Argentina: La lucha continúa
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El rostro siniestro de la derecha argentina
Ezequiel MelerSe sacan fotos en las plazas, rodeados de chicos, sonríen con basurales de
fondo, prometen ser "eficientes" y al mismo tiempo construir hospitales,
escuelas y viviendas para todos. Porque ellos pueden sonreír sin dejar de
ser "serios". Ellos saben, según nos dicen sus "equipos", cuál es la
receta mágica para resolver –en su pequeño mundo burgués- el nudo gordiano de la
sociedad argentina: la inseguridad de las personas y las fortunas. Son, se
diría, hombres sabios, pues poseen la solución para todos nuestros males.
Algunos de ellos son, además, ricos, y la medida de su riqueza es la garantía de
que saben lo que hacen: eventualmente, nos harán ricos a todos. Finalmente,
todos ellos son buenos, buenos, buenos. Les gustan los recorridos y las
caravanas, adoran escuchar las anécdotas de los vecinos y juntarse a recordar
los casi épicos "buenos viejos tiempos", cuando se podía caminar por la calle
sin temor.
De pronto, una protesta gremial pacífica, legítima, contemplada por la ley y
amparada en el marco del Estado de Derecho y la doctrina republicana, que dicen
defender tanto de los usurpadores "populistas" como de los "políticos"
demagogos, termina con un muerto. Y, ahí, se les cae la careta. Los mismos
hombres que ayer desfilaban por los medios masivos de comunicación con aires de
estadista, vociferando su vocación de servicio y tono diligente, no pudieron
contener un simple corte de ruta y, al defender, según dicen, los derechos de
los demás –que, como reza el sentido común del taxista, "terminan donde empiezan
los míos"- acabaron con el más elemental de los derechos humanos: el derecho a
la vida. En definitiva, aparece en su verdad más elemental el adagio popular
según el cual los hombres sabios rara vez son ricos, y los hombres ricos rara
vez son buenos.
Esta es la derecha argentina, ahora con nuevos rostros y apellidos diferentes,
pero con las mismas concepciones reaccionarias de siempre. Rejuvenecida por
obligación, debido a que muchos de sus referentes de la pasada década sufren hoy
la total execración pública, la derecha argentina, defensora intransigente de
los intereses de los grupos más privilegiados, se sigue mostrando remisa a
aceptar las bases más elementales de la vida en una sociedad democrática, como
por ejemplo el derecho al disenso, públicamente expresado por sujetos colectivos
que actúan en defensa de sus intereses.
Ahora, ha sido un docente neuquino, Carlos Fuentealba, quien pagó con su vida el
precio de desconocer las reglas del juego. El gobernador Sobisch, responsable
intelectual confeso del crimen, acudió al poco innovador expediente de dejar su
muerte librada al ambiguo campo de los "excesos" –como si quitar una vida
pudiera ser simplemente eso, un "exceso"-, en una apelación explícita a la
retórica de la última dictadura militar.
¿El crimen de Fuentealba? Laburar mucho, toda la vida, para ser docente, ganar
poco, y sobre todo, no resignarse a la pobreza impuesta desde arriba. Porque
Carlos Fuentealba no se resignaba al lugar que le proponían en el orden de las
cosas. Era un docente dedicado, un padre de familia y un hombre de trabajo. Y,
como trabajador, un día decidió protestar, junto a sus compañeros, para que el
gobierno atendiera sus demandas de mejores salarios. El gobernador, lejos de
examinar su reclamo, ordenó el desalojo de la ruta. Como resultado de la
represión, Fuentealba murió. Imagínense, qué barbaridad, había cortado una ruta.
Paradójicamente, la misma derecha que toma las vidas de los militantes
opositores, de los que "hacen política", de los que protestan, de los que
querellan, de los que reclaman, de los trabajadores, de los desocupados, etc.,
tiene una feroz insistencia en el valor sagrado de la vida. Porque ellos
están "a favor de la vida". Todos ellos, por ejemplo, están en contra del
aborto, que reducen a un simple asesinato.
Aunque, curiosamente, la vida del feto nonato les va importando cada vez menos
conforme se acerca su nacimiento. Una vez nacido, el niño ya no forma parte de
la "vida" que defienden. Ni siquiera es parte de la "sociedad" cuya
representación ideal se invoca. Es una etiqueta: pibe chorro, cartonero,
drogadicto, piquetero, subversivo, villero, "cabecita". En una palabra, "pobre".
Si el niño no puede defenderse de esta última acusación, entonces su vida ya no
interesa. Si le pasa algo, no lo llamaremos por el nombre de pila, "Axel", o
cualquier otro que tenga. No lloraremos su destino, no lo veremos sonreír en sus
fotos. No sabremos nada de él, hasta que se convierta en un número, una
estadística.
Pues la "etiqueta social" identifica a un enemigo de la sociedad, un insocial,
un "bárbaro". Todos caen en la misma bolsa. Hay que poner orden, detener a esos
delincuentes, atraparlos a todos, no vaya a ser que atenten contra la vida
realmente valiosa, verdaderamente sagrada: la vida del individuo abstracto, que
es en el fondo la vida de la "gente decente", las clases altas de nuestra
sociedad.
