Los emigrantes senegaleses que murieron en el yate de un español dejan a
sus familias en extrema pobreza y dolor
El País
La mayoría de los 47 hombres, de entre 18 y 35 años, como
Malang Sano, Abdurahmame Drame y Malang Yrayansí, eran los principales
mantenedores de sus familias. Pertenecían a esa generación de 29.000 intrépidos
y valientes senegaleses que han emprendido una peligrosa travesía de semanas y
miles de kilómetros en alta mar, a bordo de una frágil piragua hasta alcanzar
las costas de Canarias. En Senegal no pasaban hambre extrema, ni sed, ni huían
de ninguna guerra. Tenían trabajo y algo de dinero, pero perdieron totalmente la
confianza en su país mientras el estilo de vida europeo y americano se grababa a
fuego en sus cabezas.
Las madres de estos 47 soñadores muertos han perdido visión de tanto llorar. Se
consumen físicamente de dolor y las familias han quedado sumergidas en la
extrema pobreza ante la indiferencia de las autoridades locales, del Gobierno de
Senegal y de las organizaciones no gubernamentales.
Adama Sano, de 45 años, tenía 20 cuando nació su hermano Malang en la aldea de
Sanoufily, región de Casamance, el vergel del sur de Senegal fronterizo con
Guinea-Bissau. "Fue un chico muy popular, que jugaba al fútbol", recuerda Adama
en su humilde casa de Rufisque, un poblado de calles de arena a 28 kilómetros al
norte de Dakar.
Malang vivió en la casa de su hermano, El Hadj, en este mismo pueblo. Él, que
desde joven trabajó de pescador y en la construcción en Mauritania y Portugal, y
que ahora reside en Barcelona, le financió a su hermano menor un pequeño
locutorio anexo a la casa de Adama con dos cabinas y un mostrador. Además, el
joven Malang consiguió trabajo como vigilante nocturno en varias obras de Dakar,
con lo que era frecuente que no durmiera en casa.
Una noche de septiembre de 2005 le dijo a su primo Malik Dabo, también de 24
años: "Mañana, abre tú". Y se marchó para no volver. "Nunca nos dijo que quería
irse", insiste su hermana rota por el dolor. Cuando pasaron dos días sin
noticias de Malang, Adama supuso que se había ido. Así transcurrieron dos
semanas más, hasta que una tarde sonó el teléfono en un oscuro salón con
sillones rojos y un ventilador. Uno de los muchos niños que siempre juegan en la
casa lo cogió. Era Malang. "Estoy en Cabo Verde trabajando por mi cuenta y estoy
bien", le dijo a su hermana con voz grave, profunda y tranquila. Adama sólo
acertó a decirle: "Suerte, que las cosas te vayan bien".
Los primeros años de este milenio han sido una maldición para esta rama de seis
hermanos del clan mandinga de los Sano. El 12 de septiembre de 2001, mientras el
mundo lloraba las víctimas de las Torres Gemelas, moría el segundo hermano,
Dourama, de una infección provocada por la amputación de los dedos en una
carpintería de Costa de Marfil. El 26 de noviembre de 2003 le tocó a la madre,
Tamarta Diamanté. El 5 de diciembre de 2005, la hija de Adama, Jafay, fallecía a
los 29 años de un cáncer de páncreas. Y al día siguiente, Adama recibió la
segunda llamada de Malang desde Cabo Verde en la que ninguno de los dos pudo
decirse nada. Sólo intercambiaron lamentos y lloros por la pérdida de Jafay.
El Hadj contactó con su hermano una sola vez, cuando éste ya estaba en Praia
(Cabo Verde). "Me puse muy duro con él", reconoce, "porque había desaparecido
con los ahorros de los últimos seis meses, aunque me prometió que lo devolvería
todo y que nos ayudaría en cuanto consiguiera un trabajo". Ahora, el clan llora
al propio Malang, fallecido en alta mar un día indeterminado entre el 25 de
diciembre de 2005 y finales del pasado abril.
