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Bolivia en el espejo
Marco Aparicio y Gerardo Pisarello
Sin Permiso
El pasado 9 de diciembre la Asamblea Constituyente aprobó en la ciudad de Oruro
una nueva Constitución para Bolivia. Cuando todo parecía indicar que el proceso
constituyente quedaría definitivamente bloqueado, 165 de los 255 asambleístas
hicieron frente al boicot de las fuerzas más conservadoras y lograron sacar
adelante el texto. 410 de los 411 artículos fueron acordados por dos tercios de
los diputados presentes. Sólo uno, relacionado con los latifundios, no obtuvo el
consenso previsto en la ley de convocatoria de la Asamblea. A la espera del
referéndum popular sobre el texto definitivo, el espejo boliviano arroja algunas
imágenes útiles para explicar no sólo lo que está ocurriendo en el país andino
sino también algunas reacciones más allá del Atlántico.
Lo primero que se desprende del caso boliviano es que la Asamblea Constituyente
hubiera sido impensable sin la presión de un sinnúmero de movimientos indígenas,
campesinos y populares excluidos hasta entonces de la vida política del país. La
convocatoria de la Constituyente, en efecto, no fue el producto de un pacto
entre elites, al modo de la mitificada transición española. Fue por el contrario
una impugnación democrática, "desde abajo", a una "República falseada" que había
condenado a la exclusión política, social y cultural a la mayoría de la
población.
El presidente Evo Morales abrió camino a esa aspiración y agilizó, una vez
electo, la convocatoria de la Asamblea. Sin embargo, la forma legal que se dio a
ese impulso no fue la mejor. Por un lado, dificultó la participación directa de
los sectores populares organizados que, pese a estar explícitamente reconocidos
como actores del proceso, un complejo procedimiento los acabó subordinando al
sistema de partidos existente. Por otro, otorgó, con el sistema de mayorías
cualificadas establecido (2/3), un notable poder de veto a la oposición.
Este contexto permitió a la oligarquía y a sus aliados jugar todas sus cartas al
sabotaje del proceso constituyente. Esta actitud, sumada, a un contexto político
ya de por sí tenso y complejo y, naturalmente, a las limitaciones del propio
oficialismo, explica que el texto finalmente aprobado adolezca de una
considerable falta de sistematicidad e incluso de incongruencias, omisiones e
innecesarias reiteraciones. La nueva Constitución boliviana no es una
Constitución "de profesores", aprobada en tiempos relativamente pacificados,
como la Constitución republicana española de 1931, ni tampoco la Constitución de
una revolución que, pese a sus divergencias internas, ha derrotado a sus
antiguos adversarios, como fue la Constitución mexicana de 1917. Es un texto
signado por el acoso de una derecha clasista y racista que ha demostrado estar
dispuesta a lo que haga falta con tal de impedir que los "hijos" de Tupac Katari
y Bartolina Sisa puedan llegar a ejercer el poder político en Bolivia.
Con todo, la Constitución de Oruro representa el intento más decidido de
subvertir las dinámicas de desigualdad socioeconómica y de exclusión cultural de
amplios sectores de la sociedad boliviana, comenzando por los integrantes de los
pueblos indígenas, que conforman alrededor del 60% de la población total.
Implica, sin duda, un avance cualitativo que lograría, al menos parcialmente,
superar los límites de las reformas constitucionales de signo pluricultural
hasta ahora realizadas en otros países del entorno.
El rasgo central del texto constitucional es la voluntad de articulación
política de una sociedad culturalmente más diversa y socialmente menos desigual.
El Estado se caracteriza, al mismo tiempo, como "plurinacional, comunitario,
libre, autonómico y descentralizado" y como "unitario" (art. 1). Esa fórmula,
aparentemente contradictoria, refleja el complicado intento de asegurar el
autogobierno de los más vulnerables –los pueblos y comunidades indígenas– y de
deslegitimar al mismo tiempo los intentos secesionistas de los más poderosos
–las oligarquías de los ricos departamentos de Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija.
Más allá de esta tensión, sin embargo, existe a lo largo del texto una
inequívoca voluntad de superar la construcción monocultural y excluyente del
Estado hasta ahora vigente. Para ello se apuesta por una concepción normativa
pluricultural y plurinacional que dé voz y capacidad de decisión a los
diferentes grupos étnicos y lingüísticos que componen el Estado, comenzando por
aquellos que nunca las han tenido. Algunos de los diseños institucionales
previstos para dar concreción a este principio pueden ser discutibles. Así
ocurre, por ejemplo, con la propuesta de un Tribunal Constitucional
Plurinacional que, al ser elegido por sufragio universal (art. 208), podría
generar una no deseada colisión de legitimidades electorales directas con el
Presidente y con el Poder Legislativo. Lo que no puede objetarse es el principio
de fondo que inspira este tipo de propuestas: sin instituciones con sensibilidad
pluricultural y plurinacional no es posible que haya una democracia creíblemente
inclusiva. O dicho de otra manera: en sociedades integradas por pueblos con
lenguas, tradiciones e instituciones propias, las condiciones materiales de
ejercicio de la democracia sólo pueden entenderse como condiciones de igualdad
social, pero también cultural.
Esto, precisamente, es lo que se propone la nueva Constitución de Bolivia cuando
considera fin esencial del Estado (art. 9) la construcción de una sociedad
"cimentada en la descolonización, sin discriminación ni explotación, con plena
justicia social, consolidando las identidades plurinacionales" (art. 9). O
cuando, a la hora de caracterizar el sistema de gobierno (art. 11) junto a los
elementos propios de una democracia representativa y participativa se incluye
también la dimensión comunitaria que aportan los pueblos indígenas.
