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Ruanda: otra vergüenza para Occidente
Delinearon sus fronteras después de que se retiraran quienes los habían
conquistado durante un siglo
Carlos Machado
Ruanda es uno de tantos países africanos que delinearon sus fronteras después
de que se retiraran quienes los habían conquistado durante un siglo. Algo que no
les trajo paz ni mucho menos, ya que las ancestrales luchas internas entre las
diferentes etnias que los habitan continúan actualmente. Luchas que en muchos
casos alcanzaron niveles de masacre, en medio de conflictos políticos abonados,
precisamente, por la ambición de esas etnias de alcanzar el poder, en el cual se
fueron alternando. Y a las que no han sido ajenas las grandes potencias
occidentales, que como es habitual manejan esos conflictos y quienes los
protagonizan a su antojo, cual piezas de un sangriento ajedrez, apoyando
política y financieramente, además de la ayuda "logística" a través de
armamento, a cada uno de los bandos en pugna. En este caso nos ocuparemos de lo
que dio en llamarse como "masacre de Ruanda".
Este país, pequeño como muchos de ese continente –apenas supera los 26.000
kilómetros cuadrados- y conocido como "el país de las mil colinas" por su
conformación geográfica, alberga a varias etnias, aunque las que predominan son
la Hutu y la Tutsi, siguiéndolas a mucha distancia la tribu Twa, compuesta por
una raza de pigmeos, que a su vez ha quedado más reducida aún luego de las
masacres en las que, muy a pesar suyo ya que son muy pacíficos, se vieron
envueltos. Y esas dos etnias predominantes son las que han protagonizado
cruentos enfrentamientos a partir de la independencia, lograda como muchos
países vecinos en los comienzos de la década de 1960, conflictos que alcanzaron
su punto máximo en la masacre de 1994. Tan marcadas son las diferencias entre
hutus y tutsis que, además de hablar su propia lengua africana, terminaron
adoptando el idioma francés los primeros y el inglés los segundos. Ello debido
al papel muy marcado que tuvieron los países occidentales en el conflicto.
Bélgica, el país que había colonizado Ruanda, optó desde el comienzo de su
dominio por privilegiar a la minoría tutsi hasta convertirla en una élite. Por
su parte, la Iglesia impartió entre los hutus la noción de su superioridad y los
colocó en puestos clave de la administración colonial. A su vez Francia había
firmado con Ruanda un acuerdo de suministro de armamentos en 1975, y en nombre
de la francofonía apoyó al régimen dictatorial de los hutus radicales, mientras
sus oponentes tutsis, provenientes en su mayoría del exilio en Uganda, se habían
convertido en anglófonos. Estados Unidos siempre estuvo del lado de los tutsis,
y actualmente patrocina la actuación de Ruanda, junto con Burundi y Uganda, en
la guerra de rapiña que tiene lugar, desde hace años, en la República
Democrática del Congo, la ex Zaire, algo de lo que nos ocuparemos más adelante.
Con estos antecedentes, a los que se sumó el reparto de intereses entre las
potencias occidentales, se llegó a lo que fue conocido como "la masacre de
Ruanda", un genocidio que se desarrolló en sólo cuatro meses, entre abril y
julio de 1994.
La muerte flota sobre las mil colinas
El 6 de abril de 1994 un misil tierra-aire derribó el avión en el que viajaban,
procedentes de Tanzania, los presidentes de Ruanda, Juvenal Habiarymana, y de
Burundi, Cyprien Ntaryamira, cuando estaba por aterrizar en el aeropuerto de
Kigali, la capital ruandesa, muriendo todos los que iban a bordo. Este atentado
y el caos que le sucedió desencadenaron las matanzas.
