso el
sometido es el límite de su orden. Una política de liberación no puede
reproducir esa lógica; su límite es también el sometido: si sólo hay sometidos
no hay liberación real, sólo sumisión. Entonces la estrategia es sumar; pero
sumar no es un simple agregar sino un incorporar real.
En la siembra hay un momento en que se incorporan nuevas semillas; estas se
incorporan para diversificar la cosecha. Su incorporación no es instrumental
sino que, en ella, se incorpora lo que la semilla contiene: su cultura. Por esa
razón se produce la regeneración y la renovación del "ayllu", de la comunidad.
En este caso, sumar no es un simple agregar sino un enriquecimiento que nos
potencia. Políticamente, esto significa: hacer hegemonía consiste en la
incorporación constante de nuevos miembros a la comunidad. Una comunidad que se
cierra ya no sería comunidad sino sociedad. Lo que cierra a la sociedad es su
carácter agregado de intereses particulares que, inevitablemente, tienden a
inestabilizar el conjunto. Entonces, la estrategia consiste en aplazar siempre
la imposición, para que se pueda siempre seguir sumando. Por eso la política que
proponen los pueblos indígenas no es de exclusión. Si la constitución era para
todos, entonces era preciso que todos se sintieran parte de ella.
Pero es allí, donde los impacientes muestran los límites de su visión
estratégica. En el corto plazo no hay tiempo para sumar. Si sólo se ve el corto
plazo, entonces, la visión es lo que se acorta. Una política de visión corta es
lo que produjo la izquierda nacional (por eso acabó rifando sus banderas al
mejor postor o quemándolas en un extremismo estéril), generando una cultura de
la impaciencia y del sectarismo; consecuencia inmediata de aquello es el
apasionamiento vanguardista que provoca el típico celo dirigencial: mía es la
verdad, todo lo demás es traición; la división cunde y la lucha se fragmenta: un
pueblo desunido siempre es vencido. Curiosamente, cuando se produce la unión,
esta produce también un líder; la cohesión es también empática, la adhesión no
es sólo de ideas, las ideas hechas carne son la persona, la vida de la idea es
la existencia personal: el líder es guía, no sólo porque las ideas necesitan ser
proyectadas por alguien sino vivenciadas en alguien.
Por eso las ideas que se siguen son proyectos de vida; en cuanto proyecciones
son también evaluadas desde las coyunturas que se atraviesan. Aquí empieza a
tener sentido el nivel estratégico. Porque los proyectos no pueden pensarse al
margen de la condición humana; la razón de su factibilidad descansa, en última
instancia, en lo posible que se abre históricamente. Cuando la marcha llega al
centro del poder político, llega con fiesta: la ciudad homenajea al campo y
reconoce, de ese modo, su pasado. Ese mirarse y reconocerse es la condición
subjetiva de esta revolución cultural, pero es también democrática, es decir,
convoca y se abre a todos: su horizonte es también un mundo en el que quepan
muchos mundos. Sólo así es posible hacer "ayni": en la confluencia comunitaria
de todos, criando la vida criándonos unos a los otros. Pero para hacer "ayni",
mientras hagamos camino, en medio del camino logrado, hacemos primero "apthapi".
El "apthapi" es la reunión que se logra en la marcha, reunión que se va
produciendo en el camino, haciendo camino, sobre la marcha. Pero no es sólo un
celebrar, es también un recoger lo logrado; recoger también lo que hace falta,
lo que se necesita, lo que está allí y espera la acción conjunta para
prodigarse, porque todo recoger es también un acto de recogimiento, es un
volverse sobre sí (como individuo y como comunidad), para dar cuenta de lo que
se ha logrado y de lo que se puede seguir logrando. El "apthapi" no es todavía
el "ayni". Por eso, estratégicamente, no se pueden confundir el uno con el otro.