Naturalmente, combinar los presupuestos de una ciudadanía a la vez igualitaria y
diversa, no es sencillo. Sobre todo porque no puede establecerse a priori si un
trato igual es signo de inclusión o de ilegítima descaracterización, o si un
trato diverso es signo de respeto o inadmisible tolerancia de un privilegio. Una
democracia pluralista como la que aspira a construir la Constitución boliviana
no pretende asentarse en el relativismo ético según el cual "todo da igual".
Antes bien, el respeto a la diversidad y la exigencia de igualdad entre culturas
y naciones aparece como un corolario de la consideración de la dignidad humana
como valor superior, como límite de lo decidible. El punto clave está en que lo
que deba entenderse por dignidad humana no puede venir decidido de antemano por
un único intérprete ni por un traductor privilegiado de las diferentes prácticas
culturales, normalmente perteneciente a las clases y grupos étnicos dominantes.
Lo que la concepción pluralista procura es que la construcción de un horizonte
común de sentido se realice a partir de los paisajes trazados por las distintas
culturas existentes y no al margen de ellas.
De ahí la centralidad otorgada a la presencia de instituciones y jurisdicciones
indígenas en pie de igualdad con el resto de jurisdicciones ordinarias (art.
199). De ahí la necesidad de que los "derechos fundamentales" civiles, políticos
y sociales que todos sin exclusión deben respetar, no sean vistos sin más como
imposiciones unilaterales de un actor social en detrimento del resto, sino como
expresión de un diálogo constante entre culturas y de una permanente
actualización del derecho de autodeterminación de los pueblos, incluidos los
indígenas.
Evidentemente, la viabilidad de una apuesta normativa e institucional de este
tipo no depende principalmente de las bondades "técnicas" de la Constitución ni
pueden confiarse a la buena voluntad de los actores involucrados. Las cuestiones
jurídicas, como recordaba Lassalle, son ante todo cuestiones de poder. Y una
democracia pluralista que, al tiempo que cuestiona una forma de organización
culturalmente excluyente, abre nuevos espacios de decisión en torno al trabajo,
la producción, el consumo, o los recursos naturales y energéticos, comporta
transformaciones sociales enormes que no pueden ser aceptadas por quienes se
benefician del estado actual de cosas.
Por ello las alarmas no han tardado en saltar. En Bolivia, como demuestran las
múltiples exhibiciones de desobediencia "incivil" protagonizadas por la
oposición y por los representantes de los departamentos más ricos, pero también
fuera de ella donde el proceso de democratización en curso ha puesto en guardia
a los corifeos del status quo.
En el caso español, no han faltado las voces que, aprovechando la tribuna que
con generosidad les ofrece la prensa respetable, han puesto el grito en el
cielo, afirmando por ejemplo que la Constitución boliviana pretende situar "los
usos y costumbres de 35 grupos autóctonos en pie de igualdad con la legislación
cosmopolita del hombre blanco". Según esta sutil lectura, se injertaría en el
Estado una "sharía precolombina" dispuesta a imponerse por vía "autoritaria y
sangrienta" sobre la Bolivia inscrita en la tradición "liberal-individualista de
Occidente".
Más que cosmopolitismo, este tipo de declaraciones reflejan un tosco
provincialismo que, más allá de su implícito racismo y de su escasa cultura
histórica, ni siquiera hace honor a lo mejor de la tradición
"liberal-individualista". Mucho más cuando no sólo Bolivia, sino un total de 143
estados, entre ellos el español, acaban de acordar, en septiembre de este año,
la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas. Esta
Declaración reconoce, con un ánimo cosmopolita de cuño muy diverso, que los
pueblos indígenas en tanto que "iguales a todos los demás pueblos", tienen
derecho a la libre determinación y gozan del "derecho a ser diferentes"; que
"tienen derecho a conservar y reforzar sus propias instituciones políticas,
jurídicas, económicas, sociales y culturales"; así como a "practicar y
revitalizar sus tradiciones y costumbres culturales" ya que el respeto "de los
conocimientos, las culturas y las prácticas tradicionales indígenas contribuye
al desarrollo sostenible y equitativo".
Vistas así las cosas, es comprensible que lo que está ocurriendo en Bolivia
genere hondo desasosiego no sólo entre las oligarquías locales y sus aliados
sino también más allá del Atlántico y, sobre todo, más acá de los Pirineos. Y
ello no sólo por los jugosos intereses que las empresas españolas puedan tener
en los recursos naturales y energéticos de América Latina. Hay otras razones: se
trata de un proceso que está dejando al descubierto el carácter excluyente de
las actuales democracias "de baja intensidad", la escasa sensibilidad
plurilingüística y plurinacional de las cuales, o las consecuencias nefastas de
su privatización de ciertos servicios y recursos básicos, obliga a ablandar las
barbas de quienes se han instalado cómodamente en el relato angelical de la
"transición" y de las bondades de la monarquía parlamentaria. Por eso, con sus
límites y errores, es importante asomarse al espejo de Bolivia. Porque refleja
cosas que nos conciernen.
Marco Aparicio Wilhelmi y Gerardo Pisarello son profesores de Derecho
Constitucional en las Universidades de Girona y Barcelona, respectivamente.