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Argentina: La lucha continúa

Juan es gerente de una AFJP

Edgardo Carlos Engelmann

Tiene 48 años y 12 en la gerencia de una AFJP con casa matriz en Buenos Aires. Tiene un cuerpo delgado y piernas con músculos alargados y algo fuertes por hacer footing por Palermo. Cruza todas las mañanas Libertador y corre por cuarenta minutos dando la vuelta al Jardín japonés. Los fines de semana juega algo de tenis en su nueva casa de un country de Pilar.

No es demasiado bueno porque nunca había hecho deportes sistemáticamente y comenzó tarde, más por que todos los del country de su edad jugaban que por otra cosa. Tiene un muy buen pasar por los 23.000 dólares mensuales que gana y los bonus anuales que totalizan unos 50.000 más. Eso, en Argentina y en todo el mundo es buen dinero.

Llega a las 9.30 AM a la oficina y la secretaria le tiene su café con edulcorante y los informes correspondientes y él prende su PC. Se conecta con una clave secreta a otra clave secreta y tiene acceso a los movimientos financieros de su compañía. Los de los fondos de los "aportantes" y los de la propia compañía. A estos últimos no tiene un acceso total, porque la "compañía madre" no es nacional. Ni él tiene muy claro de dónde es. ¿Británica, China, estadounidense, rusa, un conjunto? Una vez estaba casi seguro que era holandesa, porque escuchó hablar en ese idioma (él sabía alemán así que algo pescó, a un gerente de mayor grado que él, o sería un Director, vaya uno a saber) con ¿Máxima? ¿Sería de verdad? Si, la princesa holandesa de origen argentino que estaba aquí de incógnito visitando a sus padres.

Pero resultó que era para una inversión en Holanda de di dinero de la compañía al cual él no tenía acceso. Lo conocía al dinero, si, lo conocía porque era de esas partidas de dinero que, por ser el resultado de una ganancia en una apuesta afortunada en la bolsa de Nueva York, pasaban a engrosar las cuentas en las que él podía depositar, pero allí perdía la pista del dinero. Su "password" ya no le autorizaba a ir más lejos en el sistema.

Igual él sentía que su lealtad estaba con su compañía. Los depositantes y la legión de trabajadores que se inscribían cada día de la mano de los promotores, eran mercadería. Como lo son las propiedades a la venta para una inmobiliaria o los autos usados en las consignatarias del rubro. Él usaba ese dinero que entraba y hacía buenos negocios según las reglas de "la Compañía", que tan bien le pagaba. Antes era gerente de la sucursal Chacarita del banco del mismo grupo y su sueldo era diez veces menor. Una vez había mostrado que era capaz de pasar una inspección del Banco Central airosamente, a pesar de que el encaje no era el correcto. Siempre pensó, su esposa sobre todo, que eso lo había catapultado.

Tres chicos adolescentes que se creían superiores a otros, cuyos padres ganaban menos, eran el duro precio a pagar. Su propio padre, inmigrante italiano, se lo decía. Él pensaba que ya se les pasaría, aunque, en realidad no le gustaba pensar demasiado en el tema y sí en ver cómo crecía su cuenta en el banco a pesar de los gastos extraordinarios que hacía. Sus buenos autos, sus veraneos en Punta del Este. Los plasmas en el "depto" de Palermo y en el Country y los viajes a Disney.

Las demandas de los chicos.

Ese, la demanda que no podían entender que ya no podía ser satisfecha, era el principal problema ahora que lo habían echado porque se había acabado el negocio. La indemnización estaba prometida, pero era tal el lío legal en el que estaba todo el sistema, que lo más seguro era que nada le tocara. Que le dijeran que ya la había cobrado con esos "bonus" que aparecían graciosamente en las buenas épocas. La política imperante, de golpe, se había dado vuelta y no se le podía ir a quejar a nadie. Él creía que tenía la vida asegurada. Cuando era un bancario común, era así, casi. Ahora era un paria.

En el country todos lo comprendían y criticaban al gobierno de turno, pero… Sobre todo, cuando lo dejó la esposa por su mal humor y un matrimonio que siempre pensó más en el banco que en la pareja, lo comenzaron a invitar menos y, hasta se diría que lo evitaban. Estuvo seguro cuando tuvo que hablar con la administración para decir que volvería a pagar las carísimas expensas, cuando alquilara la casa. No fue más. Siguió corriendo, pero por el Parque Saavedra, cerca de la casa de sus padres. El departamento de Palermo lo tenía su ex mujer y los chicos. Los extrañaba.

Se juntaba con amigos de otra AFJP a los que le había pasado lo mismo. Llamaron a sus subordinados, pero estos estaban en el club de la Obra Social de UPCN, en lugar del de Bancarios u OSECAC. Todos tenían trabajo en el Anses, con los mismos sueldos. No habían cambiado la vida. En realidad ahora sabían que nadie, nunca, los iba a echar.

Juan empezó a pensar en qué era eso del Estado. Una amiga de su hija, que estudiaba antropología, y a veces iba a cenar a su casa, había dicho alguna ves que: "el Estado somos todos y nuestra organización social".

Él pensó que estaba loca por su juventud y las ideas izquierdistas de la facultad pública. Él era privado. Del Estado, jamás.

Se miró al espejo y se vio viejo, pero lo que más le llamó la atención fue que, lloraba. Abríó la ducha y lloró fuerte, más, con esos estertores que salían de la panza. Como cuando se había muerto su mamá a los 12 años.

Fuente: lafogata.org