Adama y El Hadj comenzaron a sospechar que algo extraño había ocurrido cuando,
en enero de este año, seguían sin recibir noticias de su hermano. A primeros de
ese mes les llegaron noticias de un barco que zarpó de Cabo Verde y que pudo
llegar a Canarias. Pero no fue hasta el 13 de mayo pasado, el mismo sábado que
El País publicó la noticia de que había aparecido un yate en Barbados con
los cadáveres de varios senegaleses, cuando sus peores temores se confirmaron.
"El enlace que los metió en el barco junto al español", que actualmente está
preso en una cárcel caboverdiana, "me confirmó que Malang era uno de los 47
jóvenes que viajaban en ese barco", explica El Hadj. "No paraba de gritar, no
podía dormir, llamé a decenas de personas en Casamance, Rufisque y Dakar, fue
terrible, pensé que yo también me moría", confiesa este hombre que ahora reside
en Barcelona.
La destinataria de una de esas llamadas fue Adama. Cuando recibió la noticia, la
mujer gritó desconsolada: "¿Por qué, por qué me lo dices a mí? No estoy
preparada para una noticia así después de la muerte de mi propia hija". Aunque
Adama y El Hadj aún desconocían si uno de los 11 cuerpos momificados que
permanecen en Barbados era el de su hermano Malang, en Rufisque y su isla natal
de Sanoufily (en Casamance) se organizaron multitudinarios velatorios, en los
que se leyó el Corán durante 40 días y se distribuyeron bolitas de mijo y cuscús
con azúcar.
Ni el alcalde ni ninguna autoridad del Gobierno de Abdoulaye Wade se interesaron
ni entonces ni ahora por este caso. "Por favor, necesito saber qué pasó, quiénes
son los culpables, por qué subieron a ese barco; ¿cómo ha podido pasar algo así
y que nadie nos diga nada?", suplica Adama. Robusta de constitución, la mujer se
ha convertido en un saco de piel y huesos con el rostro de quien olvida la
sonrisa, abatida por los hachazos mortales en el clan. El locutorio anexo a su
casa -ahora vacío, sucio, oscuro y cerrado bajo llave- "me recuerda siempre a
él". Seis meses después de enterarse de la noticia no hay noche sin llanto,
muchas de ellas acompañada de Tabara, la joven con quien Malang pensaba casarse
"si todo salía bien".
"Mucha gente se aprovecha de la debilidad de los clandestinos", reflexiona con
lucidez el primo de Malang, Malik Dabo, licenciado en Filología: "En Senegal
todos creemos que allí [en Europa] el dinero se regala, que es lo mejor del
mundo. Intenté decirle a Malang que eso no es así, que hay otras formas de
conseguir dinero antes que subirse a un cayuco; sabía que esto sucedería, porque
nos llevábamos muy bien y hablábamos mucho. Es muy difícil impedir que alguien
con una determinación tan fuerte como él se marche, pero te lo juegas todo a una
sola carta".
Malik asegura que ha visitado varios despachos de autoridades locales para
contarles lo ocurrido, incluso una vez fue recibido en el Ministerio del
Interior. "Pero ni han hecho, ni nos han dicho nada". El joven, de 27 años,
intentó formar una asociación para convencer a los de su edad de los peligros de
la inmigración clandestina. "Lo tuve que dejar porque nadie quiere oír hablar de
eso; cuando les dices que los que llegan vivos sufren mucho para conseguir algo
de dinero, sólo contestan: yo también quiero sufrir así en Europa".
Malang Sano nació en una gran casa de 10 habitaciones en el poblado de Sanoufily
de la isla de Bacola, que en lengua mandinga significa "el trozo de tierra que
está detrás del mar". Para llegar allí hay que ir a Sedhiou, alcanzar el
embarcadero que penetra el río de agua salada Soungrougrou, afluente del río
Casamance, y tomar una kounloun (piragua de una sola pieza de madera de
ceyba propulsada por un motor de ocho caballos).
La casa original de los Sano se encuentra a una hora de navegación y 20 minutos
a pie entre exuberante vegetación, ovejas, bueyes, gallinas, algunas casas y una
austera escuela primaria iluminadas con modernas farolas que se alimentan con
placas solares.
