Latinoamérica
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La revolución "democrático-cultural"
Rafael Bautista S.
"A las abuelas y abuelos de Bolivia y a la renta vitalicia de dignidad"
Un tiempo revolucionario es un tiempo abierto. Es un tiempo de creación. Pero es
creación humana, como el parto; donde se experimenta dolor e incertidumbre,
pero, también, esperanza. Lo que sostiene el peso de la existencia es siempre la
esperanza. Sin esperanza no hay modo de hacerle frente a la adversidad; esto es
lo que manifiestan los pobres, cada día que deben de enfrentar un mundo que les
oprime y, al cual, sólo es posible enfrentar por el ejercicio de la fe. Esa
fidelidad trascendental es la que los levanta cada mañana para seguir luchando
por los suyos. Cosa que no sabe asimilar el rico, porque este sólo sabe
planificar sus aspiraciones desde la interesada defensa de su seguridad. Por eso
es legalista. Porque él es partícipe de una ley que asegura sus posesiones;
porque esa ley formaliza y normativiza una forma de vida que privilegia a unos
cuantos a costa de los muchos.
Por eso no es raro que los ricos de este país peguen el grito al cielo cuando se
les pide compartir algo que, para colmo, no es suyo, pero defienden como su
propiedad privada. Dicen los prefectos, cívicos y rectores que la ley les
faculta los recursos que poseen, pero nunca recuerdan que fueron los pobres
quienes lucharon por esos recursos (que vienen de los hidrocarburos, o sea, de
la tierra). Como se sostienen en la seguridad de sus posesiones, es esa
seguridad la que les imposibilita comprender siquiera la situación de aquellos
que se enfrentan a diario con la contradicción vida-muerte, y les impide,
además, evaluar de modo crítico su forma de vida; por eso no se mueven en los
términos de la fe sino de la idolatría. El idólatra necesita de lo tangible, lo
evidente, lo objetivado en algo que pueda "ver", por eso acude a los fetiches y
el fetichismo se vuelve su forma de vida. Como el ser humano es lo más inseguro,
opta por el dinero, que es lo más seguro (en su mundo de cosas); con este compra
todo lo que se le antoja: gobiernos, leyes, hasta dioses, los necesarios para
garantizar su seguridad. Su único miedo es el que perturba su seguridad, el
inconsciente que suele traicionarle cuando el pobre le recuerda el origen de su
riqueza: la miseria de los demás. Por eso necesita hacer alarde de su legalismo,
del espectáculo de su idolatría; por eso acude a los símbolos sagrados para
lavar su imagen, para encubrir lo que guarda su verdadera imagen.
Pero cuando el país está cambiando, los símbolos no le bastan, y si empieza a
perfilarse la utopía del pueblo, entonces no le queda más que sacarse la careta
y mostrarse como es en realidad. Si este fuera un tiempo reformista y carente de
perspectiva entonces, hasta intuitivamente, el poderoso no estaría obligado a
descubrir su verdadera cara; pero un tiempo de transformación le obliga a ello,
porque no es sólo el presente el que le juzga sino todos los tiempos. En el
tiempo de la creación asisten todos los tiempos, de modo que pasado y futuro se
entrecruzan y el presente revolucionario desata la realidad (de su
estancamiento) y le devuelve su movilidad. El presente se abre a lo por-venir.
Pero esta apertura es confusa, de modo que no todos la advierten. Es más,
quienes le prefiguran de antemano un destino unívoco, aquellos que leen en la
realidad sólo lo que quieren leer, en definitiva, no saben comprender lo
potencial que aparece, el modo genuino de desenvolvimiento de "lo que todavía no
es". No sólo la derecha sino también la izquierda se mueve en la lógica de la
seguridad, como el rico, porque todo lo estiman desde sus teorías (que son sus
credos; aunque ateos declarados, no saben actuar sino religiosamente ante sus
fetiches: el dogma), por eso tratan de amarrar el proceso dentro de sus
esquemas, y si no se deja amarrar, entonces descalifican lo que sucede.
