Latinoamérica
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La violencia de los frustrados
Antonio Peredo Leigue
Bastaría enumerar la cantidad de desmanes que han cometido los grupos
delincuenciales de los comités cívicos, para concluir que estamos al borde de
una guerra civil. Esa es la imagen que deja la actividad de estas pandillas. El
panorama que pintan los medios de comunicación empeñados en una campaña de
desprestigio del gobierno exagera la nota y, lo que es grave, tergiversa
descaradamente los hechos. El resultado es evidente: dejar la impresión de un
país en guerra interna.
Los hechos de violencia han aumentado en intensidad a partir del 10 de agosto,
cuando el referendo revocatorio dio un apoyo masivo a la política del presidente
Evo Morales. 67,41% de los votantes le dijo NO a los manejos desestabilizadores
de la oposición. El agravamiento de la violencia después de esa consulta, en la
que participó el 86% de los electores, no puede tener otra explicación que la
reacción del vencido que se creía ganador.
Los caciques en el poder
Quienes se arrogan la representación de las regiones están disfrazando sus
intereses de clase. La autonomía es una demanda sostenida en la experiencia de
un poder central desinteresado o incapaz de atender las necesidades y
requerimientos de la mayor parte de los distritos. La participación popular,
implementada hace una década, fue insuficiente para satisfacer las expectativas
de los sectores sociales.
Por esa misma ausencia del poder central, el caciquismo local asumió el poder.
Las luchas entre los grupos de poder llegaron, en muchas oportunidades, a la
confrontación armada. Muertos y heridos conformaban una estadística propia de
países atrasados. Los partidos que se turnaban en el gobierno central, estaban
obligados a buscar acuerdos con uno u otro cacique que, por el periodo
correspondiente, figuraba como dirigente del partido de poder. Así ocurrió hasta
diciembre de 2005.
Como es lógico, los grupos locales no desaparecieron; desconcertados por una
nueva realidad confirmada en las elecciones de entonces, creyeron que podían
potenciarse manejando las regiones. Encontraron, sin embargo, que no podían
sostenerse sin contar con el apoyo del poder central, al que acudían para
solucionar su incapacidad administrativa, su insolvencia económica y su
prepotencia política. Tenían que recuperar ese poder que, acostumbrados a
servirse de él, creyeron que podían prescindir del mismo.
La lucha de clases
Durante dos y medio años, con toda clase de acciones, intentaron afianzarse
regionalmente. Durante años, han sometido a hombres y mujeres de las amplias
zonas donde domina su prepotencia. Sus órdenes eran obedecidas resignadamente. A
nivel nacional, les bastaba reclamar que se atendiera sus intereses particulares
a cambio de la promesa, fácil y hasta satisfactoria, de mantener el sometimiento
de la población, que ahora se les rebela.
Saben que se trata de una lucha de clases y, a la vez, cuentan con acentuar la
discriminación racial. Bandas de matones a bajo costo, se mueven bajo consignas
tan groseras como "terminemos con los Collas, raza maldita". Collas, son los
indígenas y mestizos de origen altiplánico que se han extendido por todo el
país. Realizan las tareas agrícolas y el comercio menudo. Por supuesto, las
logias que conforman los empresarios mantienen este odio, como característica
del "espíritu camba" que han asumido, como si se tratase de una idiosincrasia a
la medida de sus costumbres señoriales. Camba, cincuenta años atrás y aún ahora
en la jerga coloquial de las logias, era y es el apelativo con que se denomina
al indígena o mestizo de las tierras bajas, apelativo usado generalmente con el
mismo sentido despectivo que "colla".
Los Marincovic ahora, los Bleyer ayer o los Valverde anteayer, activos miembros
de estas logias, usan a éstos para atacar y humillar a aquellos. No hay ninguna
diferencia con los manejos bonapartistas, en la Francia del siglo XIX, ni con
los odios incentivados por el embajador Goldberg en el Kosovo de estos años.
La fiera terrorista
En los últimos días, abiertamente, los prefectos Cossío, Costas, Suárez y
Fernández, se han declarado en guerra contra el gobierno. En realidad, se trata
de los comités cívicos, con nombre emblemático de Branco Marincovic, que en
realidad dirige a todos los demás. Sus acciones son terroristas; cualquier
tribunal que se ajustara a las leyes, los condenaría a la cárcel por largos
años. No es el caso de fiscales y jueces que han abandonado sus funciones en
beneficio de cívicos y prefectos opositores.
Toda instrucción dada a las fuerzas del orden es resistida con violencia,
incluyendo el secuestro de armas y maltrato a los uniformados. Buscan,
desesperadamente, que el gobierno tome medidas represivas. De esa manera,
esperan que algún país, con el apoyo de su embajador, los apoye para iniciar una
guerra interna con la que derrocar al gobierno de Evo Morales, apoyado por más
de dos tercios de la población. Si, en el camino que se han trazado, matan al
presidente, tanto mejor.