El "apthapi" es siempre invitación abierta. La nueva constitución debe ser el "apthapi"
que invite a todos en su realización. La mayor legitimidad democrática que
podría tener es la adhesión total que pueda lograrse. En ese sentido, ceder no
es renunciar sino entender que la mayor adhesión posible es necesaria para
seguir avanzando en el proceso. Porque una nueva constitución no es todavía el
fin, es una mediación que se precisa; es más (si somos verdaderamente
estratégicos), ésta todavía es una constitución de transición: las
transformaciones no pueden darse de una vez por todas (esto significaría, otra
vez, la cancelación de la praxis: creer que podemos cambiar todo ahora y nunca
más nada), sino que estas también son producto de cambios graduales que hacen
posible la necesidad de su profundización. Si el asunto de tierras genera ahora
una serie de dudas (por los cambios efectuados), porque quedan pospuestas varias
reivindicaciones; hay que señalar que cambios de esa magnitud son siempre
posibles (posponer no es renunciar), pero dado el poder económico (y el poder de
influencia) que todavía posee el latifundio, es mejor desarmarlos que
provocarlos; si la vía armada provoca siempre consecuencias que son difíciles de
controlar, es más conveniente vaciar su poder. Lo cual requiere de paciencia
estratégica, es lo que debe saber construirse políticamente: No se trata sólo de
quitar tierra y dársela a otros, sino de concebir políticas de desarrollo que
constituyan nuevos actores económicos que hagan de contrapeso al poder económico
que ahora gozan, por ejemplo, los grandes agroindustriales. Este sector, además
de haber sido siempre monopólico (y nunca enfrentado una competencia real),
nunca fue sujeto del desarrollo nacional, no sólo por su dependencia al mercado
mundial (que nunca le llevó a producir para su propio país, por eso su interés
nunca fue su país), sino porque esa dependencia, también cultural, le privó
siempre de la condición básica de toda producción: el esfuerzo propio. No sólo
por haber engañado o robado al Estado sino, sobretodo, por haberlo asaltado, es
que nunca lo potenció y, cuando lo manejó a gusto, no sólo lo desfalcó sino lo
subordinó a poderes externos. Un Estado subordinado se amputó toda posibilidad
de proyectar un desarrollo nacional y esa oligarquía, constituida en la desidia
y la malversación, nunca llegó a ser lo que cree ser: una burguesía.
Por eso la economía precisa diversificarse y potenciar nuevos actores,
redistribuirla no sólo socialmente sino espacialmente, generando nuevos polos de
desarrollo que equilibren el actual desequilibrio económico; pero eso precisa, a
su vez, pensar una nueva economía: lo que vendría como superación del
neoliberalismo. Y esto no es sólo una carencia de nuestro proceso sino del mundo
entero; esto es algo que merece todavía ser trabajado y, mientras no se perfile
aquello en lo que podría consistir esta nueva economía, no puede forzarse
cambios dramáticos. Pero, aun en sus propios términos y jugando en sus propios
ámbitos, se puede vaciar y deslegitimar el poder de los sectores más
conservadores de la economía nacional. Una deslegitimación ya en marcha es el
haberles quitado la bandera de la autonomía, que ahora puede devolverse a su
condición original, como descentralización político-administrativa y como
autodeterminación de las naciones indígenas. Así, paso a paso, es como se va
construyendo hegemonía, midiendo estratégicamente lo que es posible ahora de
hacer, para seguir sumando en el futuro y no restando.
Para seguir sumando hay que entender que la impaciencia puede provocar cambios
deseables pero no lograr mayores adhesiones. Lograr ambos es lo difícil. Pero en
política, lo fácil, que genera siempre dudas, es siempre lo más peligroso. Diga
lo que diga la derecha, el pueblo reconoce lo que ha sido producido por él. Los
cambios efectuados en la constitución, en su mayoría, son producto de la
susceptibilidad y los prejuicios que la misma derecha sembró como detonante de
una resistencia a la nueva constitución. Ahora que ella misma la enarbola,
constituye su más rotunda derrota; porque, ahora, uno de los frutos del proceso,
la nueva constitución, forma parte del sentido común, es decir, la apropiación
democrática de la propia carta magna es lo que está constituyendo un sentido
constituyente de una politicidad democratizada.
Si la derecha se mantuvo en el poder gracias a la expropiación de la decisión
popular, ahora es el pueblo el que se apropia, cada vez más, de las decisiones:
el proceso entonces puede activarse, cada vez, de nuevos modos. Esta podría ser
la manera estratégica de encarar los nuevos desafíos. Primero: la aprobación de
Enero deberá contar con la mayor legitimación posible, superando incluso el 68%
del apoyo a la gestión del presidente Evo, lo cual es lo más probable (fruto de
una estrategia de apertura, no del encierro). Segundo: debe constituirse un
bloque conjunto que no disperse el voto, para lograr más de dos tercios en el
nuevo parlamento; de modo que sea posible, en lo venidero, no sólo las reformas
legales necesarias para factibilizar los cambios sino, también, las reformas
constitucionales que sean pertinentes hacer (por eso, posponer no es renunciar).
Tercero: este bloque debe ser constituido a partir del CONALCAM, lo cual
produciría una movilidad dirigencial necesaria para renovar los liderazgos; el
nuevo parlamento tiene que constituirse con los actores que protagonizaron el
proceso y los movimientos del cambio tienen que producir nuevos líderes para
seguir resignificando el proceso siempre de nuevos modos; en este sentido, la
adopción que hizo el CONALCAM (en Cochabamba) de la sigla partidaria del
Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (IPSP), como Movimientos al
Socialismo, en plural, haciendo explícita la diversidad en la unidad, muestra
una transformación en la idea misma de partido político; porque se trata de una
mediación organizativa del propio pueblo, donde el instrumento político es
supeditado a una entidad que no se subsume en este: el MAS vendría a ser al
CONALCAM lo que el subcomandante es a los comandantes y las comandantas
zapatistas. Y esto es lo que debería significar el poder detrás del trono: la
potencia del pueblo organizado que delega democráticamente su representación
política. Esto es: la participación en el elegir a los delegados antes que
reducirse sólo a votar su elección.