Izquierda y derecha actúan del mismo modo, porque son hijos de la modernidad y
todo lo estiman siempre desde un modelo ideal que les presupone y que son
inconscientes de ello, porque todo lo asumen como dogma, de modo que la realidad
es la que siempre tiene que adecuarse al programa siempre ya anticipado (entre
cuatro paredes) y siempre perfecto. El problema radica en sus esquemas mentales,
anquilosados y estancados; siendo la realidad lo más moviente, la apertura
teórica la traiciona cuando no está a la altura de su movimiento real. El
divorcio que la teoría realiza de su realidad es, en nuestro caso, también
producto del colonialismo mental que sufrimos. Becar a nuestras elites y
de-formarlas en las universidades y en el saber del dominador, fue el modo más
barato de colonizarnos. La resultante castración intelectual, no podía producir
sino eunucos mentales: impedidos de que palabras como justicia, dignidad o
soberanía puedan, por lo menos, excitarles. Por eso la elite "culta" boliviana
no entiende una revolución "democrático-cultural", un "Estado plurinacional", o
una "autodeterminación indígena"; porque sus estructuras mentales han sido
previamente manipuladas por el saber dominante y repiten sólo lo que este
dictamina, por ejemplo: la democracia liberal moderna es "sagrada", porque
dizque son "divinos" sus valores.
La democracia moderna es la garantía política para la preservación de los
valores modernos: la propiedad privada, la libertad de contratos, etc. La
colonización mental produce la justificación nativa de estos valores como si
fueran "universales". Las ciencias sociales parten de estos valores y es lo que
nuestras universidades se encargan de naturalizar: los de-formados por el saber
del dominador son los que se movilizan ahora en contra de su propio pueblo
(prefieren defender la corrupción que repartir los recursos nacionales). Y lo
hacen no sólo en las calles sino fabricando justificativos, que se difunden
mediáticamente, para desestabilizar esta revolución "democrático-cultural";
estos son también la reserva de reclutamiento que usa la oligarquía para
disfrazar sus propósitos. Su bloqueo mental no les permite comprender lo que
este proceso significa; sólo ven lo que previamente se ha fabricado en su
de-formación: ellos tampoco admiten un indio en el poder, porque la universidad
les ha hecho creer que el saber les hace "superiores". Este bloqueo mental
enceguece toda posibilidad de comprensión, al grado de manifestarse en la
difamación y la calumnia, como único recurso discursivo del sector conservador;
por eso no hallan otra forma de demostrar esa "superioridad" que acudir a la
violencia. La tozudez del comité sucrense, el capricho corrupto en el aeropuerto
cruceño, el cinismo egoísta que realizan prefecturas, alcaldías y universidades,
son muestra de ello.
En este contexto, el discurso del "fracaso" de la constituyente, enarbolado por
la derecha, no es sino la misma estrategia imperial de destruir primero algo
para después inventar su "fracaso". Así lo hicieron, mediante el espionaje
informático, con la economía soviética. Ex agentes de inteligencia
norteamericano, del gobierno de Reagan, y la misma Margaret Tatcher, confirman
un complot de lo más siniestro, cometido contra la economía soviética, en la
década de los ochenta: introducir, vía espionaje, "caballos de Troya" en los
softwares que precisaba el sector energético para administrar todos los
gasoductos que unirían energéticamente a toda la Unión Soviética; en el momento
previsto por los gringos, el "caballo de Troya" entró en acción y el software
hizo trizas, no sólo una revolución energética, sino toda la economía soviética;
a lo cual hay que añadir que son los gringos quienes empujan a los soviéticos a
la carrera armamentista, recortando presupuesto social por estar a la par con el
avance bélico gringo, lo cual señalaba un punto de no retorno, pues los gringos
tenían colonias, controlaban la economía-mundo y podían explotarnos al infinito
para costear sus aventuras, lujo que los soviéticos no podían darse: quebró la
economía soviética por un acto de sabotaje más que por propio fracaso; también
Reagan es quien financia militarmente a los contras, promoviendo un boicot
económico, destruyendo así el proceso revolucionario sandinista en Nicaragua;
boicot interno y externo, político y económico, fue lo que le hicieron los
gringos a Allende; esa ha sido y es la estrategia contra Cuba. La destrucción
premeditada fue siempre celebrada mediáticamente como "fracasos".