El gobierno de Ruanda, en ese momento en manos de los hutus y del que se hizo
cargo inmediatamente el segundo del presidente Habiarymana, el coronel Theoneste
Bagosora, llamó a todos los hutus a asesinar a los tutsis, sobre quienes
lógicamente recayeron las sospechas por el atentado. Ese llamado a la masacre
encontró también rápido eco en los medios de comunicación en manos del gobierno,
como la Radio Mille Collines, que incitaron a la población –mientras los
milicianos actuaban a la par- a matar a todos los tutsis. Para ello los civiles
se armaron con mazas, azadas, garrotes, machetes y hachas, elementos que
utilizaron a mansalva, aunque en muchos casos las víctimas eran rematadas a
tiros.
Antes de que se iniciara el genocidio, se prepararon listas de los tutsis y
dirigentes de la oposición que habrían de ser asesinados. Cabe señalar que ya en
1992 el Parlamento belga tenía información, a través del embajador en Ruanda, de
que se preparaba una "solución definitiva" del problema étnico, pero
nadie hizo nada al respecto. La facción hutu en el poder ya se había propuesto
aplicar una "solución final" al enfrentamiento étnico que consistiera en
"terminar el trabajo", es decir no dejar vivos ni a los niños, a
diferencia de otras situaciones anteriores, azuzada además por estar opuesta a
la implantación de un plan internacional de paz promovido por varios países
africanos en los acuerdos de Arusha, Tanzania, que preveía que hutus y tutsis
compartieran el poder político. Fue así que se movilizaron enormes masas de
civiles, con una organización cuidadosa y un resultado eficaz, ya que lograron
aniquilar los objetivos que se habían planteado, mientras los miles de tutsis
que pudieron huir se refugiaron en los países vecinos.
Se estima en unos 800.000 la cifra aproximada de
muertos en esa masacre –lo que equivaldría a un 11% de la población total de
Ruanda--, entre los que se encontraban también hutus moderados que se oponían a
la violencia, algunos de ellos incluso unidos con tutsis por matrimonios. A la
vez, miles de mujeres que lograron sobrevivir quedaron infectadas con el virus
del SIDA, al haber sido víctimas de violaciones.
Una muestra del horror sufrido por las víctimas fue relatado en 2004, al
cumplirse diez años de esa matanza, por Paula Lugones en el diario "Clarín",
de Buenos Aires. Fue el caso de Marcelin Kwibuka, de la etnia hutu, cuando una
horda de tutsis lo obligó, bajo amenazas de matarlo a él y al resto de su
familia, a matar a su esposa Françoise, de la etnia tutsi. Según relató Kwibuka
al diario "The New York Times", cuando los hutus tocaron a su puerta él
les dijo que su esposa no estaba pues se había escapado. No le creyeron y lo
amenazaron de muerte a él y a sus cuatro hijos de 13, 4, y 3 años y de un mes de
edad. Entonces Françoise salió de su escondite. Uno de los incursores le dio un
golpe en la cabeza y dijo, señalando a Kwibuka: "Él mismo debe matarla".
Como éste se negaba ella le rogó: "¿Por qué vacilas?. Dios sabe que no eres
tú quien me está matando". Fue así que el machete, empuñado por su esposo,
cayó sobre la cabeza de la mujer.
Ese genocidio terminó cuando los tutsis que se encontraban en el exterior se
agruparon en el Frente Patriótico Ruandés (FPR), comandado por Paul Kagame, hoy
presidente de Ruanda. En julio de 1994 lograron tomar la capital, Kigali, y con
ella el poder. Allí tuvo desarrollo la otra parte de la masacre. El FPR comenzó
a perseguir a los hutus –hubieran participado de la matanza anterior o no--, y
se estima que asesinaron a unos 25.000, mientras otras fuentes elevan esa cifra
a 100.000. Muchos huyeron con sus familias hacia el vecino Congo, entonces
llamado Zaire. Recién allí comenzaron a verse imágenes en los medios de prensa
–que antes no se ocuparon de la tragedia vivida- mostrando las largas caravanas
de refugiados, la desesperación en las calles de la ciudad zaireña de Goma,
hasta donde fueron perseguidos por el FPR con la complicidad del gobierno de
Uganda y donde se estima que mataron a unos 200.000 hutus más, y los cuerpos
flotando en el fronterizo lago Kivu, donde los pobladores bebían agua y lavaban
su ropa.
