Latinoamérica
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Otra Colombia es posible
Emir Sader
Recuerdo la preocupación de García Márquez cuando veía lo que estaba ocurriendo
en Argentina, alrededor de 1977, porque Colombia no se transformase en otra
Argentina. Él, que no había recibido todavía un Premio Nóbel que dio a su país
un relieve mundial, había advertido el camino por el que se dirigía Colombia.
Tres décadas después, Colombia continúa siendo uno de los epicentros de la
"guerra infinita" del gobierno de George W. Bush. Álvaro Uribe es producto de
esa política, el aliado más estrecho –uno de los pocos con que cuenta en América
Latina— de la política belicista de Washington. Uribe fue electo con la promesa
de la famosa "mano dura", en la búsqueda, para Colombia, de una solución
"iraquí", "bushiana", que consideraba que las tentativas de pacificación de los
anteriores presidentes mediante negociaciones habían fracasado.
Un país cansado de la violencia vio como un presidente en connivencia con los
grupos paramilitares, y a través de ellos, con los cárteles del narcotráfico,
concentraba recursos militares puestos a su disposición por el gobierno
norteamericano en unas operaciones militares pretendidamente capaces de allanar
el camino del triunfo de la democracia en el país. El aislamiento de las
guerrillas favoreció la consolidación de Uribe, quien –como otros presidentes
neoliberales del continente, como Fujimori o Cardoso– reformó la Constitución
del
país durante su mandato para poder optar a la reelección, y ahora intenta
conseguir un tercer mandato.
Hizo una política interna ortodoxamente neoliberal, sin percatarse del
agotamiento de la misma en todos los países del continente. Llevó a la práctica
una política represiva que interfirió claramente en los derechos democráticos de
la población, contando –como ocurre con todas la políticas antipopulares– con el
apoyo de los grandes medios de comunicación oligárquicos. Asimismo, se aisló de
los procesos de integración regional, intentando firmar un Tratado de Libre
Comercio con Estados Unidos, no cerrado hasta ahora sólo por las objeciones que
el Partido Demócrata formuló contra las precarísimas condiciones de los Derechos
Humanos en Colombia bajo su presidencia.
Uribe no quiere que se concrete el canje de prisioneros de las FARC por los
prisioneros de su gobierno. Su apoyo interno depende de la demonización de las
FARC, que le permite aparecer como el hombre del "orden". Cuando su reelección,
Uribe tuvo como principal oponente a Carlos Gaviria, candidato del Polo
Democrático, un partido de izquierda que desbancó a los partidos Liberal y
Conservador, constituyéndose en la mayor amenaza para la continuidad de Uribe.
En las recientes elecciones municipales del pasado octubre, el gobierno perdió
en las principales ciudades –como Bogotá, nuevamente conquistada por el Polo
Democrático, Medellín o Cali– frente a los candidatos de izquierda. Se ve, así
pues, que las políticas oficialistas en la línea de Uribe –quien apoyó a los
candidatos perdedores– no gozan del favor popular y necesitan imperiosamente de
la crispada polarización con las guerrillas para intentar perpetuarse en la
presidencia del país. Uribe nació de la violencia, y sabe que su supervivencia
política depende de que la violencia no termine. Los diversos intentos de
desbloquear la propuesta de las FARC de intercambio de presos de la guerrilla
por presos del gobierno revela el papel de cada gobierno del continente, muestra
quién busca soluciones pacíficas, democráticas, para las crisis, y quién, en
cambio, desea perpetuar la espiral de violencia en Colombia. La situación podía
ahora ser desbloqueada gracias a la actuación del presidente de Venezuela, Hugo
Chávez. Cuando el proceso estaba en curso, Uribe echó mano de un pretexto menor
para excluir a Chávez de la negociación, a sabiendas de que la mediación de éste
desde el comienzo ya había acumulado el crédito necesario para que el acuerdo
prosperara. A favor de Chávez están la confianza de los familiares de los
presos, el diálogo con las FARC, su capacidad de iniciativa y la declarada
simpatía de los sectores políticos democráticos de Colombia y de muchos
gobiernos de la región.
Para disgusto de Uribe, las FARC devolvieron al presidente venezolano a las
negociaciones, disponiéndose a entregarle tres de los detenidos, a modo de
desagravio ante la actitud arbitraria del presidente colombiano. Ese primer
gesto, que despejaba el camino para que todos los presos pudieran ser canjeados,
permitió que Chávez confirmase toda su capacidad de iniciativa política y de
movilización de apoyos, revelando el papel de cada quien en la región.
Mientras el gobierno norteamericano, el colombiano y el conjunto de la gran
prensa oligárquica hacían todo lo que podían para que las negociaciones
fracasaran, los gobiernos de Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia, Cuba y
Ecuador –con apoyo de los gobiernos europeos— participan activamente del proceso
de pacificación y de liberación de los cautivos de ambos lados. (La cobertura de
la prensa brasileña es vergonzosa: ninguna publicación escrita ha enviado
periodistas para informar directamente desde Colombia). El ex presidente
argentino, Néstor Kirchner, y Marco Aurelio García, asesor del presidente
brasileño Lula, representaron directamente a sus gobiernos, haciéndose
merecedores del apoyo de la izquierda y de todos los sectores democráticos que
hasta ahora asisten pasivamente a los acontecimientos. Mostrando su compromiso
consecuente con la pacificación de Colombia, primer paso para que otra Colombia
–sin violencia, sin narcotráfico, sin paramilitares, sin secuestros– sea
posible, Hugo Chávez se dispone a dar cobertura al proceso, apelando incluso a
operaciones clandestinas, con tal de conseguir la libertad de los prisioneros.
De la suerte de esas negociaciones depende el destino futuro de Colombia. Un
futuro de pacificación, soluciones negociadas, democratización e integración
continental; o al contrario, de perpetuo enquistamiento del clima de violencia y
de guerra. A favor de la primera alternativa está la gran mayoría de los
gobiernos de la región, que pueden contar con la simpatía de la mayoría del
pueblo colombiano identificado con los familiares de los cautivos. A favor de la
segunda, los Estados Unidos y el gobierno colombiano. Una solución de liberación
de todos los secuestrados apunta a otra Colombia posible y necesaria para su
pueblo y para el continente todo.