Argentina: La lucha continúa
|
La escalada entre las corporaciones del campo y el gobierno
nacional
Un conflicto que bien puede terminar en tragedia
Ezequiel Meler
1.
En días pasados, la que parecía una medida más de un sector altamente dinámico,
e innegablemente beneficiado por la política económica argentina durante los
últimos seis años, se ha convertido en el eje ineludible del debate político
nacional. La protesta que se inició contra la nueva modalidad de retenciones
móviles decidida por el joven ministro de Economía Martín Lousteau, inicialmente
despreciada por anodina, se ha convertido en el desafío abierto más importante
de los sectores económicos a un gobierno desde 1989 –o, tal vez, desde 1976-.
Que en dicha protesta se hayan filtrado diferentes predicados opositores, que
hayan galvanizado alianzas aparentemente inauditas –como la de Luciano Míguens,
presidente de la Sociedad Rural Argentina, con Eduardo Buzzi, secretario general
de la Federación Agraria Argentina, así como con los principales partidos
opositores y parte de la clase media antipolítica-, que la escalada verbal
amenace con volverse real, son algunos de los ingredientes que obligan a
detenerse y reflexionar –una recomendación que podemos, generosamente, extender
a los referentes principales del conflicto-.
Recordemos las causas, a esta altura formales, del conflicto. Hace menos de un
mes, el Ministerio de Economía sugirió -y el Poder Ejecutivo, vía decreto de
necesidad y urgencia, homologó- un nuevo sistema de retenciones móviles, que se
ajusta a los movimientos internacionales de los precios de los principales
bienes exportables –a saber, soja, maíz, girasol, trigo y otros-. En principio,
el sistema, como cualquier otro, tiene puntos a favor y puntos en contra. A
favor, que automatiza el monto de la carga impositiva, librando al gobierno de
la desagradable necesidad de adecuar la misma ante cada fluctuación de los
valores internacionales. También, que promueve, a través de la rebaja de la
retención, cultivos desplazados por el boom sojero, como el trigo y el
maíz. Finalmente, una curiosidad en el mundo de los economistas heterodoxos, el
sistema prevé la baja progresiva –e incluso, virtualmente, la desaparición- de
las retenciones, en caso de que se produzca un deterioro de los precios
internacionales. Esto último, de hecho, ya ha sucedido, sin que medie
negociación alguna: al trigo y al maíz, se ha unido, pese a la escalada, la
propia soja, en baja en los principales mercados cerealeros.
El gran punto negativo del sistema es que, por sí mismo, impide
distinguir entre grandes, medianos y pequeños productores. Y esta falencia
técnica, desde luego, ha tenido insospechadas resonancias políticas. El gobierno
ha sido acusado, tanto por las entidades rurales, como por los propios
productores autoconvocados, de no reconocer la diversidad de situaciones
productivas, económicas y sobre todo, regionales propias de la dinámica agraria
argentina. Esta falencia es también una de las razones de la convergencia de
casi todos los sectores organizados del agro, tanto en repudio de la medida,
como de sus autores.
Pero las dificultades que presenta la coyuntura no son de raíz técnica, sino
política. Porque la reacción del campo, a diferencia de otras ocasiones, ha
consistido en una serie de piquetes permanentes, que amenazan con causar, y de
hecho están generando ya, desabastecimiento de productos elementales de la
canasta básica, entre los cuales se encuentran no sólo los alimentos afectados
por las retenciones, sino incluso otros subsidiados, como la leche. Estos
piquetes, que obviamente señalan la presencia de un malestar que no se explica
ni se entiende por los porcentajes involucrados en las nuevas retenciones, han
derivado, inevitablemente, en una serie de hechos de violencia, en los cuales no
faltó la inoportuna participación de dirigentes kirchneristas relegados del
sindicalismo y el movimiento piquetero, como Pablo Moyano –hijo de Hugo, y
titular de los camioneros- y Luis D´Elía, ex secretario de Vivienda, y referente
de diversas organizaciones piqueteras.
2.
En esta cada vez más preocupante escalada, donde todos parecen saber cómo
subirse al tren, pero nadie conoce la fórmula para detenerlo, se inscribe el
discurso de ayer de la presidenta de la Nación. Más allá de algún análisis
superficial, que se ha detenido en sus errores de geografía, lo trascendente del
discurso no fue tanto su previsible contenido, básicamente centrado en la
enumeración de los privilegios fiscales que posee el campo, en la bonanza que ha
vivido en estos años, en las obras recibidas a cambio de las retenciones, en la
situación económica privilegiada del sector en niveles agregados, etc., sino la
reacción que produjo.
Sorprendentemente, los mismos dirigentes que hace años vienen pidiendo represión
para los piquetes de desocupados –que, al lado de éstos, no tienen comparación
ni por su duración, ni por su violencia, ni por sus objetivos declarados-, los
mismos dirigentes que, pocos minutos antes del discurso, habían cerrado las
puertas a toda negociación que no estuviera precedida por una altamente
improbable concesión unilateral del gobierno –al decretar el paro y la
continuidad de los piquetes, cabe subrayarlo, por tiempo indeterminado-,
los mismos dirigentes que, en fin, lanzaron el lock out patronal más
impresionante de los últimos años, se las arreglaron para descargar las culpas
de la situación a las "provocaciones" oficiales.
