Latinoamérica
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El aborto y la Iglesia católica en América Latina
Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada
Los argumentos que esgrime la Iglesia para negar el derecho al aborto
responden a los mandamientos de Dios. La vida es un don otorgado por su
naturaleza todopoderosa. Sea en las condiciones que sean los mortales no pueden
contravenir su voluntad. Podemos vivir en pecado: mentir, asesinar, desear a la
mujer del prójimo y hasta violar con tal de expiar las culpas. Para evitar los
excesos la Iglesia crea entidades como la Inquisición. Así, redimió a herejes
como Galileo y quemó a otros como Giordano Bruno. Pero también es pragmática y
para dominar el mundo impone a sus fieles la práctica de la confesión. De esta
manera abre la puerta a una técnica de control sobre las vidas, adentrándose en
los secretos, miedos y angustias de las gentes, tanto como en sus ruindades
sexuales y morales, y no menos importante, el valor de sus dotes.
Así, la institución eclesiástica amasa su actual fortuna gracias a los
testamentos para salvar el alma impura. Sin embargo, cuando se trata del aborto,
las contemplaciones se acaban. Si cualquier otro pecado es consentido, en este
caso la decisión personal y autónoma de la mujer se contrapone con imágenes de
un asesinato, cuya imagen se asocia a la de una sociedad que camina
inevitablemente a su propia destrucción, sin un horizonte moral que ilumine su
camino. Sodoma y Gomorra emergen bajo formulas novedosas.
El aborto incuba un materialismo de nuevo cuño: el casamiento homosexual,
parejas de gays y lesbianas, y la virginidad deja de ser un argumento para una
juventud pervertida por las mieles del sexo fácil. La Iglesia no puede imponer
su doctrina. Tiene que recurrir a nuevos métodos de comunicación. Ahora no basta
con el viejo argumento: hijos, los que nos dé el Señor y dentro del matrimonio.
Si son siete o 10, ellos serán criados unas veces con holgura y otras con
escasez, pero siempre con la fe de Cristo. El vientre materno incuba la simiente
que Dios entregó para extender su verdad en el planeta. Otro conocimiento es
superfluo. Si caímos en el pecado, y la mujer fue su inductora, lo hizo por
darnos a comer del fruto prohibido del conocimiento. Pero esta razón ya no es
suficiente, resulta poco convincente, por lo menos, a la mayoría de los
mortales. Ahora la crítica a los pro-aborto se acompaña, desde fines del siglo
XX, con argumentos seudo-científicos. Siempre que interesa, se utiliza a
preminentes biólogos, neurólogos, curas, monjas, seglares o católicos
reaccionarios que apoyan las tesis provenientes del papado de Roma. Ahora se
verifica que la vida inicia en el instante mismo de la fecundación. Es decir,
cuando el espermatozoide y el óvulo se encuentran.
Todo un avance para los incrédulos, cuando dicho principio ha causado miles de
excomuniones. ¿En qué quedamos, teoría creacionista, arca de Noé, o teoría de la
evolución de las especies y Darwin? Así, no hay quien se aclare.
Si el aborto es un pecado a los ojos de la ley de Dios, deben sufrir castigo
divino quienes profesen su fe, pero en ningún caso la Iglesia debe sobrepasar la
línea que separa su moral y generalizarla al conjunto de la sociedad y la
constitución civil, no pueden imponerla. La Iglesia católica en América Latina
ha sido permisiva, y lo sigue siendo, en el aborto cuando se trata de sus
religiosas. Aquí nadie queda libre y afecta por igual a toda la estructura
jerárquica: sacerdotes, obispos o cardenales, e incorpora a miembros de las
órdenes dominicas, franciscanas, jesuitas, trapenses, Opus Dei, etcétera. En
definitiva, el aborto dentro de la Iglesia existe porque el sexo también se
practica.
Sin embargo, esta vara de medir -la crítica a la ley del aborto- no ha tenido el
mismo baremo cuando se trata de otros pecados. Durante las tiranías la Iglesia,
en tanto institución, avaló y facilitó la presencia de sacerdotes militares,
capellanes en las sesiones de tortura, y se apoyaron en ellos para lograr
confesiones que delataran a militantes. Tampoco tuvieron reparos en apoyar a las
juntas militares ni en avalar la violación de mujeres, el robo de bebés y los
bautizaron como hijos legítimos de asesinos y torturadores. Misma Iglesia
católica, que desde Roma evitó la condena de los asesinos -hasta convertirse en
cómplice de crímenes de lesa humanidad-, cuando los muertos eran sacerdotes
díscolos como Guido Mengual o Antonio Llido en Chile; monseñor Arnulfo Romero,
Ellacuría, Montes o Ignacio Martín Baró en El Salvador. Así, sus autores
materiales e intelectuales, católicos practicantes, fueron absueltos, no
sufrieron el castigo de la excomunión ni reprimenda. A sabiendas de quienes eran
siguieron en sus puestos y practicando misa. El Vaticano consintió dicha
práctica y el silencio gritó a voces su conformidad. Cuán distinta la actitud
con Ernesto Cardenal en Nicaragua, o con teólogos de la liberación como Gustavo
Gutiérrez en Perú o Leonardo Boff o Frei Betto en Brasil. En estos casos los
sacerdotes han sido vilipendiados y públicamente desacreditados, obligándolos a
guardar silencio.
Si fuese el siglo XVIII, seguramente Ratzinger, hoy Benedicto XVI, les hubiese
llevado a la hoguera por herejes. La diferencia pone en evidencia la hipocresía
de la Iglesia católica, su moral retorcida. En el caso del aborto, no le
interesa la salud de la mujer. La Iglesia sólo busca mantener su poder, por ello
le resulta fácil condenar el aborto en abstracto y besar la mano a tantos
presidentes constitucionales y católicos practicantes como lo han sido Fox en
México, Menem en Argentina, Sanguinetti en Uruguay, o lo son Uribe en Colombia y
hoy Calderón. O antiguos tiranos como Pinochet en Chile, Videla y Galtieri en
Argentina, Stroessner en Paraguay o Banzer en Bolivia.
El aborto sólo se puede entender si comprendemos la violencia de género:
violación, pederastia, el embarazo no deseado, la posibilidad de muerte para la
madre, las dificultades de existencia del feto, todo lo que suponga una pérdida
de la condición humana y la dignidad de la persona. Pero dicho planteamiento no
está dentro de la Iglesia católica, la misericordia dejó de ser parte de los
postulados de la Iglesia hace ya mucho tiempo.
Las causas para interrumpir el embarazo son múltiples, pero sin dudarlo, las
mujeres que adoptan la decisión lo hacen fruto de una maduración traumática. Sin
embargo, la Iglesia quiere someter a juicio divino una decisión del orden
político. Así, interfiere en el marco legal y administrativo introduciendo
juicios inmorales y poco éticos al derecho positivo. La separación entre Iglesia
y Estado tiene una larga data, perder su control sobre las vidas terrenales es
su lucha, por eso utiliza cualquier medio, aunque este sea espurio. Dios les
pille confesados.