Latinoamérica
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El petróleo y la cultura mexicana
Bolívar Echeverría
El proyecto de reformas a la empresa paraestatal Petróleos Mexicanos, enviado
por el ejecutivo al Congreso de la Unión, ha puesto a discusión una serie de
problemas de primera importancia para el país que él pretendía más bien pasar
por alto. En torno a ellos, la aproximación científico-técnica y
científico-económica ha puesto a disposición de la opinión pública un riquísimo
conjunto de conceptos –riquísimo lo mismo cuantitativa que cualitativamente- con
los que ella puede fundamentar sus tomas de partido. Se trata, cabe decirlo, de
conceptos que en su abrumadora mayoría conducen inequívocamente al
cuestionamiento de ese intento gubernamental de reforma como un proyecto torpe
en lo técnico, absurdo en lo económico e irresponsable en lo político.
Frente a esta aproximación científica al tema del petróleo mexicano, hablar del
asunto en términos no científicos, desde una perspectiva cultural, como es tema
propuesto a esta mesa, parecería desentonar por completo, forzar demasiado la
materia que está a discusión.
Pienso, sin embargo, que no es así. Sobre todo si se tiene en cuenta que esa
riqueza de la aproximación científica no se ha visto acompañada de una riqueza
equiparable en el campo de la aproximación política. Esta se ha mantenido, por
lo general, en el ámbito más bien estrecho de la política como política
electoral.
Comparto la opinión de quienes afirman que un elemento principal de la riqueza
objetiva, como es el petróleo en el caso mexicano, adquiere un orden simbólico
de realidad que, más allá de lo técnico y lo económico, puede tener una vigencia
decisiva en términos propiamente políticos.
Si pensamos la cultura no como un simple ornamento de la vida práctica sino como
una dimensión esencial e indispensable de la existencia social y si pensamos
además la cultura como un cultivo de la identidad comunitaria -un cultivo que,
al mismo tiempo que la reproduce de mil maneras, la pone también en cuestión de
mil maneras- y si pensamos por último esta identidad comunitaria como un
conjunto de formas de vida y de formas del mundo de la vida que una comunidad
prefiere con tal fuerza que llega a considerarlas indispensables para su propia
existencia; si pensamos de este modo, entonces, todos los elementos que
contribuyen a definir esa identidad adquieren una relevancia inusitada; su
presencia real como hechos o como objetos recibe una consistencia de orden
simbólico: en el uso de cada uno de ellos no están en juego ellos solos, sino
junto con ellos algo más, la identidad comunitaria que se ha construido en torno
a ellos.
Quisiera, en los minutos que tengo para mi intervención argumentar en torno al
hecho de que la identidad nacional mexicana, a la identidad de los miembros del
estado o la república mexicana tiene en el petróleo, en la riqueza petrolera,
uno de esos elementos simbólicos a los que me refiero, un elemento simbólico
central.
Como es conocido, la sustentabilidad de un estado moderno capitalista debe estar
garantizada por dos factores de orden material capaces de acompañar al impulso
empresarial de los propietarios privados más pudientes y poderosos de la
sociedad civil, dos factores de alcance relativo dentro del concierto de los
estados: una autosuficiencia económica y una relevancia geopolítica.
Pero la garantía de sustentabilidad de un estado moderno no está dada sólo por
estos factores. Ella reside también, y de manera esencial, en la capacidad que
ese estado demuestra de aglutinar y organizar sobre un territorio determinado a
una determinada población, a un determinado humus antropológico, "étnico", en
calidad de nación; en su capacidad de dotarse a sí mismo de esta base inmaterial
y evanescente que es la identidad, la fidelidad a un conjunto de formas. La
nación es una comunidad imaginaria, producto de una sutil alucinación, que
autoidentifica a esa población al ser refuncionalizada en tanto que sustento
humano concreto de un estado capitalista moderno. Así como la vigencia de la
nación vuelve simbólicos todos los componentes de la vida y su mundo, así
también, a la inversa, la vigencia simbólica de esos componentes es la prueba de
la realidad de la nación como el sustento humano del estado.
En el caso de México es posible decir que la vigencia simbólica de la riqueza
petrolera es una de las principales entidades que contribuyen a dar realidad a
la comunidad mexicana en su existencia como nación del estado mexicano.
Si damos una mirada a la historia, es posible decir que, pese a que el nuevo
poder había había declarado, casi por decreto , el fin de la Revolución Mexicana
en 1920 y la conclusión de la reforma agraria, en 1930, una restauración de la
república oligárquica prerrevolucionaria se consolidaba y volvía cada vez más
evidente, una restauración que daba lugar a expresiones de un balance histórico
desencantado, como las del corrido que dice:
" Hagamos de cuenta que fuimos basura / vino el remolino y nos alevantó".
