Latinoamérica
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Desde arriba y desde abajo
Guillermo Almeyra
La Jornada
Por definición, la construcción del socialismo -o sea, la superación del
capitalismo, de la explotación, la opresión y el despojo de las grandes mayorías
trabajadoras por una minoría, el fin de la miseria, la ignorancia y la
desigualdad social, el desarrollo pleno de las individualidades y de las
libertades, la eliminación de las clases
sociales- es el fruto de un largo y duro proceso de conflictos y conquistas
sociales, de construcción de un nuevo nivel de conciencia colectiva en las
clases oprimidas actuales y, al mismo tiempo, de creación de las bases
materiales para la liberación de la necesidad.
En efecto, el socialismo en la miseria es impensable porque en ésta es imposible
el grado de cultura y de conocimientos técnicos necesarios para reducir al
máximo la brecha entre los trabajadores manuales y los intelectuales, y permitir
a todos la información y la capacidad de decisión responsable, indispensable
para ser sujetos de la construcción de su futuro. Y tampoco es posible el
socialismo en un solo país o en algunos países que no han alcanzado el nivel de
desarrollo científico y económico de las naciones capitalistas desarrolladas,
porque el mundo está unificado por el capital y el poder de atracción de estos
últimos sobre los primeros (véase el caso de la ex Unión Soviética y de Europa
oriental) seguirá siendo inmenso.
Por consiguiente, y siguiendo con estas obviedades tantas veces olvidadas, no
hay que confundir las premisas para la construcción del socialismo (que son la
fase inicial de la misma) con el proceso avanzado de dicha construcción, ni
creer que éste es ya el socialismo. El siglo pasado estuvo marcado, entre otras
cosas, por la visión totalitaria y de aparato del socialismo: un partido que se
declaraba comunista ocupaba el poder estatal y automáticamente todo el país era
"socialista" (aunque, como se vio en Europa oriental y se está viendo en
Vietnam, Corea del Norte y China, la inmensa mayoría de los supuestos
protagonistas de esos "socialismos" no fuesen más que súbditos de un aparato
usurpador de ese nombre y constructor de relaciones sociales y económicas
capitalistas).
El socialismo no se puede proclamar por radio desde el gobierno: es un proceso
de construcción de poder, de conciencias, de voluntades. Y no puede haber
socialismo con un aparato estatal fuertemente centralizado y, al mismo tiempo,
la convivencia con el control de las trasnacionales en todos los sectores de
punta de la economía. La base para la construcción del socialismo, como decía
Lenin, que está de moda ignorar, es "electricidad más soviets". Se equivoca
Hanna Arendt cuando dice que en esa fórmula Lenin olvida el partido bolchevique
así como el socialismo y la libertad. Los soviets, para Lenin y Trotsky, eran
órganos de poder de los obreros y campesinos, organizadores del Estado,
herramientas políticas y administrativas libertarias, plurales en su
composición, superiores al partido, porque éste es sólo una herramienta
transitoria. El Estado, como la Comuna de París, eran los trabajadores
organizados en consejos, no los viejos bolcheviques (que en la revolución de
1905 y en la de febrero de 1917 se opusieron a los soviets que no podían
controlar, mientras Lenin y Trotsky llamaban a concentrar el poder en ellos y no
en el partido, el cual era sólo una parte de los mismos).
La liberación -que no es todavía la libertad, pero sin la cual ésta es
imposible- "será obra de los trabajadores mismos", no del partido socialista. Y
el socialismo será resultado de la conquista de la libertad en el proceso
revolucionario, no de la "toma del poder", y el Estado de los consejos preparará
rápidamente la agonía del aparato estatal que manda sobre las personas. En
Arendt, como en muchos de los que escriben hoy sobre el socialismo del siglo XXI,
impera la confusión entre la experiencia estalinista y el socialismo de Lenin y
de los comunistas libertarios.
El socialismo no se construye desde arriba, por decisión de unos pocos y de un
partido único que rápidamente tenderá a burocratizarse y a concentrar el poder
administrativo estatal y a tener el monopolio de la vida cultural, asfixiándola.
Por supuesto, sobre todo en los países dependientes, es necesario concentrar en
manos del aparato estatal todas las ramas esenciales para el desarrollo
económico, como intenta hacer Evo Morales en Bolivia. Pero no hay democracia con
la centralización burocrática, sino con el federalismo, y el control estatal no
debe impedir el control político de los trabajadores sobre las empresas
estatizadas, pero no sólo el de los que en ellas trabajan y son productores,
sino el
control político de todos los ciudadanos para evitar el corporativismo, los
enclaves de privilegio. Por eso quienes ejerzan el control no pueden ser los
sindicatos sino consejos obreros que funcionen en todo el país sobre la base de
los centros de producción, pero también del territorio, recuperando y volviendo
a moldear lo público.
Las bases del socialismo se construyen con el poder popular, en los consejos,
con sus planes y objetivos definidos con la población en asambleas, y también
con el apoyo del aparato central, con sus economistas y sus técnicos que
transitoriamente cumplen un papel que les da la ignorancia masiva. Pero no se
construyen con un sector que decide supuestamente "para el bien de todos", de
modo centralizado y paternalista, desde arriba hacia abajo, sino con dos grandes
sectores que se controlan y se interinfluencian en un juego donde las supuestas
bases comienzan a construir un nivel superior de conciencia y de organización,
empiezan a ser ciudadanos decidiendo las prioridades y cómo enfrentarlas.
Por eso es indispensable construir elementos de poder frente al aparato central
estatal mediante la autonomía y la autogestión, pero ese doble poder es, por
definición, efímero, transitorio, y necesita elevarse al plano de todo el
territorio nacional.