Un pensar estratégico se mueve siempre en la contingencia; por eso debe saber
evaluar el ámbito de las posibilidades que se abren en cada coyuntura. Su
fidelidad radica en el horizonte que se propone el pueblo en su liberación (que
es siempre un camino), pero es el presente histórico el lugar de la posibilidad
de tales o cuales movimientos. Saber identificar las potencialidades del
presente requiere, siempre, abrirlo hacia lo por-venir, de ese modo, los
movimientos en la realidad se enriquecen. Abrir lo potencial de la realidad
significa el diálogo de los tiempos, porque todo presente contiene su pasado y
su futuro; un presente dinámico va resignificando estos, su construcción es
también reconstrucción de pasado y futuro. Por eso su impulso inicial es siempre
hacia el pasado, porque la fuerza del futuro es la sustancia del pasado, cuanto
más pasado se contenga, más futuro es posible de ser proyectado. La historia nos
ha privilegiado este presente, pero el merecimiento es, en definitiva, siempre
nuestro. Merecer este proceso tiene que ver con merecer el pasado que
necesitamos para proyectar un futuro merecido. La esperanza es una memoria que
desea, el futuro es el pasado que recuerda. Ese pasado es el que vino con la
marcha: el "Manifiesto de los Agravios" de Belez de Córdova, el "volveré y seré
millones" de Tupac Catari, los guerrilleros de la independencia, doña Juana
Azurduy y su ejército de indios, las tropas del Willka, "los igualitarios" de
Andrés Ibáñez, la "marcha por la vida" ya no fue detenida en Calamarca, y las
marchas por "la tierra y el territorio" de los noventas, que ya demandaban una
nueva constitución, confluyeron todas en la marcha, de otro octubre que bajó de
El Alto a Chuquiago Marka, La Paz. Se cerró un capítulo y se abrió otro.
Cada momento del proceso no puede enfrentarse de modo específico. Es decir, las
respuestas no pueden ser inmediatas; su mediación debe ser la reflexión. La
praxis sin reflexión se vuelve ciega. Sin la mediación de la reflexión, la lucha
se puede diluir en su inmediatez y esto puede acabar con la lucha misma. La
misma constitución no agota el proceso ni lo que proyecta; todo lo conseguido no
puede evaluarse sólo a la luz de un texto incólume. Por eso, cada momento que
atravesamos, requiere de evaluaciones propositivas: lo logrado no debe cancelar
lo por lograr, sino que debe lo logrado ser posibilidad para nuevos logros. Por
eso, la disyuntiva no es nunca: o luchamos o pensamos; porque una lucha que no
comprende el fondo del asunto puede degenerar en una lucha por la lucha.
Hay que dar sustancia a las luchas, de modo que estas puedan nutrirse de
perspectiva estratégica. Explicitado el fondo, es como las luchas se sintetizan
y permite su cohesión; sin claridad de este, las luchas se fragmentan y se
separan, unas de las otras. Pensar el fondo del asunto no es, entonces,
abandonar la lucha, sino darle sustancia; porque el pueblo (como sujeto de
transformación) no puede moverse sólo en lo circunstancial, su movimiento debe
de dotarse del sentido que nutre todas las luchas y les da un horizonte preciso,
como un norte que no permite el extravío de las luchas. Luchar y pensar son
momentos paralelos que se requieren, uno al otro. De lo contrario, por falta de
reflexividad, se abandona lo estratégico y la fuerza de las luchas se
desperdicia imprudentemente. Todo se hace paso a paso, asimilando lo logrado,
sin forzar los eventos; si no sabemos domesticar la fuerza de río, este puede
destruirnos. Dos modos de conciencia se le presentan al ser humano. La una es
luz que cree alumbrarlo todo; la otra está hecha a base de paciencia. Su modelo
no es la visión sino una perseverancia más humana: escuchar (escucha el que está
predispuesto al diálogo, esta predisposición es la base de toda acción
racional). Es la penitencia de un hacer comprometido y responsable; es una
conciencia que se hace política que, como el pescador, espera, en un hacer
paciente, que el pez venga a la caña. La sabiduría política no consiste en la
visión que lo ve todo pero no puede realizar nada, sino en esa faena, dura y
paciente, de pescador perseverante, que acopia los peces, uno por uno, para
llevarlos a la mesa, para que la vida esté asegurada y pueda prodigarse
libremente.