Por eso la derecha, dentro y fuera de la constituyente, dedica todos sus
esfuerzos a destruirla, para luego, con la complicidad mediática, presentar esa
destrucción como "fracaso" de ella misma. Maniobra que enseña quien domina: el
asesinato aparece como suicidio; el criminal se hace inocente. Los medios
propagan esta mentira y así moldean a su público, envenenando su alma: cuando la
mentira moviliza a la clase media, es veneno lo que estalla en el aire. Si en la
guerra, la primera víctima es la verdad, en la sedición de la oligarquía, la
verdad es la primera desterrada. Por eso la intelectualidad abraza el
relativismo y celebra el sinsentido, porque no quiere saber de la verdad. "No
hay verdad absoluta" dicen, así disfrazan su ignorancia y presentan sus
conocimientos light al mismo nivel de lo que desprecian: la verdad. Si "no hay
verdad", entonces esa afirmación no tiene razón de ser; la autocontradicción en
que incurren muestra el grado de ceguera de una mentalidad que, a título de
racional, realista y científica, sólo consigue amputarse de todas las
pretensiones que proclaman. Si la derecha, abrigándose de lo democrático,
prescribe el relativismo como principio, entonces no tiene sentido su presencia;
si relativiza todo, tendría que relativizar su propio principio, entonces no
tiene sentido siquiera abrir la boca. Pero la derecha no cierra su boca sino que
grita, porque el relativismo que prescribe le sirve para no creer en los demás,
lo cual se demuestra cuando se afirma a sí mismo con patadas y puñetes. El
relativismo posmoderno actual no es sino la cara estetizada del absolutismo
moderno. Por eso el discurso conservador acude al relativismo para desacreditar
toda pretensión de verdad de toda otra racionalidad; porque han fetichizado a la
razón moderna y la han confundido con todo lo racional, de modo que no hay más
razón que ella; su fetichismo es lo que les imposibilita una relación crítica y
tienden a santificarla, aunque les pese, porque no pueden trascenderla, están
colonizados por ella.
Frente a la razón con que hemos sido colonizados, nos urge articular las bases
de otra racionalidad; pero esta articulación supone también una desarticulación,
es decir, un desmontaje de los fundamentos de la razón que sostiene la
dominación. Este desmontaje necesita ser histórico pero, además, sistemático o,
dicho en lenguaje filosófico, ontológico y epistemológico. Este nivel es el más
descuidado y, por ello, no son extrañas las confusiones que después se
precipitan, cuando no se tiene claro cuáles son los marcos categoriales de los
cuales se parte. Porque bien sabemos que lo más sofisticado de la colonización
no es su tecnología bélica sino su racionalidad, expresada como ciencia y
filosofía, es decir, como aquello que supuestamente es lo más neutral, objetivo
y universal. Este desmontaje, a nivel histórico, supone, una crítica al
eurocentrismo; pero, sobre todo, supone una crítica radical al nivel de, lo que
llamaba Marx, "el sistema de categorías de la ciencia" o, en nuestro caso, a
"todo el sistema de categorías de la racionalidad moderno-occidental".
Utilizando un lenguaje actual diríamos: para efectuar una real des-colonización,
es preciso conocer cómo nos han colonizado. Porque la colonización subjetiva es
el último y más sutil reducto de la dominación, reproduciendo esta al nivel de
las ciencias y la filosofía que se practica en nuestros países (como eco de lo
producido por la dominación), cuando se enseñan sin la previa tematización de
los fundamentos de los cuales parten, es decir, sus últimas categorías. Es
decir, no basta siquiera con abrazar pensamientos o teorías críticas sino de
cómo hacer del ejercicio crítico el habitual modo de enfrentarse a lo "dado" en
el mundo y a lo "dado" en el conocimiento.
