Argentina: La lucha continúa
|
Cuestiones pendientes: archivos
Carlos Slepoy
Durante la dictadura se conocieron sus primeros testimonios. Luego ante la
Conadep, en el juicio a las Juntas, en cientos de procedimientos en distintos
lugares del país antes y después de las leyes y decretos de impunidad, en foros
nacionales e internacionales y ante distintos tribunales europeos, se
convirtieron en testigos indispensables para que se conociera parte de la verdad
de lo ocurrido y se avanzara en la materialización de la justicia.
Es universalmente reconocido el papel histórico que abuelas, madres, familiares,
hijos tuvieron y tienen en este largo proceso de lucha contra la dictadura y la
impunidad. Aparece más oculto el rol decisivo que cumplieron, y cumplen, los
sobrevivientes de los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio.
Los ex detenidos desaparecidos transformaron su drama personal en testimonio
vivo de la infamia y se plantaron frente a sus torturadores y los asesinos de
sus compañeros.
No los han disuadido ni la desaparición de uno de ellos: Jorge Julio López,
siempre en la memoria y sobre cuyo secuestro aún no existe increíblemente ningún
responsable conocido; ni el asesinato de Febres que también inconcebiblemente
gozaba de un régimen privilegiado de detención como hasta hace poco ocurría con
la mayoría de los genocidas; ni la fuga de Corres que hoy tiene apesadumbrado al
fiscal Hugo Cañón, uno de los mejores y más comprometidos fiscales con que desde
hace más de dos décadas cuenta el Ministerio Público. Todos estos hechos,
reveladores de autorías y complicidades en estamentos judiciales que se resisten
a juzgar a los genocidas, y elementos policiales, del Ejército y la Marina
enquistados aún en el aparato represivo, no han sido ni serán capaces de
acallarlos. La sociedad argentina les debe el reconocimiento que aún no tienen y
el homenaje que, adelantándome, desde estas líneas les dedico.
Sobre ellos ha recaído, y recae, el peso fundamental de las pruebas, pero la
verdad por ellos conocida es parcial y necesariamente limitada. Sometidos a un
sistema clandestino de represión, engrillados, atormentados y la mayor parte del
tiempo con los ojos vendados, sólo han podido conocer a aquellos que en su
omnipotencia, y convencidos de su impunidad, más se exponían. Pero 30.000
desaparecidos, más de cuatrocientos centros clandestinos, decenas de miles de
torturados necesitaron del concurso de muchos más criminales que los cientos que
ellos han podido identificar.
Sostenía en su alegato inicial el fiscal Julio César Strassera, cuando se
produjo la apertura de la causa referida al centro clandestino que funcionó en
la Escuela de Mecánica de la Armada –que quedaría archivada tras la promulgación
de la Ley de Obediencia Debida y que ha sido reabierta tras su declaración de
nulidad– algo de común sentido. Si alguien entrega a una persona en las puertas
de una unidad militar, o de una comisaría, sin saber que en ese centro se
tortura, carece de culpa alguna. Por el contrario, si conoce lo que allí sucede,
y con mayor razón si forma parte del personal de ese lugar, debe presumirse su
responsabilidad criminal, por acción o por omisión. La carga de la prueba,
relativa a que estando en un centro de detención ilegal, torturas y asesinatos
no tomó parte en estos delitos, recae sobre esa persona. La presunción de
inocencia, predicable para todos mientras no se pruebe lo contrario, se torna en
este caso en presunción de culpabilidad.
En las unidades militares y policiales existen listados de personal y control de
quienes prestaban servicios. Constan allí sus nombres y, con seguridad, muchos
otros elementos probatorios. Tengo como experiencia personal la de los pedidos
formulados por el juez Garzón a las autoridades argentinas sobre los tiempos y
actividades en los que actuaron Scilingo y Cavallo en la ESMA. Si bien
distorsionados, la Marina hizo entrega no sólo de los períodos en que habían
revistado en ese centro clandestino, sino también de los vuelos que habían
partido del aeropuerto Jorge Newbery hacia distintos lugares del país.
Por otra parte es sabido que los centros clandestinos funcionaron en múltiples y
variados lugares, además de unidades de las Fuerzas Armadas y de seguridad:
empresas, universidades, escuelas, hospitales. Muchos de los gerentes, jefes de
personal, rectores, directores, en muchos casos designados por militares o
militares ellos mismos, colaboraron para que fueran segadas las vidas de miles
de obreros, docentes, estudiantes, trabajadores de la salud. También en este
caso es factible conocer quiénes eran. Sobre su responsabilidad criminal, y en
general la de la trama civil que tejió la dictadura, apenas se ha avanzado.
Mucho menos sobre los principales autores civiles del genocidio, pero esto será,
en todo caso, motivo de otro artículo.
La solución es sencilla. Como en tantos otros casos sólo falta la decisión de
abordarla. Los jueces pueden y deben solicitar la entrega de los archivos de los
lugares referidos, relativos al tiempo que duró la dictadura. Por su parte la
administración, con o sin requerimiento judicial, debe poner todos sus medios
para que sean desarchivados. Se conocerán entonces muchos más de los que hasta
ahora están siendo procesados y condenados. Y, llamados a declarar, muchos de
ellos se convertirán en fuente inestimable de información. Es falso y pernicioso
argumentar que, para que hablen, a los implicados deben otorgárseles prebendas e
inmunidades. Sólo con la acción decidida de la Justicia es posible quebrar los
pactos tácitos o expresos de silencios y complicidades.
Si así se hace, la carga de la prueba ya no recaerá solamente sobre las
víctimas, la Justicia conocerá mejor cuántos y quiénes fueron los responsables y
la sociedad en su conjunto tomará más conciencia de la enormidad del crimen
colectivo cometido.
La apertura de esos archivos permitirá además conocer los lugares en que
estuvieron y el destino que corrieron muchos desaparecidos y, también, a los
represores que continúan hoy prestando servicios en las fuerzas de seguridad. La
expulsión de los mismos y su sometimiento a proceso será una medida que
contribuirá, más que ninguna otra, a una mejor protección de los testigos en los
juicios que se vienen celebrando.
No puedo terminar este artículo sin una referencia expresa a las sentencias que
en estas últimas semanas se han dictado en distintos tribunales del país, entre
ellas la dictada por el Tribunal Oral Federal Nº 1 de Córdoba, integrado por los
doctores Jaime Díaz, Carlos Otero y José Muscará, condenando a Menéndez y a
otros cuatro represores a cadena perpetua y a distintas penas a otros tres. Es
de lamentar que la sentencia no señale que los distintos crímenes por los que
son condenados no fueron más que delitos instrumentales para cometer el crimen
mayor de genocidio. Sin embargo, eso no oscurece su indudable mérito, sobre
todo, en cuanto resuelve que las penas se cumplirán mediante cárcel común y
efectiva, incluyendo a quienes tienen más de 70 años de edad. Sigue en este
sentido la estela de las sentencias que antes –y éstas sí por genocidio– dictara
el Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata conformado por los doctores Carlos
Rozanski, Norberto Lorenzo y Horacio Insaurralde. En adelante estas resoluciones
judiciales marcarán a fuego a aquellos jueces que persistan en otorgar arrestos
domiciliarios, o lugares de detención de privilegio, a los máximos criminales de
nuestra historia reciente. Otro batalla más ha ganado el admirable movimiento
argentino de derechos humanos que desde hace años venía exigiendo esta medida.
Quienes son capaces de cometer los aberrantes crímenes que llenaron de terror y
horror a nuestro país deben saber que su destino es terminar sus días en una
cárcel. Como Rudolf Hess en Spandau.