Argentina: La lucha continúa
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Aquellas censuras, estas manipulaciones
Alexis Oliva
Prensa red
Un puñado de recuerdos de arbitrariedades y censuras dictatoriales; un puñado de
ejemplos del arsenal actual para el control social de la prensa. Un mismo
desafío: contar las verdades ocultas y portadoras de justicia.
'Prohibido detenerse o el centinela disparará', advertía el cartel ilustrado con
un no menos elocuente icono de un soldado perfilado para tirar con su fusil.
Ibamos por la ruta entre La Calera y Córdoba, en territorio del III Cuerpo de
Ejército. Y era el año 1976.
Para un niño en plena época de los 'por qué' semejante arbitrariedad era difícil
de digerir.
-¿Pero qué pasa si se rompe el auto?
Mis padres intentaban atenuar lo chocante de la amenaza, aclarándome (acaso
mintiéndome) que en ese caso había que bajarse rápido a empujar el auto fuera de
la zona, y nos perdonaban la vida.
Los que fuimos niños durante la dictadura tuvimos esa temprana oportunidad de
aprender conocer la arbitrariedad en su forma más pura y cruel. Pero también de
descubrir las mentiras, censuras y manipulaciones mediáticas, que en aquella
época eran más brutales pero menos efectivas que las actuales.
Recuerdo un primer interés informativo -apuntalado por lecturas de Arthur Conan
Doyle y Agatha Christie- centrado en un personaje conocido como 'el Hijo de Sam'.
Era un famoso asesino serial llamado David Berkowitz que -menos artesanal que un
Hannybal Lecter- despachaba a sus víctimas con un revólver 44, por mandato del
mismísimo Satanás encarnado en el perro de su vecino. Sus crímenes aparecían
profusamente detallados en la prensa argentina, que mientras tanto ignoraba los
de otros asesinos seriales tanto más peligrosos como 'oficiales' que se
adueñaban de la vida y la muerte en nuestro país y que todavía estamos
intentando sentar en el banquillo de los acusados.
Aquel miedo obsesivo hacia 'el Hijo de Sam' fue mi primer episodio de alienación
mediática, previo incluso al más entendible brote de llanto que me causó el
holandés Naninga al marcar de cabeza el empate y poner en peligro el triunfo
argentino en la final del Mundial 78, la más exitosa cortina de humo montada por
el gobierno militar.
Por suerte por esos días también leía a Mafalda. Entre otras lúcidas sentencias,
la niña-adulta creada por Quino afirmaba: 'Los diarios no cuentan la mitad de lo
que pasa e inventan la mitad de lo que escriben. O sea que los diarios no
existen'. Con este categórico silogismo en mi acervo ya pude elaborar una
fundada sospecha sobre otro triunfo muy publicitado en esos años: la finalmente
desenmascarada victoria sobre el 'pirata inglés' en la Guerra de Malvinas.
Eran -insisto- tiempos de dictadura y existía una censura explícita y previa,
que se apuntalaba con la amenaza, la persecución, el secuestro, la tortura y el
asesinato de los que ejercían un pensamiento revolucionario o simplemente
disidente, entre ellos un centenar de periodistas.
Hoy, el recurso a la violencia física y a la amenaza persiste pero sólo como
peligro potencial, en desuso por el costo político que acarrea. Vivimos la era
de la sobreinformación y el poder utiliza como recurso el incesante bombardeo
con basura informativa, una pegajosa mezcla de pseudonoticias y entretenimiento
que oficia de cortina de humo a lo que realmente importa; que a veces está, pero
es muy difícil de encontrar o distinguir.
Así, los acontecimientos que cumplen con el principal requisito para ser
noticia: afectar a la vida, quedan relegados de eso que se llama 'agenda
mediática', y con ellos una gran cantidad de actores sociales que enfrentan o
cuestionan al poder esgrimiendo reivindicaciones que justamente tienen que ver
con el derecho a la vida.
Y es también una realidad intrínseca a la globalización. El acompañamiento de
los grandes medios a megamentiras políticas, como la de las 'armas de
destrucción masiva' en Irak y la atribución a ETA del atentado en la estación de
Atocha, o la desinformación que cundió en nuestro país durante el estallido
social del 19 y 20 de diciembre de 2001, han generado una crisis de credibilidad
en la prensa hegemónica.