Lo cual precisa, de modo inevitable, un diagnóstico de lo que significa la
modernidad. Porque si tiene sentido la descolonización, como un momento crítico,
inicial de un proceso mayor de liberación (en nuestro caso, una revolución
"democrático-cultural"), saber de qué nos estamos descolonizando es algo que no
puede moverse en la ambigüedad. Quienes se apoyan todavía en una supuesta
modernidad verdadera o crítica, apelan a determinaciones que serían propias de
esta: el espíritu crítico y el espíritu utópico. La modernidad sería lo crítico
en tanto la preeminencia de lo histórico y la posición crítica ante las
estructuras tradicionales. Pero la devaluación de la tradición es propia de un
mundo que no tiene tradición real, y lo que tiene atrás son siglos de
oscurantismo y exclusión de la historia mundial. Hasta el siglo XVI, Europa era
en todo inferior del resto del mundo civilizado; una vez poseedora de riqueza
robada al Nuevo Mundo, reordena su historia y se apropia de aquello que nunca
había sido ella: Grecia despreciaba lo bárbaro europeo, así como Roma, pero la
Europa moderna necesita invertir esto, para aparecer como heredera legítima de
una antigüedad que se inventa.
Si lo europeo era lo más despreciado en el mundo clásico, su ensalzamiento
produce una inversión maniquea: el primer racismo en la historia del mundo es
propiamente moderno y la produce un individuo que debe justificar su
superioridad de algún modo. El antiguo hidalgo que, con Cortés, subjetiva el ego
conquiro y, con Descartes, se postula como ego cogito, produce una
naturalización de la diferencia; es decir, no hay otra superioridad que la
marcada por los caracteres fenotípicos arios. Lo blanco resulta superior sólo
por serlo. La riqueza que roba del Nuevo Mundo le abre la posibilidad de tener
el mundo en sus manos (ventaja fundamental para destruir el mercado mundial en
torno al Camino de la Seda); el acopio de conocimientos que logra (gracias a una
expansión militar financiada con el robo) le coloca, por vez primera, ante una
situación revolucionaria: desde su centralidad puede re-ordenar la historia de
los demás. Ya no sólo es centro sino destino; la violencia que ha cometido ahora
será providencial, su mito civilizatorio habrá comenzado. Por eso debe destruir
todas las tradiciones (lo que inicia en su espacio, por eso Rousseau imagina un
educando sin padre ni madre) para imponer lo nuevo, el modo que asume su ilusión
encubridora: lo nuevo (que es ella) es lo bueno, lo viejo es lo malo,
maniqueísmo resultante de una razón divorciada de toda trascendentalidad. Si su
razón es su punto de partida entonces no hay más criterio que uno mismo, no hay
autoridad que pueda cuestionar esta razón; se trata de la muerte de los dioses,
porque la razón moderna se ha puesto en su lugar: muertos los dioses, el resto
de la humanidad se queda huérfana.
