Argentina: La lucha continúa
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Balas y juegos
Néstor Sappietro
APE
Sucedió en barrio Las Flores, en la ciudad de Rosario. Pedro, un pibe de 10
años, recibió de parte de una vecina un balazo que le atravesó una pierna. El
chico jugaba en la vereda con sus amigos y la mujer decidió disparar porque los
pibes 'la molestaban'. La herida del muchachito, afortunadamente, no reviste
gravedad y se recupera en el Hospital de Niños.
No es un caso aislado. La furia incomprensible, la locura, la facilidad con que
se aprietan los gatillos forman parte de la crónica cotidiana.
Un informe que llega de la ciudad de Santa Fe revela que, según estadísticas
oficiales, el 70% de los crímenes que se produjeron en esa localidad en 2007 fue
entre personas que se conocían: familiares, amigos, vecinos y compañeros de
trabajo.
Aquellos asuntos que se aclaraban en otros tiempos con una simple discusión, hoy
se deciden a los tiros.
Nada es casual. La abrumadora campaña mediática con la bandera de la inseguridad
como estandarte impulsó la cultura del sálvese quien pueda y como pueda: 'Hay
que tener un arma en la casa, en la guantera del auto, en el portafolio del
caballero y en la cartera de la dama... Hay que tener un arma a mano. Son ellos
o nosotros'... Esa lógica se situó temerariamente en la Argentina. Los
'justicieros' comenzaron a gozar de una disculpa social que indigna y espanta, y
la vida empezó a perder cotización en el mercado de valores. Las armas se
instalaron entre la gente como un perro guardián que los protegería de los pibes
hambreados que vendrían por ellos. Y ahí están ahora, soltando balas de
cualquier calibre como si nada fuera, ante el enojo más primario, frente a la
más inocente de las víctimas.
Vivimos en el imperio de la intolerancia. Una intolerancia que siempre terminan
sufriendo los más débiles.
¿De qué otra manera se puede entender tanta locura? ¿En qué cabeza puede caber
tanto desprecio por el prójimo? Más aún si ese prójimo es un chico.
Un pibe de 10 años está jugando en la vereda con sus amigos, una señora 'se
molesta' y termina disparándole en la pierna.
Confieso haber integrado, allá en la infancia, una pandilla que molestó a todos
los vecinos de la cuadra. Puedo asegurar que nuestra pelota se estrelló decenas
de veces en alguna ventana desparramando vidrios. También puedo afirmar que
hemos asaltado árboles de mandarina, que tomamos sin permiso flores de los
jardines, que gritamos, reímos y jugamos estropeando la siesta de los adultos.
Admito haber cometido cada uno de esos excesos. Sin embargo, todo terminaba con
la amenaza de acusarnos ante nuestros padres, y en el peor de los casos, con un
par de días de castigo sin salir a la calle. En ese tiempo los vecinos no metían
balas en las piernas de los pibes que jugaban en la vereda.
Alguien deberá explicarle a Pedro, cuando salga del hospital, que no está mal
jugar en la vereda. Habrá que hablarle de una sociedad a la que enfermaron de
violencia. Una violencia engendrada arriba, desde la desigualdad y la
desesperación; y que termina con el desprecio por la vida aquí abajo. Alguien
deberá explicarle a Pedro que él es el futuro, y que tendrá que nacer,
necesariamente, una sociedad nueva que lo proteja de tanta demencia que anda
suelta.