Apenas reubicados por la tormenta, los miserables retornaban a su misma miseria.
Veinte años de muerte y destrucción habían pasado, y su paso parecía haber
recompuesto el estado de cosas tal como era antes de ellos.
El sentido de la presencia histórica del presidente Lázaro Cárdenas puede
resumirse en la idea de que lo que él pretende ante todo es contradecir ese
balance desencantado, demostrar que la revolución no sólo "alevantó" a los
miserables para dejarlos caer de nuevo en la misma situación, sino que ella dejó
frutos positivos, que abrió el paso a una nueva sociedad. Cárdenas intentó
romper la clausura del estado oligárquico, que al dejar fuera a la mayor parte
de la población mexicana, había minado la república construida por la reforma
liberal juarista hasta dar al traste con ella. Una nueva república es lo que
Cárdenas soñaba construir: un estado capitalista moderno, levantado incluso en
contra de los potentados, pero un estado capitalista dotado estructuralmente de
un fuerte correctivo social, como era la tendencia política dominante en esa
época.
Dentro del proceso de formación de la república postrevolucionaria tuvo lugar un
episodio central al que es posible atribuir alcances fundacionales: la
resolución que una tarde dramática de 1938 tomó el presidente Cárdenas en su
calidad de árbitro en el conflicto entre los trabajadores de la industria
petrolera y las compañías extranjeras concesionadas para extraer y elaborar el
petróleo. La resolución presidencial fue en un doble sentido: afirmó el sentido
social de la economía capitalista, al darle la razón a la parte trabajadora y
reasumió el sustento territorial del estado mexicano, la riqueza petrolera de su
nación.
Ya desde comienzos del siglo XX el petróleo tuvo una connotación simbólica en el
ámbito de la cultura mexicana. Su incipiente protagonismo en la tecnificación
productiva y en el auge salvaje de la economía de los capitalistas porfirianos
auguraba días aciagos para el mundo tradicional de México. López Velarde lo
percibía esto con claridad cuando escribió, dirigiéndose a una idealización de
la república oligárquica:
"El Niño Dios te escrituró un establo / y los veneros del petróleo el diablo."
Para él, el petróleo no era otra cosa que un instrumento de la destrucción de la
"suave patria", un representante de la modernización devastadora que amenazaba
con extenderse inmisericordemente sobre el territorio indefenso de México.
Pero Cárdenas no debe ser visto como el defensor de esta figura ominosa del
petróleo. Su utopía es la de una modernización al mismo tiempo capitalista y
humanista –por estar dotada de un sentido social- que no desprecia la "suave
patria" sino que pretende rescatarla del carácter oligárquico que la ahoga en
secreto. La clave de su utopía está en la capacidad de darle un uso social y
nacionalista a la riqueza petrolera. El petróleo simbólico de la identidad
nacional-estatal mexicana no es el de la devastación sino el de una
reconstrucción no oligárquica de la república mexicana.
Triste fue el destino del sueño utópico de Cárdenas. El capitalismo no acepta
correctivos de tipo social, no acepta racionalizarse, organizarse: no respeta ni
a la población ni el territorio sobre el que se asienta. Fue un sueño del que,
al despertar en los años ochenta, México pasó sin intervalo a la pesadilla
neoliberal, desatada por la presidencia de Salinas de Gortari. Una pesadilla que
el gobierno actual se niega testarudamente a abandonar, como queda demostrado
por el carácter inocultablemente privatizador de la propuesta de reforma enviada
al Poder Legislativo. La globalización neoliberal ha llevado a la política
económica mundial al borde del colapso. Este hecho, reconocido ya mundialmente,
ha llevado a sus poderosos iniciadores a abandonarla, aunque tal vez ya
demasiado tarde. El gobierno mexicano es uno de los pocos que insiste en seguir
poniéndola en práctica, temeroso tal vez de que "lo bueno por conocer" vaya a
ser mucho peor (para él) que "lo malo ya conocido".
La globalización neoliberal persigue una meta contradictoria: descansa sobre la
existencia del estado nacional pero al mismo tiempo malbarata su fundamento
territorial, desmantela su nación y anula su identidad nacional. No hay que
ignorar, sin embargo, que una población desnuda de identidad, se avergüenza, y
que, como dice Marx, en el poema que O. Paz dedica al sacrificio de los jóvenes
en 1968, en la Plaza de las tres culturas,
" una nación que se avergüenza / es león que se agazapa/ para dar el salto".
Advertencia a la que los gobernantes actuales se empecinan en prestar oídos
sordos.