¿Cuáles son las consecuencias de semejante racionalidad? Desde el proceso
boliviano podríamos decir lo siguiente: las razones por las cuales nos
enfrentamos al sistema-mundo moderno-occidental no son culturalistas, es decir,
no es por "diferenciarnos" (diferencia posmoderna) de occidente que
reivindicamos lo "andino-amazónico". Sino por juicios de realidad. La
pauperización del 80% pobre de la humanidad y la crisis ecológica de la tierra
son consecuencias no sólo de un patrón de desarrollo sino, en última instancia,
de la racionalidad que lo sostiene. La lógica costo-beneficio que ordena a la
economía moderno-capitalista es una de las variantes de la lógica medio-fin,
instrumental y teleológica, que es, en definitiva, constitutiva de la
racionalidad moderna, expresada en la relación arquímeda de la ciencia moderna:
sujeto-objeto. Esta relación categorial, fundante de la ciencia moderna, no es
sino producto de la secularización de la naturaleza que produce la cristiandad
medieval, secularización que se expresa como desacralización, lo cual deriva en
una literal profanación. Sin hacer siquiera mención de posiciones nativas,
veamos lo que piensa un sabio árabe musulmán como Hossein Nasr: "ni en el Islam,
ni en la India, ni en el Lejano Oriente, la sustancia y la materia de la
naturaleza estaban tan vacías de un carácter sacramental y espiritual, ni la
dimensión intelectual de estas tradiciones estaba tan debilitada como para
permitir que una ciencia puramente secular se desarrollara. (Esto) no es señal
de decadencia sino del rechazo a considerar cualquier forma de conocimiento como
puramente secular y divorciada de lo que considera como la meta última de la
existencia humana". La ciencia moderna es posible por la devaluación de la
naturaleza a objeto; desde esta descualificación es que aparece la consideración
de la naturaleza en términos exclusivamente cuantitativos, mensurables y, en
consecuencia, cosa a ser explotada. Cinco siglos de historia son testimonio de
las consecuencias que se desprenden de la subordinación humana a dicha
racionalidad (porque también el ser humano, como ser natural, es reducido a mero
trabajo a disposición del capital). Frente a tal constatación de realidad es que
tiene sentido la crítica, no desde "preferencias" culturales, sino desde la
recuperación histórica de criterios éticos básicos que se hallan presentes en
casi todas las culturas milenarias y que, en el curso civilizatorio mundial,
desde el egipto-bantú hasta el tiawanaku, están presentes como preceptos
normativos.
La crítica a la modernidad-occidental consiste en mostrar que su ética (reducida
a pura moral del orden vigente) está vaciada de criterios materiales; devaluada
la naturaleza también se devalúa al ser humano, como sujeto de necesidades. La
razón moderna sólo puede formalizarse a condición de abstraerse completamente de
la realidad; una vez devaluado el mundo natural y muertos los dioses, el orden
de la perfección pasa al reino de la razón moderna: la razón es lo perfecto y la
realidad es lo imperfecto, aquella es lo bueno, esta lo malo, y ¿dónde se
realiza la razón?, en el sujeto-burgués-ario-europeo. Todo lo que realiza este
es universal, civilizado, racional; su proyecto es el proyecto que todos deben
abrazar y si se alguien se resiste, la violencia que se le aplica es por su
propio bien. Lo que ha imaginado para sí, sin referencia alguna exterior a su
propia conciencia, o sea, sin crítica posible, tiene que ser bueno para todos.
Su utopía (estar en la riqueza) es la verdadera, realizada como sociedad
burguesa y, en nombre de ella, persigue todas las otras utopías.
Lo cual muestra el carácter utopista de la racionalidad moderna, como
devaluación del espíritu utópico, presente en toda la historia de la humanidad
(desde el mito de Gilgamesh hasta la "Tierra sin Mal" de los guaraníes); porque
utopías siempre las hubo, pero la relación que establece la modernidad con su
utopía es ilusoria, porque lo que hace es secularizar el "reino de dios" (de la
cristiandad medieval) en términos de futuro. O sea, baja el cielo a la tierra.