Esta ruptura se evidencia en que un importante porcentaje de los públicos otrora
fieles no perdonó la traición a la búsqueda de la verdad y al sentido social de
la profesión periodística y comenzó a optar en forma creciente por el producto
de medios alternativos de comunicación.
No obstante, el poder continúa desplegando una amplia batería de modernos
recursos para el control social de los medios, que han dejado atrás (o más bien
en estado de latencia) a la antigua apelación a la censura directa y la
violencia física:
-La persecución judicial de la labor periodística -apelando a las figuras de
calumnia e injuria- y a la complacencia de jueces permeables a las influencias
del poder político de turno.
-La utilización arbitraria de la pauta publicitaria estatal, mediante un sistema
de premio-castigo con el cual el gobierno favorece a los amigos y discrimina a
los medios independientes.
-El implacable rol que ejercen las oficinas de prensa oficiales, en cuanto a
filtro informativo, intermediación entre periodistas y funcionarios y monitoreo
de todo lo que se dice y muestra en los medios.
-El lobby político y empresarial tendiente a cooptar responsables editoriales y
disciplinar a periodistas, influencia que también se ejerce para disuadir a
anunciantes y que dejen de pautar publicidad en los medios más críticos.
-La seducción mediante regalos, invitaciones a fiestas, 'almuerzos de trabajo',
cuando no directamente sobres cerrados que -como las brujas- no existen... pero
que los hay, los hay (o los hubo). (Con esto está relacionado el vedetismo que
tiene hoy nuestra profesión, un rasgo que también puede vincularse con la
autocensura, porque el hedonismo y la fama raramente se consiguen siendo
comprometidos).
Semejante arsenal tiene una finalidad permanente: las empresas periodísticas han
sido y son actores fundamentales en la conformación del injusto orden social y
económico vigente. En palabras de un confeso admirador de la Mafalda y Quino, el
pensador italiano Umberto Eco, 'los medios dicen ser el termómetro que mide la
temperatura de lo social, pero en realidad son parte del combustible que
alimenta esa hoguera'.
Es duro enfrentarse con a este enemigo que exhibe un doble rostro de
manipulación y censura. Pero también hay que pensar que la reacción autoritaria
del poder frente a la tarea informativa ejercida con rigurosidad y compromiso,
es una muestra de que ser periodista sigue valiendo la pena. De que nuestro
trabajo sigue cumpliendo un rol importante en procura de una sociedad más justa.
Un rol que si no podemos ejercer en los grandes medios, debemos desarrollar en
medios independientes y alternativos, desde los cuales romper ese invisible pero
implacable 'cerco informativo' que excluye a los que cuestionan las injusticias
del sistema social. Que a esa minoría poderosa le moleste, es el mejor indicio
de que a una mayoría silenciosa le sigue siendo indispensable acceder a esas
verdades ocultas que nosotros tenemos la obligación de contarles.
Hay una imagen que puede ayudar a convencernos. En un documental de Andrés Di
Tella sobre la censura en la época del Proceso militar, titulado 'Prohibido', el
escritor Ricardo Piglia cuenta que la madre de un amigo que estaba desaparecido
le decía que no podía dejar de mirar la televisión por más que sabía que mentían
todo el tiempo (uno imagina los Neustadt, los Grondona, los Gómez Fuentes…). Y
que se había impuesto la disciplina de contestarle al televisor, de desmentirlo.
Había desarrollado tanto esa gimnasia dialéctica, que aseguraba: 'Si a mí me
dieran un minuto para hablar en la televisión, desenmascaría la mentira y
aclararía todo lo que está pasando'. Lo increíble es que esa palabra -y esto
destaca Piglia- dicha en condiciones de locura (al fin y al cabo, ya tenían el
rótulo de 'locas' de la Plaza de Mayo), finalmente se impuso. Finalmente
demostró que era verdadera. Y no sólo porque era una palabra portadora de
verdad, sino también portadora de justicia.