Es así como no se puede achacar esta masacre de Ruanda exclusivamente a una
parte u otra, al margen de la cantidad de víctimas contabilizadas y que también
pudieron haber sido, en su momento, exageradas según cuál de las etnias
estuviera en el poder. Pero esos conflictos –si bien no revisten las
características genocidas de esa época de terror- continúan hoy en día, en
ocasiones a nivel de escaramuzas o "crímenes no resueltos".
En cuanto a la tribu de pigmeos Twa, a la que hicimos referencia anteriormente,
no es mucho lo que se conoce de ellos. Se sabe que fueron los primeros
pobladores de la región, que eran cazadores en los bosques donde vivían y
también alfareros, rubro del que posteriormente obtenían alguna ganancia cuando
llegó la llamada "civilización" occidental, en realidad la colonización
belga. Su escaso número y su corta estatura –no pasaban de 1,50 m- no fueron
oposición para contener las invasiones de agricultores hutus y pastores tutsis,
que rápidamente comenzaron a explotarlos como esclavos al considerarlos una
etnia menor.
Los Twa, por encontrarse en medio de esa guerra ancestral entre hutus y tutsis,
también resultaron víctimas de las matanzas, muriendo un 30% de ellos, y su ya
escaso número quedó reducido a alrededor de 11.000, equivalente a sólo el 0,3%
de la población total de Ruanda. Etnia sumamente pacífica, esa masacre, a la que
se sumaron la pobreza extrema y las enfermedades, hicieron mella también en su
habitual carácter alegre, que los hacía cantar y bailar con frecuencia. Ahora
sólo tratan de subsistir en los bosques que los vieron nacer, o buscando
emplearse en los cultivos o en las ciudades.
El hombre fuerte
Paul Kagame, de 49 años de edad y perteneciente a la etnia tutsi, es el actual
presidente de Ruanda. En 1959, durante una de tantas revueltas en las que se
perseguía a una u otra etnia, en la que murieron unos 30.000 tutsis, y contando
con 4 años de edad, debió huir con su familia a Uganda, radicándose allí
mientras otros 160.000 tutsis se refugiaban en ése y otros países vecinos.
Veinte años después, en 1979, comenzó su carrera militar, cuando se unió al
Ejército de Resistencia Nacional (ERN) de Yoweri Mouseveni, pasando cinco años
combatiendo en la guerrilla ugandesa. El 27 de julio de 1985, el Ejército de
Resistencia Nacional consiguió derrocar al presidente Milton Obote y su líder,
Yoweri Mouseveni, se convirtió así en el nuevo presidente de Uganda. Ese mismo
año Kagame, junto a su amigo Fred Rwigema, participó en la fundación del Frente
Patriótico Ruandés (FPR), integrado en su mayoría por exiliados tutsis ruandeses
y que tuvo a Uganda como su primera base.
En octubre de 1990, mientras Kagame participaba en un programa de entrenamiento
militar en Fort Leavenworth, Kansas, el FPR invadió Ruanda. A los dos días de
comenzada la invasión murió su amigo, Fred Rwigema, y Kagame se convirtió en el
comandante del FPR. Pese a algunos éxitos iniciales, una fuerza compuesta por
militares belgas y franceses, hutus y soldados de Zaire forzaron la retirada del
FPR. A fines de 1991 repitieron la invasión, nuevamente con éxito limitado. De
todas maneras esas invasiones incrementaron la tensión étnica en la región.