De ahí en adelante la ciencia suplanta a la religión y todo lo que prometía
aquella, ahora la ciencia y la tecnología, aseguran alcanzar empíricamente. La
utopía ya no sirve como principio de evaluación sino como meta empíricamente
alcanzable; pero su aproximación aparece infinita, de modo asintótico, por eso
el carácter ilusorio (la felicidad prometida por la democracia liberal siempre
exige sacrificio, aunque ese sacrificio nunca acabe, así como la promesa). Las
ciencias sociales y, en especial la economía, actúan de ese modo; no es otro el
proceder de los planes económicos neoliberales que, sin consideración alguna de
nuestra realidad, imponen "modelos perfectos", cuya ilusoria persecución deriva
inevitablemente en la violencia contra lo real, porque si el modelo es perfecto
y, por ende, bueno, entonces la realidad es lo malo. Tal inversión es propia del
maniqueísmo de la racionalidad moderna: su modelo ideal es lo bueno y la
realidad es lo malo, o sea, la teoría siempre está bien, el ser humano es el que
está mal; por eso los neoliberales actúan en contra de la realidad, la realidad
es la que tiene que adecuarse a sus teorías, por eso no dudan en disparar a su
propio pueblo. El modelo del equilibrio y la competencia son perfectos, lo
imperfecto es el ser humano, por eso, si este se resiste, la violencia que se le
aplica es siempre por su propio bien, porque se resiste al modelo perfecto.
Tal es el modelo que postula la sociología. Porque de lo que trata la ciencia de
la sociedad es cómo realizar el tránsito de la comunidad a la sociedad. Una vez
condenada ideológicamente la comunidad, asume a la sociedad como lo bueno y lo
verdadero; cuando este tránsito supone más bien la descomposición de comunidades
estables en un conjunto atomizado de individuos egoístas, que precisan de pactos
contractuales para garantizar sus libertades que, inevitablemente, se enfrentan.
Supuestamente el tránsito es hacia algo superior, pero la vida en sociedad no
produce nunca la armonía que promete la democracia liberal moderna; que es donde
aparece el derecho moderno (inspirado en Roma, es decir, en otro imperio), que
se impone desde arriba para gestionar el desorden que se ha producido; quienes
no logran ser subsumidos son objeto de otra ciencia, que se inventa para
estudiar a aquello que no es cabalmente humano: la antropología. La ciencia
moderna se estima en términos de sujeto y reduce al resto de la humanidad a
condición de objeto. Y esta lógica es la que sostiene a la modernidad en su
conjunto, pues la relación sujeto-objeto priva a todo aquello que no es sujeto,
de razón. Ahí aparece lo que se llama el "paradigma de la conciencia" y que es
el prototipo de toda dominación; el sujeto no precisa de otro para producir las
representaciones que realiza su conciencia, de modo que él se vuelve criterio de
sí mismo; en tal caso no hay diálogo y menos crítica: si él mismo establece los
criterios para ser juzgado, no hay juicio alguno; aunque el mundo se caiga él
siempre está "absolutamente convencido" (como decía el expresidente Mesa,
ejemplo de esto), que lo que hace siempre está bien, como Hitler, Bush, Pinochet,
y como todos los dictadores, como Banzer y ahora su hijo político Tuto Quiroga;
nadie, ni el mismo dios al que se postran, les podrá demostrar su error, porque
aquel que sólo hace caso a los dictámenes de su conciencia, es aquel que se ha
cerrado a toda posibilidad de escuchar (como los comités cívicos y los
prefectos, o el comité de Sucre: no hay autoridad ni instancia, ni diálogo ni
consenso, que el solipsismo reconozca, sólo lo que ha determinado su
conveniencia)
El carácter preeminente que otorga la modernidad a lo histórico es también
ideológico, cuya justificación conceptual produce una filosofía de la historia,
que le imprime a la historia mundial no sólo un sentido (que en Hegel va de
oriente a occidente) sino también un destino. Porque la modernidad sería no sólo
un tiempo histórico sino "el tiempo de la razón", donde todo lo pre es devaluado
no sólo como mítico sino como superado del todo (encubriendo además el hecho de
que su posibilidad real no es ningún acontecimiento extraordinario al interior
de Europa sino la constitución de su subjetividad a costa de la nuestra: la
modernidad inaugura el modo de constituir la subjetividad de uno no "con el
otro" sino "a costa del otro"; esta subjetividad no produce ni solidaridad ni
responsabilidad, su pretensión de dominio es lo que la afirma, de modo que todo
lo entiende en términos de dominio).
