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Latinoamérica

Pueblos indígenas, izquierda y resistencia en Colombia

Juan Carlos Houghton y Carlos Deocón
Pueblos

Los pueblos indígenas de Colombia constituyen el 1,5 por ciento de la población del país, pero desde los años 70 se han convertido en la más importante apuesta política por la construcción de una nación diferente, en la que coexistan proyectos sociales y económicos alternativos y enfrentados al capitalismo. Puede afirmarse que el movimiento político indígena goza de buena salud en el contexto retraído de las luchas sociales en Colombia, lastradas por una larga y sangrienta represión que ha encontrado su máxima expresión en la política autoritaria (llamada "de seguridad democrática") del gobierno de Álvaro Uribe.
Sin embargo, una paradoja atraviesa el comportamiento político de los indígenas colombianos. De una parte, el proyecto de autonomía territorial es impulsado mediante luchas de resistencia y creación de modelos sociales y políticos alternativos, a través de una fuerte oposición al gobierno de Uribe, lo cual nos habla de un movimiento social y político vigoroso, enfrentado al status quo, que ejerce autonomía en sus territorios, propositor de una sociedad diferente. De otro lado, los partidos políticos indígenas y una parte de la organización indígena concurren a los espacios institucionales de participación, representación y concertación, que ofrecen escasos o nulos resultados a los indígenas, pero legitiman el discurso neoliberal de participación sin derechos que emplea el gobierno.

El proyecto estratégico

La historia reciente de los pueblos indígenas en Colombia les otorga el mérito de ser precursores de un proceso de transformaciones constitucionales que incorporaron las realidades pluriétnicas de América Latina. Entre los protagonistas de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 estuvieron los 3 delegatorios indígenas que, a pesar de su reducido número, tuvieron una especial visibilidad política, una participación valorada positivamente por los demás partidos y unos resultados sin precedentes. Este ejercicio temprano vislumbró para las organizaciones no sólo un panorama progresista, sino un conjunto de desafíos ideológicos y programáticos. La idea de ser pueblos, la convicción de poder desarrollarse como entidades territoriales autónomas al interior del Estado y la creciente conciencia de territorialidad se articularon con un liderazgo indígena que se formó en una época de fuertes procesos de liberación nacional y que fue influido por sectores y organizaciones de izquierda no estalinista. El resultado de esta fusión fue una apuesta muy decidida por la consolidación de un proyecto autonomista de fuerte contenido político territorial más allá de las expectativas de incidencia dentro del Estado. Las organizaciones indígenas de base en gran medida han mantenido esta perspectiva, que se ajusta a muchas de sus disputas de vieja data con el Estado.
La defensa del territorio ha sido el núcleo duro de las relaciones con el Estado. A través de este principio se valoran las políticas estatales, los comportamientos injerencistas de los funcionarios, su complicidad con las empresas transnacionales... Este fuerte componente territorial es también el criterio para evaluar las relaciones con la izquierda armada, cuya estrategia militar necesariamente implica formas de control territorial y mecanismos de exclusión de cualquier otra forma de gobierno que opaque o impida su hegemonía política.
Pero se trata de una dinámica dual por efecto de la captura ideológica del proyecto indígena en la Constitución del 91. Ésta se convirtió en una especie de jaula ideológica, pues durante varios años pareció "representar" adecuadamente el planteamiento político indígena; en efecto, la Constitución reconoce los territorios indígenas como entidades autónomas, se reconocen los gobiernos y la justicia indígena, y se defiende el derecho de impulsar modelos económicos diferentes al capitalismo. Sin embargo, tras más de 15 años, la realidad ha enseñado a las organizaciones que una decisión de la OMC es más importante que la Constitución. Pero aunque el modelo territorial indígena es más fuerte que nunca, no está claro para gran parte del liderazgo indígena si cabe en los marcos de la actual institucionalidad o si debe romperla para que se adecue a sus propósitos.