Comenzaron a llevarse a cabo entonces largas conversaciones de paz entre el FPR
y el gobierno de Ruanda, que concluyeron con los acuerdos de Arusha, que
incluían la participación política del FPR en Ruanda y la elaboración de una
nueva Constitución para el país. Pero a pesar de esos acuerdos, las tensiones no
se disolvieron. Fue así como se llegó al día del atentado contra el avión en el
que regresaba a Ruanda su presidente, Juvenal Habyarimana, junto a su par de
Burundi, el 6 de abril de 1994. Fue el día, también, en que se arrojó la primera
piedra para que comenzara, desde el día posterior y extendiéndose durante 100
días, la "masacre de Ruanda".
Varias fuentes, entre ellas miembros del propio FPR, la fuerza guerrillera
liderada por Paul Kagame, señalan a éste como participante directo en aquel
atentado, sabiendo –o previéndolo adrede-- lo que vendría a continuación.
Incluso algunos observadores indican que "a Kagame no le importó sacrificar a
sus compañeros tutsis con tal de quitar el poder a los hutus; sabía muy bien que
al eliminar al presidente Habyarimana se iba a producir un caos en el país y se
pondría punto final al proceso democrático". Para conseguir sus objetivos,
Kagame contaba con el apoyo prácticamente explícito de Uganda y de Estados
Unidos, países que a su vez utilizaron a los ruandeses tutsis para derrocar al
presidente de Zaire, Mobutu Sese Seko, colocando en su lugar a Laurent Kabila,
ayudando a los rebeldes congoleños que llevaron a Zaire a ser rebautizado, en
1997, como República Democrática del Congo.
Sin embargo, los intereses de Estados Unidos en la región no eran solamente
políticos. A partir de esos años, y continuando luego de la llegada de Kagame al
poder con la complicidad aliada de Ruanda, Burundi y Uganda, en la ex Zaire
comenzó a desarrollarse una guerra que aún hoy continúa, y que según algunas
estimaciones lleva contabilizados alrededor de 2 millones de muertos. Esa
guerra, que ha incluido el asesinato de obispos, sacerdotes y religiosas que
advertían sobre el despojo que se avecinaba, es por los recursos mineros del
país como oro y diamantes, pero fundamentalmente por minerales raros como el
niobio y el coltán, muy útiles para la industria aeroespacial y satelital
norteamericana, además de otras aplicaciones menores como la telefonía celular.
Despojo al que no es ajeno, dicho sea de paso, la multinacional Bayer, que
participa junto a otras en las explotaciones.
Paul Kagame se instaló en el gobierno de Ruanda en julio de 1994, al terminar el
genocidio de 100 días. Comenzó siendo vicepresidente de Pasteur Bizimungu,
extrañamente un hutu que se pasó al FPR de Kagame cuando militantes de su misma
etnia asesinaron a su hermano. Después de un tiempo de tranquilidad comenzaron
las diferencias entre ambos, y en marzo de 2000 Bizimungu fue depuesto y
permanece en prisión, accediendo Kagame a la presidencia, en la que continúa
hasta hoy. El 25 de agosto de 2003 ganó por abrumadora mayoría las primeras
elecciones nacionales efectuadas desde que el FPR llegó al poder, en medio de
informes de observadores de la Unión Europea referidos a irregularidades en los
comicios y acoso a los partidos de la oposición.
Firme y obediente aliado de Estados Unidos, Paul Kagame ha sido a la vez muy
crítico con el papel desempeñado por las Naciones Unidas durante el genocidio de
1994. Además, las críticas que dirigió a Francia por su actuación en el mismo,
al no tomar medidas preventivas -recordemos que los franceses apoyaban y
sostenían militarmente a los hutus-, ocasionó en marzo de 2004 una crisis
diplomática entre ambos países.
El triste papel de Occidente y la onU
En 1994 la Organización de las Naciones Unidas (ONU), cuyo Secretario General
era entonces el egipcio Boutros Ghali, tenía destacadas en Ruanda fuerzas de
paz, en los momentos y lugares en que se estaban cometiendo actos de genocidio.