La modernidad sería el estadio crítico de la emancipación humana, vía
ilustración, siempre desde los criterios que pone ella misma para evaluar qué es
lo humano y qué no. Pero, ¿puede haber espíritu crítico en un modelo racional
que se pone él mismo como criterio de toda otra racionalidad? Cuando la
intelectualidad boliviana acaba coreando el eurocentrismo de Arguedas, Gabriel
René Moreno, Nicomedes Antelo (repetidores de Sarmiento y Alberdi, quien decía
que "lo que llamamos América independiente no es más que la Europa establecida
en América"), etc., esta consecuencia de su pensamiento ¿no será una
consecuencia lógica del marco categorial que les presupone? ¿No será entonces
necesario, como tarea descolonizadora, un desmontaje radical de los últimos
fundamentos que sostiene a la racionalidad moderno-occidental? Lo cual
inevitablemente lleva a una crítica de la modernidad como totalidad
histórico-sistemática, del cual no quedan en pie ni siquiera los propios
postulados que sostienen al concepto de modernidad.
Ahora bien, el espíritu utópico no es propio de la modernidad. Es más, el
espíritu utópico que aparece en el Nuevo Mundo parece no deberle nada a
occidente y menos a la modernidad, porque si bien Tomas Moro, Campanella o
Francis Bacon, inauguran en Europa lo que se llama la literatura de la utopía,
no se puede olvidar que esta es imposible sin la teleología cristiana (que esta,
a su vez, proviene, no de Grecia, y mucho menos de Roma, sino del horizonte de
comprensión judío-hebreo-semita, lo negado por la cristiandad latina-católica y
griega-protestante, privándose así del único marco posible para comprender el
verdadero sentido de "la palabra"). Pero lo más llamativo en este asunto es otro
encubrimiento que produce la modernidad. Las Reducciones jesuitas en América
habían servido de modelo para imaginar aquel paraíso bíblico que postulaba la
cristiandad latina (y la cristiandad protestante, que se continúa en el norte de
América). En Europa no tardó en aparecer una variada literatura al respecto,
pues los jesuitas controlaban gran parte de la educación en los países europeos
(el mismo Descartes se formó en La Fleche, escuela jesuita); lo cual no
disminuyó con la expulsión de la orden jesuita del Nuevo Mundo, en 1767; esa
literatura y la misma experiencia en las Reducciones que los jesuitas expulsados
llevaron a los países de Europa produjo, con el tiempo, la postulación del
"socialismo utópico"; de modo que no sería una exageración decir que el
"socialismo científico" es nieto del socialismo que practicaban jesuitas e
indígenas en las reducciones. Pues no sólo se comportaban de acuerdo a la ética
de los primeros apóstoles (que todo lo compartían en común y daban a cada quien
lo que necesitaba) sino al modo de vida que los propios guaraníes habían
desarrollado en busca de la "Tierra sin Mal". (Tampoco sería exagerado decir que
fue el horizonte de comprensión guaraní el que permitió una verdadera praxis
cristiana. Porque la degeneración de una teología de liberación, como era el
cristianismo de los primeros padres, en una teología de dominación, cuando
Constantino, como emperador, adopta el cristianismo como religión del imperio,
fue posible por la inversión del sentido de la vida del Mesías: lo que importa a
la teología de la dominación es cómo ha muerto; por eso occidente produce una
cultura sacrificial, de la muerte; la muerte es la que redime, no la vida, de
modo que el dios medieval aparece como un dios que exige sacrificios, y esta es
la constante en la historia de occidente y la modernidad: son culturas
sacrificiales, que necesitan de la muerte para reproducirse).