La expresión política y electoral

Al tiempo que se consolidaba en las organizaciones de base este fuerte discurso y práctica de autonomía territorial, otra parte muy importante del liderazgo indígena incursionaba con nombre propio en el mundo partidista electoral, luego de décadas en que la participación política indígena estuvo mediada por el clientelismo del partido liberal-conservador. La época en que tiene lugar este tránsito se correspondió también con la del derrumbe ideológico del socialismo estalinista, que tuvo como primer caído en combate a una gran parte de la izquierda que se había distanciado precisamente de esa postura política. En el caso de los sectores de izquierda que habían influido de manera importante al movimiento indígena o militaban en él, se presentó una migración acelerada hacia posiciones socialdemócratas y algunas hacia la derecha. La aparente victoria electoral del M19 y sus aliados (entre ellos los indígenas) en la Constituyente y sus compromisos para dar luz a la nueva Constitución, los convirtieron en partidos defensores de una nueva institucionalidad que, aunque incluyó algunas garantías a los ciudadanos, también le reconoció muchas al capital.
Estos hechos ubicaron rápidamente a las fuerzas político-electorales indígenas en el centro del espectro político, defendiendo la institucionalidad y esperando la oportunidad de aprovecharla para el proyecto indígena; se trata de un lugar del que han tenido enormes dificultades para desmarcarse. La necesidad de estar en instancias de representación se convierte en más importante que el programa, pues no se reconoce otro espacio para la política. De ser los indígenas en el Estado, pasaron a ser los indígenas del Estado. La supervivencia política de estos partidos partidarios indígenas -es decir, la necesidad de ganar cargos y mantener las votaciones-, más que la defensa del programa indígena, muy pronto condujo a reproducir los vicios típicos de la política clientelar: alianzas sin programa, acuerdos electorales con los enemigos de los indígenas, entrega indiscriminada de avales, todo lo que garantice mantenerse en el Estado aunque ello implique apuntalar sus políticas lesivas hacia los derechos indígenas.
Pero el actual gobierno introdujo una gran polarización en el país, reduciendo casi totalmente el espacio para el centro; el antiguo centro político salió en estampida hacia la derecha y algunos se inscribieron en un nuevo partido, el Polo Democrático Alternartivo (PDA), que agrupa a socialdemócratas e izquierda, pero que en Colombia es visto por el establecimiento como una amenaza extremoizquierdista.
Los indígenas en las anteriores elecciones presidenciales no entendieron esta polarización y persistieron en quedar en el centro, con un resultado paupérrimo que metió en crisis a sus estructuras. La solución, sin embargo, no fue volcarse hacia los partidos de izquierda, sino profundizar sus alianzas con partidos del establecimiento y desideologizar aún más sus estrategias políticas, tal como se evidenció en las pasadas elecciones regionales, donde apoyaron o avalaron a candidatos distantes del ideario indígena. No es, por tanto, en el mundo de la política donde el movimiento indígena se encuentra con la izquierda y el resto del movimiento popular.