Se trataba de MINUAR (Misión de las Naciones Unidas de Asistencia a Ruanda). Si
bien su finalidad era contener la escalada de violencia, su mandato no
comprendía la capacidad de prevenir un genocidio como el que se desarrolló entre
abril y julio de ese año, sino más bien facilitar, a la larga, un proceso de paz
que condujera a la creación de un gobierno de transición de base amplia.
La misión era más pequeña en número de lo que se había recomendado inicialmente,
no se había preparado convenientemente y carecía de tropas debidamente
adiestradas y de pertrechos adecuados. Con este panorama, las fuerzas de la
MINUAR optaron por la pasividad cuando se inició el genocidio: no incautaron las
armas que se distribuían a los milicianos, pese a tener la autoridad para ello,
y en el momento en que se iniciaron las matanzas evacuaron el terreno y dejaron
desprotegidas a las víctimas. De todas maneras hubo algunos actos heroicos
protagonizados por soldados de esas fuerzas de paz por elección propia, quienes
perdieron la vida tratando de defender a los perseguidos por los asesinos.
Pese a todas las evidencias la onU, presionada por varios gobiernos
occidentales, no calificó esas matanzas como "genocidio" hasta el 25 de
mayo, cuando buena parte de la masacre ya se había consumado, y en lugar de
enviar refuerzos a las tropas de paz optó por retirarlas de Ruanda, decisión
adoptada por los estados miembros del Consejo de Seguridad. Así, las víctimas de
la masacre quedaron en el más absoluto desamparo, y sus perseguidores con las
manos totalmente libres para cometer con ellos lo que quisieran. Concretamente,
el Consejo de Seguridad decidió reducir el número de soldados de MINUAR de 2.700
a 270, lo que ocurrió tras el asesinato de diez soldados belgas y del primer
ministro de Ruanda, al que esos soldados protegían.
Recién cuando salieron a la luz las reales proporciones de la masacre el Consejo
de Seguridad, a mediados de mayo de 1994, decidió autorizar el envío de 5.500
soldados de la onU, pero entre la lentitud de los trámites y la preparación del
traslado fueron pocos los que llegaron antes de que terminara la matanza, lo que
se produjo cuando en julio asumió el control del país el Frente Patriótico
Rwandés (FPR), liderado por Paul Kagame y dominado por los tutsis.
Durante la Conferencia en Memoria del Genocidio de Ruanda, realizada en la sede
de la onU el 26 de marzo de 2004, el general canadiense Romeo Dallaire, ex
comandante de la MINUAR, señaló que el 22 de abril de 1994, cuando ya habían
perecido más de 100.000 personas, el grueso de la fuerza recibió órdenes de
retirarse, pero se dispuso que 450 soldados africanos y 13
canadienses permanecieran en sus puestos para observar el desarrollo de la
situación. En un proceso en el que millones de personas fueron asesinadas,
heridas o desplazadas, esa misión, ese pequeño grupo de 450 africanos y 13
canadienses, logró salvar a unas 30.000 personas.
En el conflicto de Ruanda, la onU demostró una vez más –como lo había hecho
pocos años antes en la guerra contra Yugoeslavia, como lo hizo posteriormente en
las regiones que resultaron de la partición yugoeslava, como lo hace actualmente
en el conflicto de Kosovo, y como también lo hizo en el lanzamiento de Estados
Unidos de su guerra contra Irak- que su actuación ha sido vergonzosa. No hace
sino dar la imagen de un organismo débil, inoperante, con el que las grandes
potencias –Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania, Rusia y China,
instaladas como miembros permanentes e inamovibles en el Consejo de Seguridad-
hacen de ella lo que les place y manejan también a su placer y conveniencia los
hilos de la convivencia internacional.