Si la historia oficial, que "imagina" la modernidad, nos dice que la
emancipación americana fue inspirada por la revolución francesa y la
norteamericana, habría que señalar históricamente que la revolución francesa
tuvo, más bien, el impacto de la sublevación negra haitiana (que empieza a
protagonizar acontecimientos desde principios de la década de 1780),
interpelando de tal modo a la sociedad francesa que parece, más bien, la
sublevación negra (imposible de humanidad por la ilustración y, sin embargo, la
que empieza a postular la emancipación) la que inspira a la revolución de los
citoyens y no al revés. Y la independencia americana le debe más a las
sublevaciones indias de Tupac Amaru y Tupac Katari que al eco de la revolución
moderna del individuo abstracto, el ciudadano burgués. La independencia
americana habría contenido la primera utopía trans-moderna y pos-occidental,
pues sus ideales originarios eran retornar al orden que la modernidad había
descompuesto: recomponer el mundo de hombres en comunidad que la imposición de
la sociedad de individuos egoístas había destruido. Por cierto, no habría que
olvidar, que la revolución francesa, prototipo de la "emancipación humana", no
sólo guillotina a la aristocracia; también a la emancipación obrera, a los
derechos de la mujer y a la liberación de los esclavos, porque guillotina a
Babeuf, a Olympe de Goughes y cuelga también al líder negro Toussaint l'Overture.
Por eso, el proceso de revolución "democrático-cultural" que atraviesa Bolivia,
no puede comprenderse sino desde una memoria larga y profunda; sólo desde la
cual es posible perfilar, de mejor modo, el horizonte que perseguimos.
Históricamente no nos situamos en el 1825, que sería el punto cero de la
perspectiva latinoamericanista, sino más allá, cuya perspectiva no se reduce al
proyecto criollo-mestizo sino a la asunción humana del "otro-modo-que-ser", más
allá de la racionalidad moderno-occidental. Por eso el tránsito que estaríamos
planteando no es el "modernizar" nuestras relaciones sociales. Sino el paso
trascendental de la sociedad a la comunidad. Es decir: de la irracional reunión
entre individuos egoístas sumidos en una salvaje competencia, al ámbito fraterno
y solidario de la comunidad. Por eso es revolución, porque transforma la
sociedad en algo imposible desde ella misma; es democrática porque el sujeto es
el pueblo excluido, que ya no pide inclusión en un orden injusto sino la
transformación de este; y es cultural (no culturalista) porque reivindica lo que
ha sido objeto de negación: la razón del "otro"; desde allí se afirma un
proyecto con pretensión universal, por la humanidad y por la tierra. En esos
términos, una nueva economía no podría ya descansar en la reducción de la
naturaleza a condición de objeto, cosa, y en la persecución de la acumulación de
capital, sino en la producción y reproducción de la vida, no sólo humana sino de
la tierra, porque la tierra no es objeto sino Madre, o sea, Pachamama; y una
nueva política, consecuente con los principios del "poder obediencial" que
postula nuestro presidente, y que se desprende de nuestras naciones originarias
reclama una re-conceptualización de esta. Lo cual no quiere decir encerrarse,
por eso esta revolución reivindica la cultura del diálogo, incluso con la
ciencia y la filosofía modernas, porque la consecuencia de la negación y
exclusión no puede ser devuelta, sería caer en otros patrones de dominación; es
decir, no se trata de negar nihilistamente a lo moderno-occidental sino
trascenderlo, en el sentido de atravesarlo (es preciso conocer la lógica de
dominación, no sólo para desmontarla sino para producir una lógica de
liberación, como superación de aquella); siempre desde lo que ha negado, desde
las víctimas que ha producido, porque la exclusión de la víctima le ha amputado
siempre la posibilidad de la crítica, lo cual conduce a su ejercicio racional a
una mera tautología, donde la realidad desaparece para siempre de la
consideración egotista y tautológica de su conciencia. Se trata de afirmar todo
lo humano, como dicen los zapatistas: producir un mundo en el que quepan todos
los mundos; y agregamos, donde todos "vivan bien". Por eso una revolución
"democrático-cultural" es un proyecto trans-moderno y pos-occidental.
La Paz, octubre de 2007 Rafael Bautista S. Autor de "OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE
LA LUNA" y "LA MEMORIA OBSTINADA" Editorial "Tercera Piel" rafaelcorso@yahoo.com