Horas después, en un gesto que sorprendió a más de un funcionario –y en el que
tanto los más como los menos sagaces han visto la mano de Elisa Carrió- un
conjunto significativo de habitantes de la ciudad de Buenos Aires y la zona
norte, armados con cacerolas y otros utensilios, salió a manifestar su
solidaridad con el campo, en un patético intento de revival de los
sangrientos hechos de diciembre de 2001. La diferencia estuvo, como bien
observaron los matutinos de ayer, además del trágico desenlace de años atrás, en
la absoluta soledad que padeció la movilización opositora, huérfana de réplicas
en el tradicionalmente caliente conurbano bonaerense, lo cual desnudó, a
mi entender, el carácter eminentemente político de los eventos que
estamos viviendo.
En efecto, lejos de tratarse de una protesta económica y social popular,
capaz de aglutinar a sectores urbanos con demandas básicas insatisfechas, el
revival cacerolero consistió en una movilización de pequeños grupos de clase
media y media alta, que, para peor, en vez de toparse con las esperables vallas
policiales, se encontraron, nada amigablemente, con el más oscuro rostro del
peronismo. Me refiero a aquel que, como nos tenía acostumbrados Kirchner en
Santa Cruz, aplica el principio de que "la calle" no se entrega al adversario.
Así, casi de madrugada, cuando los diarios ya imprimían su primera tirada, los
coquetos ciudadanos "caceroleros" fueron echados a empujones de la plaza, patota
mediante, por sus otrora aliados piqueteros, desnudando la profunda polarización
política que se halla en el núcleo mismo de esta contienda.
Para hablar más en claro: ya no se trata de un conflicto por intereses
sectoriales, si es que éste tuvo, en algún momento, la entidad del caso. Cuando
una de las partes, en este caso el campo, condiciona terminantemente el
abastecimiento de artículos de primera necesidad a las principales
aglomeraciones urbanas del país a la lisa y llana rendición del gobierno electo
hace apenas tres meses, de lo que se trata, más bien, es de una pulseada de
poder. Cuando los medios arbitrados incluyen no sólo la no comercialización de
los granos, sino la utilización de toda acción de fuerza requerida, incluida la
violencia desnuda, para evitar dicho abastecimiento, se trata, indudablemente,
de una extorsión. Cuando dicha extorsión se realiza, no a expensas de las
propias ganancias, sino de la posibilidad misma de los ciudadanos –mejor dicho,
de los habitantes de las ciudades- de comprar la casi totalidad de los alimentos
que necesitan en los locales comerciales en donde diariamente lo hacen, dicha
extorsión implica, lisa y llanamente, un ultimátum.
En la situación presente, cualquier concesión del gobierno será leída, como
sucedió antes con Alfonsín –y, mucho antes, con Salvador Allende, en ocasión del
boicot de los camioneros- como una muestra de debilidad. Lo cual, en medio de un
veloz proceso de crecimiento de la economía, no exento de pujas redistributivas
potenciadas por los niveles de inflación, implicaría un precedente de difícil
remoción a la hora de negociar con otros sectores. El gobierno sabe esto. Sabe
que ceder ante el desnudo ejercicio de la violencia sectorial, condimentada por
el odio –en parte cultural, en parte de clase, en parte ideológico- que han
suscitado muchas de sus medidas, su victoria electoral, y hasta su propia
existencia, en amplios sectores de la población, sería un paso suicida. El
control –y, a no olvidarlo, también el descontrol- de la economía por la
conducción política depende de la firmeza de las acciones estatales, lo cual no
implica negarse de modo intransigente a rever toda medida, sino que requiere,
más bien, levantar la mirada para observar el panorama general, valorar la
correlación existente entre la medida tomada y el interés común, y, sólo
entonces, actuar en consecuencia.
3.
Hasta aquí, no parece que hayamos agregado demasiado. Todo paro económico, se
nos dirá con indiferencia, es esencialmente un acto político. Por la
apelación a la correlación de fuerzas específica del contexto, cada uno de los
actores intenta modificar su acceso a la distribución de bienes y servicios.
Esto mismo vale para los casos de lock out. Sin embargo, en este paro el
contenido político que se cuela es muy concreto. Porque la muy mal llamada
"huelga" patronal es motorizada por un sector bien particular. El sector
agropecuario –vale recalcarlo mil veces, siempre en niveles agregados- ha
sido la niña mimada del modelo de devaluación abierto en 2001. Ha recibido
innumerables subsidios –por empezar, el propio tipo de cambio, que hace rato nos
cuesta un buen porcentaje de la escalada inflacionaria en emisión monetaria para
retener el dólar en niveles competitivos y evitar la, más tarde o más temprano
inevitable, revaluación del peso-, asistencias puntuales en combustibles,
descuentos impositivos, etc.
Esencialmente, se trata de un sector cuyos precios internacionales, solamente
en el año pasado, subieron el 120%, cuando ningún precio interno subió en esa
proporción. No habría oferta que aguante semejante capacidad adquisitiva en
manos privadas. Es cierto que el campo debe pagar sus inversiones en bienes de
capital en divisas –algo que no escasea en sus arcas, por cierto-, pero no es
menos cierto que ha sido favorecido también en ese rubro, con aranceles
especiales para la importación. El sector rural, en definitiva, está tan lejos
de la crisis y la recesión como de una mirada realista respecto de su
contribución real al producto nacional ¿Por qué, entonces, la tozudez de la
medida? ¿Por qué la adhesión de los inefables vecinos porteños, siempre
dispuestos a meter cuchara opositora? Este punto amerita, me parece, un
tratamiento por separado.
Mencioné recién, sin más, el odio que despierta el gobierno en algunos sectores
de la sociedad. La apelación a un sentimiento irracional, como factor causal y
componente de una explicación racional, para entender un conflicto político, no
es admisible, al menos, si no viene acompañada de mayores especificaciones. En
un artículo anterior
Ezequiel Meler,