El 15 de septiembre de 1999, una investigación independiente encargada por el
Secretario General de la onU, en esa época Kofi Annan, y llevada a cabo por una
comisión encabezada por Ingvar Carlsson, ex primer ministro de Suecia, determinó
varias de las fallas de las medidas adoptadas por las Naciones Unidas durante el
genocidio de Ruanda. Este informe llegó a la siguiente conclusión: "Los
responsables de que las Naciones Unidas no hayan impedido ni detenido el
genocidio en Ruanda son, en particular, el Secretario General, la Secretaría, el
Consejo de Seguridad, la MINUAR y el conjunto de los miembros de las Naciones
Unidas". En lo que respecta a los ruandeses que habían planificado las
matanzas de sus propios compatriotas, que habían incitado a que se cometieran y
que las habían llevado a cabo, debían tomarse todas las disposiciones necesarias
para su enjuiciamiento en el Tribunal Penal Internacional para Ruanda y en los
tribunales de Ruanda. Las causas del total fracaso de la acción de las Naciones
Unidas antes y durante el genocidio de Ruanda se resumían en el informe como
"la falta de recursos y la falta de voluntad para asumir la responsabilidad de
impedir o detener el genocidio".
De los países occidentales que tomaron partido en el conflicto ruandés ya hemos
citado algunos aspectos. Estados Unidos apoya a los tutsis, ahora en el poder
con el gobierno de Paul Kagame, motivado especialmente por despojar de sus
abundantes riquezas mineras a la República del Congo, especialmente minerales
raros como el niobio y el coltán, de los que ya mencionamos sus importantes
utilidades, para lo cual, como se dijo, sostiene financieramente y con apoyo
logístico y de inteligencia a sus cómplices de Ruanda, Burundi y Uganda en una
guerra cruenta que ya lleva al menos trece años. Alemania está también
interesada en la explotación de esos minerales, aunque para otros fines, y en
tal sentido ya está actuando en la región la multinacional Bayer, de ese origen.
Por su parte Francia continúa manteniendo influencia sobre la etnia hutu y
brindándole apoyo de variadas formas, entre las que no es ajena la provisión de
armamento, ya que los hutus prosiguen sus enfrentamientos con los tutsis a
través de escaramuzas y de guerra de guerrillas.
Pero lo de Francia está alcanzando aspectos de verdadero escándalo incluso al
día de hoy, ya que el fiscal del Tribunal Militar de París ha abierto una
instrucción previa por "complicidad en genocidio y/o complicidad en crímenes
contra la humanidad", como consecuencia de la denuncia presentada por seis
ruandeses a los que el juez actuante escuchó hace poco en Kigali, quienes acusan
a los soldados franceses de haber ayudado a los genocidas durante la llamada
"Operación Turquesa", en 1994. Se ha abierto incluso una etapa judicial
suplementaria en la instrucción que tiene como objetivo al ejército francés por
su accionar en Ruanda al momento del genocidio de 1994. En la víspera del fin de
semana de la Navidad pasada, el fiscal militar de París anunció la apertura de
una información judicial que apunta a soldados franceses no identificados hasta
el momento. Esta decisión se produce un mes después de que la magistrada
Brigitte Raynaud, juez de instrucción del Tribunal Militar de París, se
trasladara hasta Ruanda para escuchar las denuncias. Unas denuncias que apuntan,
sin designarlos nominalmente, a 2.500 soldados de la "Operación Turquesa",
emprendida por Francia en 1994 para establecer en Ruanda una "zona
humanitaria segura" en el momento en que se estaba produciendo la masacre
que provocó alrededor de 800.000 muertos.
La información judicial abierta solo afecta por ahora a dos de las seis
denuncias presentadas, las de Aurea Mukakalisa, que tenía 14 años en el momento
de los hechos, e Innocent Gisanura, que tenía 27 años. La primera aseguró a la
juez de instrucción que "los milicianos hutus entraban en nuestro campamento
y designaban a tutsis que los militares franceses obligaban a salir del
campamento", continuando: "Vi a los milicianos matando a los tutsis que
habían salido del campamento. Digo, y es la verdad, que he visto a militares
franceses matar a tutsis utilizando cuchillos brillantes de grandes
dimensiones", refiriéndose probablemente a bayonetas. Por su parte, Gisanura
testimonió sobre la situación en el poblado de Biserero: "Los milicianos nos
asaltaban y perseguían, y afirmo que los militares franceses asistían al
espectáculo desde sus vehículos, sin hacer nada. Se trataba de franceses, porque
hablaban francés, eran blancos y tenían la bandera francesa en la manga".
