Argentina: La lucha continúa
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Cambio de época
Ezequiel Meler
Noticias del Sur
La crisis económica en los Estados Unidos marca, evidentemente, un final de
época. No el fin de la historia que proclamara, parece que hace tanto, Fukuyama.
No la victoria del liberalismo y la finalización de los conflictos. Tampoco,
seamos justos, el fin del capitalismo. No, la historia sigue, terca ella, y al
menos esta vez, acepta incluso un registro irónico.
Destaca, sí, el fin de la hegemonía del pensamiento neoliberal. Es el fin, un
nuevo fin, del modelo de norteamericanización de lo público que latía en los
proyectos privatistas y exclusores propios de los años noventa. La crisis de los
países centrales, que es norteamericana pero también europea, marca el final de
una etapa de pensamiento único, etapa que en rigor había acabado ya en la
periferia, donde se registran los ciclos de crecimiento más fuertes de los
últimos años. Las grandes corporaciones, verdaderos monstruos con presencia
multinacional y facturaciones similares a las de varios Estados, se desploman en
el aire, acudiendo al salvataje el Estado. Toda una paradoja: el Estado,
principio de unidad política de la sociedad, ese mismo Estado que no debía
intervenir en la economía para no "distorsionarla", ahora irrumpe para evitar
una catástrofe.
No hay nada que festejar en una crisis. No sólo por la inevitable perspectiva de
su impacto, si bien moderada por las características del crecimiento argentino,
sino antes que nada por su dimensión humana. No hay nada de "socialismo" en este
renovado estatismo: se han protegido las ganancias y los capitales de los
grandes inversores, que han permanecido privadas. Las pérdidas, ellas sí se han
socializado. Nada se ha hecho, en cambio, para prevenir el impacto social del
cambio: los despidos masivos, los desalojos, etc.
Sorprende que sólo aprendamos de la catástrofe. Hagamos un poco de historia: el
primer liberalismo cayó como política económica recién dos años después de la
crisis de 1929, cuando finalmente los oráculos de entonces debieron reconocer
que no había una mano invisible para sostener el sistema, que era un orden
social el que se fracturaba con los mercados, que el "punto de equilibrio"
walrasiano no llegaría nunca.
Cuarenta años después, fue nuevamente una crisis, la de los años setenta, la que
detonó las críticas a la matriz productiva del fordismo, al costo
económico del Estado de Bienestar, a la necesidad de reconocer mecanismos
universales de eficiencia económica. Desde entonces, impera el principio de
desregulación, si bien es cierto que siempre lo hizo más en las palabras que en
los hechos.
En estos últimos treinta años, los de la hegemonía neoliberal, el discurso
dominante fue la panacea de la globalización, que implicaría, con solo abolir
las regulaciones propias del Estado nacional, un crecimiento potencialmente
infinito de los mercados. Debía conjurarse el demonio estatista. Y los mercados
financieros eran el buque insignia de esta renovada promesa de progreso
infinito. Mercados autorregulados, bancos que se prestaban entre sí, títulos
cada vez más flexibles en un contexto de liquidez nunca visto, que desbordaba
largamente las capacidades productivas.
Pero esos años, los años de la renta financiera, los años del alegre derroche de
capitales especulativos, los años de Reagan, de Tatcher, de Bush -y, por qué no,
de Menem, de Fujimori- también han llegado a su fin.
No por casualidad, las economías emergentes, que han sido las más dinámicas en
los últimos años, poco tienen que envidiarle al modelo privatista. China, Rusia,
o, más cerca, Venezuela, Brasil y la Argentina, han crecido sin renunciar a la
intervención estatal, amparándose muchas veces en el ahorro interno, con una
matriz productiva, y con una explícita vocación regulatoria.
En un momento de cambio –y esto sucede sólo cada cierto tiempo- las viejas
explicaciones para los fenómenos ya no sirven -es más, son visiblemente
absurdas-, pero aún así, a falta de otras mejores, las seguimos utilizando.
Según Weber, las ideologías son aquellos componentes del imaginario social que
relacionan los significados sociales con la estructura del poder social. Todo
poder social es un poder formal y material al mismo tiempo y, por ende, todas
las ideologías incluyen elementos formales y materiales. Toda acción social
incluye en su sentido connotaciones valorativas, ya que en la acción humana no
existirán fines neutros. Pero los valores, a su vez, remiten a un mundo ideal e
idealizado. Los significados sociales que estructuran un orden social, apuntalan
y se apoyan en reglas de procedimiento, valores compartidos, y fantasías de raíz
inconsciente.
Pero, me permito agregar, cuando el soporte material cambia, la ideología muchas
veces queda girando en falso. Pierde su capacidad persuasiva, pierde su fuerza
más significativa, que reside en otorgarle a los hechos un sentido subjetivo.
Déjenme poner un ejemplo. En estos días, la prensa liberal en Argentina tuvo
algunos titulares, diríamos, difíciles de armonizar con el sentido común.
Clarín, por ejemplo, tituló: "Para los economistas, algunos problemas de la
Argentina reducen el impacto de la crisis."