Una encuesta realizada por el Ministerio de Educación en diciembre de 2008
revela un resultado sorprendente, o no tanto. Para el 25% de los jóvenes nacidos
a partir de 1993 es lo mismo vivir en un estado de derecho que en una dictadura.
Pero hay algo peor todavía, un 10% más se declara en contra de la democracia
como forma de gobierno.
Decía Rodolfo Kusch, en "Indios, porteños y dioses" que todo lo humano tiene
sentido. Hasta el grito destemplado del integrante de una patota en medio de la
calma de la noche. Ese alarido que sus compañeros festejan y a nosotros nos
suena amenazante y salvaje, quiere poblar la tierra de nadie de las calles con
su brutal humanidad, aunque sea en forma de grito.
Es también un grito, destemplado y torpe, el que se oculta detrás de la máscara
de indiferencia con la que los adolescentes cubren su desesperanza. Quienes hoy
tienen, cuando mucho, quince o dieciséis años vinieron a instalarse en una
historia donde los héroes ni siquiera estaban en sus tumbas. Los discursos
habían devaluado la esperanza, cuando no la habían traicionado directamente. Y
los hechos erosionaban hasta la sombra de los ideales.
La democracia, que había prometido cuidarlos y darles de comer, los abandonaba
en medio de la nada y dejaba a sus padres sin pan y sin trabajo. De alguna forma
la línea económica iniciada a mediados de los 70 había atravesado los tiempos
como un cable subterráneo y nos mostraba de vez en cuando una punta conductora
para hacernos saber que estaba viva.
Las autoridades del Ministerio de Educación explican la decepción juvenil
diciendo que los jóvenes no vivieron la falta de democracia y por lo tanto no
estarían en condiciones de evaluar su presencia. Es como decir que quienes
nacimos después de la independencia no podemos comprender los beneficios de la
libertad.
Lo que hoy evalúan los jóvenes es justamente el presente en estado puro, casi
salvaje y como lo han recibido. Y ese juicio debería por lo menos preocuparnos,
no para descalificarlo, sino porque parte de una visión para nosotros ya
inaccesible, un punto de vista no contaminado por la sombra de la dictadura.
Nacidos en el 93, para ellos la ESMA es tan lejana como el fusilamiento de
Dorrego o las invasiones inglesas. Ni el recuerdo de los desaparecidos ni las
huellas del genocidio forman parte de sus memorias ni de sus dolores. A ellos
los maltratan otros vientos, eso sí, quizás hijos y nietos de los que nos
maltrataron a nosotros.
En realidad no es que no crean en la democracia. No les gusta lo que nosotros
hemos hecho con ella. No creen en un sistema que legitima la llegada al poder de
gobernadores e intendentes que levantan fronteras de gendarmes para excluir a
los que no se les parecen.
No creen en los licenciados en totalitarismo que insultan y denigran a los
jueces del estado de derecho porque no les gustan sus sentencias.
No creen en una democracia donde la injusticia se defiende con balas y se juzga
a los menores con las leyes del Proceso.
No creen en funcionarios que cuando los pibes opinan les dicen que les faltan
años de gobiernos militares para poder hablar.
En definitiva, no creen en la democracia cuando es una desgastada fórmula de
complicidad política y social para sostener los privilegios.
Tal vez sea sólo eso lo que ese grito disfrazado de indiferencia intenta
mostrarnos en medio de la noche. Un saber que nosotros, los pre-democráticos, no
comprendemos y descalificamos porque sus portadores, pibes y pibas que andan en
las calles, no vivieron jamás en una dictadura.