Hacia una confluencia

Por la persistencia de estos dos modelos de acción política -la estrategia autonómica y la estrategia electoral de incidencia- resulta reiterada la ambigüedad de la posición indígena: por un lado se opone al TLC y por el otro se alía con los partidos que lo imponen; por un lado resiste a las medidas militaristas del Estado y expulsa a los militares que están en sus comunidades, como ocurrió en Toribío y Caldono, y por el otro defiende a alcaldes que no dudan en aplicar la más sofisticada represión policial, como en Bogotá con Antanas Mockus.
Se trata, claro está, de sectores indígenas diferentes; pero ambos coexisten tanto en las estructuras partidarias como en las comunitarias de base, sin que el debate, que lo hay, implique cambios más radicales en la orientación política. Una de las razones que inciden para que la discusión no se resuelva claramente a favor de la postura de autonomía territorial indígena, que implica la ruptura con el establecimiento y la institucionalidad, es que obliga al movimiento indígena a articularse decididamente con otros movimientos sociales y políticos, como el movimiento campesino, el afrodescendiente, el sindical, y con la izquierda radical, lo cual tiene obstáculos.
De un lado, porque el movimiento indígena surgió del seno del movimiento campesino como una forma de reivindicar derechos como pueblos, que incluían autonomía, territorios y cultura, más allá de las reivindicaciones campesinas. Y el regreso a aquella primigenia unidad de los años 70 exige que las reivindicaciones indígenas continúen siendo diferentes de las campesinas, pero que ambas logren confluir. Lo cual implica todo un reto conjunto que apenas se está comenzando a afrontar. De otra parte, porque en la historia del movimiento indígena hay muchos momentos en que la izquierda armada ha agredido a las organizaciones indígenas y a sus líderes para imponer su hegemonía territorial. Es una posición que no ha desaparecido y, por el contrario, se exacerba en momentos de agudización del conflicto. Superar este obstáculo por parte de la izquierda no es poco desafío.
Pero también es inevitable que las organizaciones indígenas, una vez acuerden que el verdadero programa político es la autonomía territorial y los modelos de vida alternativos, se tengan que acercar a otros movimientos sociales y a la izquierda radical. Esto es así porque lo más cercano al punto de vista de autonomía territorial indígena es la posición de soberanía popular, que no es un tema relevante para la socialdemocracia o que a lo sumo lo entiende en términos de participación, mientras que sí constituye el centro de las propuestas populares y socialistas. Lo esencial de la territorialidad indígena es que cuestiona el poder de fondo, porque centra su lucha en el control, dominio y propiedad colectiva sobre los recursos naturales, desarrolla formas efectivas de control popular sobre los territorios y rechaza formas de control foráneo sobre éstos y aquellos. Este proyecto ha permitido generalizar un sentimiento o una mentalidad en la mayoría de la población indígena de ser sujetos políticos que aspiran a autogobernarse, y lo hacen. El control territorial es una de las más directas formas del ejercicio del poder, del ejercicio de la política.
Lo anterior es el fundamento de las acciones y comportamientos de los pueblos indígenas en Colombia, expresada principalmente en la oposición radical al ALCA y los TLC, la OMC y sus aliados, la lucha por el agua, la oposición a la explotación petrolera y a la expoliación de la diversidad. No hay duda de que se trata de luchas anticapitalistas. Pero, por otra parte, se trata de la defensa de acumulados políticos ancestrales; de resistir a la pérdida de sus derechos y de su propia existencia como pueblos. No se trata aquí de políticas y luchas parlamentarias, ni siquiera en términos de gobernabilidad. Estamos ante procesos de consolidación de poder, porque el ejercicio de control territorial permite materializar esa cualidad de sujeto político colectivo.
El riesgo es que la construcción indígena de otras formas de poder, de hacer de la democracia un ejercicio directo, logre articularse con otros movimientos sociales y políticos colombianos no sólo como un agregado pintoresco, sino como eje de su programa. Si ello ocurre, tendremos no sólo un movimiento indígena articulado con las actuales luchas de los otros indígenas del continente, transformando las estructuras del Estado, sino una izquierda con un proyecto más profundo de democracia y poder popular.
La resistencia indígena está marcada por la defensa de ser pueblos. Lo que se planteó frente al colonialismo metropolitano y el colonialismo interno (que es la realidad de los pueblos indígenas) hoy se redimensiona como lucha contra el nuevo colonialismo capitalista. Pero la resistencia, para que fructifique, por necesidad debe convertirse en levantamiento, que no es otra cosa que enfrentamiento global a los desafíos del capital. En esta tarea los indígenas colombianos no pueden avanzar solos, pero el resto de los movimientos sociales y la izquierda democrática no pueden prescindir del movimiento indígena.

Juan Carlos Houghton es investigador del Centro de Cooperación al Indígena (CECOIN) y Carlos Deocón forma parte del Grupo Intercultural ALMÁCIGA. Este artículo ha sido publicado en el nº 29 de la revista Pueblos, diciembre de 2007. 

Fuente: lafogata.org