Es muy posible que esta cuestión, como todas las que involucran a militares e
incluso a una potencia como Francia, sea tapada o inicialmente pase por un
proceso de demoras en su tratamiento hasta que sea convenientemente diluida
hasta ser olvidada. "¿Cómo va a atreverse un pequeño país de negros africanos
a enfrentarse con la civilizada Francia?", dirán muchos funcionarios del
Palacio del Elíseo y no pocos ciudadanos que recuerdan el brete diplomático en
que, hace menos de tres años, los metiera ante los ojos del mundo el presidente
ruandés Paul Kagame cuando, como se señaló anteriormente, criticó abiertamente
al país galo precisamente por su actuación durante la masacre, sabiendo además
del apoyo de toda índole que Francia ha brindado y sigue brindando aún a los
hutus, que por su parte continúan luchando contra el actual gobierno tutsi en
operaciones de guerrilla, y con armas francesas.
El futuro de Ruanda
De continuar las cosas como hasta ahora, las perspectivas para Ruanda no
resultan muy esperanzadoras, por varios factores: el poder se encuentra en manos
de un círculo cada vez más reducido de tutsis en torno al "hombre fuerte",
Paul Kagame; los hutus mantiene sus iniciativas armadas; el gobierno ruandés
participa además activamente en la guerra del Congo; la represión gubernamental
se mantiene muy intensa; la situación económica es muy grave: el 70% de la
población vive bajo el límite de pobreza; la aplicación de la justicia es lenta,
ineficaz y desigual, con 120.000 detenidos a los que no se les ha abierto
proceso, de los cuales muchos mueren por las condiciones en que se encuentran,
en tanto suele ocurrir que un detenido liberado es asesinado; el hecho de que el
genocidio diezmara a los intelectuales del país agrega dificultades para su
recuperación; y no existe ninguna iniciativa oficial en favor de la
reconciliación.
Sin embargo, en medio de tanto horror vivido y del caos que aún persiste, han
ido apareciendo algunas señales positivas: además de que se van reconstruyendo
viviendas, comienzan a proliferar las asociaciones de ciudadanos comunes y
corrientes, como las de mujeres generalmente solas y con terribles experiencias
a cuestas; las de defensa del medio ambiente; las cooperativas de crédito; etc.
Pero la más influyente es la asociación que nuclea a las víctimas, denominada
"Ibuka" (Recuérdalo), que trabaja contra el olvido y la negación y mantiene
algunos lugares destruidos como recordatorios. Tales los casos de las iglesias
de Nyamata y de Murambi.
La masacre de Ruanda, otra de las guerras olvidadas en las que se han perdido
centenares de miles de vidas humanas, por lo general de la población a la que
nada le preocupa el juego político de quienes la gobiernan y sólo pretenden
vivir en paz con sus cultivos, su ganado o su alfarería. Víctimas de un
sangriento juego de ajedrez que disputan, utilizándolas como peones, las grandes
potencias mundiales y cuyo premio al ganador puede ser un ambicionado mineral,
los recursos petrolíferos o todo a la vez.
"Ibuka". Y para recordarlo dejaremos para el final esta canción que ahora
canta la pacífica tribu Twa, aquella que de su característica alegría pasó ahora
a vivir en el sufrimiento, por esa guerra olvidada que los envolvió sin
quererlo. "Nos reuníamos y bailábamos.
Pero ahora todo ha cambiado.
Es muy difícil reunirse y bailar,
Porque la mayoría han muerto."