"Malang nunca nos dejó ni una sola vez durante su niñez". Karfa Sano, el padre,
apenas habla. El anciano marino "de unos 80 años", tras dos matrimonios y ocho
hijos, sufre anemia y camina a rastras, pero se mantiene orgullosamente erguido
durante toda la conversación, rodeado de una treintena de miembros del clan y
más de 20 niños, que escuchan atentamente en silencio, mientras las jóvenes
muelen sorgo para la cena. "Era el típico niño que todos querían hasta que se
fue a trabajar a Rufisque; su sueño era ayudarnos; hemos nacido para eso y no
hay más orgullo para un hijo que contribuir al bienestar de su familia", afirma.
Todavía, el anciano cree imposible que su hijo haya muerto de esta manera.
Nunca, ni cuando vivía lejos, al norte de Dakar, le confesó que iba a emigrar.
Toda la comunidad de esta isla asistió al funeral en mayo. El día en que
supieron la muerte coincidió con una reunión de los padres e hijos "y lo
aprovechamos para poner lo ocurrido como ejemplo de que no se debe emigrar de
esta manera", añade Anssois Sano, el tío de Malang.
Antes de despedirse, el viejo Karfa solicita: "Aparte de lo que designe Dios,
los culpables de esto deben ser castigados. Han hecho mucho daño a los
familiares y la ley de los hombres debe cumplirse. Han sido devueltos, han
perdido su dinero, su tiempo y otros la vida, que ha sido la sanción extrema;
nuestra misión es calmar sus espíritus y lograr que no lo vuelvan a intentar,
porque ellos suponen el progreso de este país".
Cuando se le transmite el sueño de muchos jóvenes por seguir intentándolo,
recurre a la ironía: "Soñar es libre; yo también sueño con algún país en el que
hacerme rico sin hacer nada. Pero ahora, llegar ya no es triunfar, porque te
mandan de vuelta. Todo el mundo ha entendido que esto es muy peligroso, que
muchos mueren y está más controlado".
Ciega de llorar
"Los médicos me han dicho que me he quedado casi ciega de tanto llorar". Binta
Dieme es la madre de otra de las 47 jóvenes víctimas del yate de la muerte,
Malang Yrayansí. La mujer y sus familiares desconocen la edad que tiene. Tampoco
le interesa. Lo suyo ya no es vida, sino muerte con los ojos abiertos. Apenas
habla con un hilillo de voz muy aguda, casi un gemido estremecedor, entrecortado
a cada momento con lágrimas y balanceos hacia delante y atrás.
Así se ha pasado los últimos seis meses. Apenas come, los pliegues de su cara
son tan profundos como los surcos del pequeño huerto que los abastece en el
poblado de Faune, unas 12 chozas de bloque y techo de uralita y caña,
semiocultas en el borde izquierdo de la asfaltada carretera senegalesa, ya
cruzada la terrosa frontera sur con Gambia.
La envejecida mujer sospecha que quienes preguntan por su hijo son policías y
tiene miedo de que su testimonio le traiga aún más problemas. Su tío Almamy
Yrayansí completa el relato de Binta Drame: "Malang era el tercero de cuatro
hermanos, tomaba la leche de algunas cabras y cultivaba cacahuete; una mañana ya
no estaba. Con apenas 25 años había dejado una casa con dos mujeres y seis
hijos. Primero me dijeron que había ido a Dakar, luego a Cabo Verde" hasta que
le perdieron la pista.
Nadie habló con él desde que abandonó Faune. Ninguna autoridad se ha interesado
por ellos, ni su frágil situación económica. Ahora, Binta Drame también ha
asumido sola (enviudó en 1987) la carga de los ocho miembros de la familia de su
hijo. "Seguro que, como todos los jóvenes, en lo único en lo que pensó fue en
conseguir dinero para dárnoslo a nosotros", lamenta la mujer desolada. Su
familia afirma angustiada que desde hace meses "ni duerme". Ella misma advierte:
"Moriré pronto de pena", y oculta la cara con un velo azul y sus manos huesudas.