En un artículo reciente, Sandra Russo señaló: "Sería interesante que
la derecha dejara de ser intelectualmente tan pobre y enunciara claramente su
noción de su derecho a la vida, más allá del derecho de los particulares"[1].
Lo que la autora no parece entender en estas líneas es que la derecha tiene una
noción ya demasiado clara del derecho a la vida, una noción muy coherente,
aunque criminal. Y es que, precisamente, el nudo del problema estriba en que
se puede defender el derecho a la vida de unos mientras se atropella el derecho
a la vida de otros. Lejos de ser contradictoria, la derecha argentina
enuncia –eso sí, en la práctica, porque esto jamás lo van a reconocer de
palabra- una concepción general consecuente con los intereses que representa,
una concepción en la cual sólo la vida de los socialmente privilegiados vale la
pena.
A la derecha argentina no le interesan los niños de los basurales, con los que
se saca fotos en los años electorales. De hecho, sus referentes sólo consideran
invaluable la vida del ciudadano individual que tiene algo que perder fuera de
la misma. La vida de los que no tienen nada, ni futuro, por sí mismos, aunque
conozcan los rudimentos de la lucha colectiva –diría más, en la misma medida en
que los conocen- no tiene valor, pero la vida de los individuos que, aunque
colectivamente poco significativos, comparten con sus representantes cierto
nivel de vida, cierta clase de aspiraciones, cierta posición social, debe ser
defendida a sangre y fuego.
Ese es el país, para Macri, Sobisch, Puerta, Lavagna, López Murphi y el
resto de la banda. Ese era el país, para Videla, Massera, Agosti y los
jefes de las juntas militares. Es, ciertamente, un país chiquito, una patria
chica, una nación dentro de la nación: la nación de los que individuos que, casi
por opción natural, tienen derechos individuales, en oposición a la nación de
los hombres y mujeres que sólo pueden ser reconocidos como tales por las
autoridades si se agrupan detrás de una misma bandera y luchan en pos de un
objetivo común.
El escenario de la batalla entre unos y otros es, naturalmente, el Estado, que
ha sido objeto, en los últimos treinta años, de una destrucción sistemática. El
problema no es indiferente a nuestra realidad, pues, como indica Guillermo
O`Donnell, "cuando se destruye el Estado sólo se protege a los
privilegiados. El privilegiado tiene su guardia en el country, manda a los hijos
al colegio privado, privatiza la salud y tiene su dinero afuera. Esa gente
necesita poco Estado. Los que necesitamos Estado somos nosotros, los
ciudadanos, ciudadanos que sólo podemos serlo dentro de un Estado eficaz."[2]
La destrucción del Estado es, de hecho, la otra cara del proceso de
desindustrialización acelerada "desde arriba" que vivimos desde 1976. La
inutilidad del Estado para modificar la estructura del ingreso entre los
diferentes actores es la garantía final de un proceso de redistribución del
ingreso globalmente regresivo para los sectores populares, así como de un
equilibrio de poder hegemónico netamente favorable a los grupos más poderosos.
Porque un Estado que se desentiende es un Estado que se olvida. Y, para los que
supieron hacer fortunas agotando las arcas del Estado, y llevaron el país a tres
sucesivas bancarrotas en apenas veinticinco años, lo mejor que puede pasar es
que nos olvidemos del Estado.
A la inversa, la recuperación de lo público como herramienta para luchar por el
interés general ha sido, en los últimos años, un renglón saliente de las
organizaciones sociales y de derechos humanos. Que el Estado responda a las
necesidades de sus ciudadanos, que les garantice un mínimo ingreso para
subsistir. Que el Estado imparta justicia sobre los asesinos de masas. Que el
Estado garantice mejores escuelas, una buena enseñanza, hospitales en
condiciones adecuadas, comedores populares, etc. Estos son los reclamos de las
organizaciones populares. Y quienes, desde dichas organizaciones, apelaron al
Estado, no lo hicieron solamente como obreros en lucha. Lo hicieron también como
ciudadanos, portadores de derechos individuales y colectivos básicos.
Pues un Estado que reconoce su responsabilidad para con sus ciudadanos, un
Estado que asume los costos de sus políticas de exterminio físico y económico de
los actores sociales, es todo un peligro para quienes quieren juicios sin
jueces, luchas sin árbitros, represión sin explicaciones, orden a balazos. Ese
Estado, recuperado por la democracia a partir del ejercicio soberano de los
derechos políticos inalienables del pueblo argentino, es un escollo en el
proceso de acumulación de los más poderosos.
En el discurso de sus referentes, los silencios de la derecha valen mil
palabras. Por ejemplo, ya no aparecen menciones al pueblo como sujeto
depositario de los intereses de la nación. Se mencionan, en cambio, los
disgustos de "la gente", esa referencia difusa que jamás toca, ni de pasada, a
los actores concretos, así como tampoco señala los problemas reales del país. En
cambio, escuchamos sendos parlamentos sobre la "calidad institucional", la
"defensa de la República", la seguridad de los bienes, etc. No escuchamos nada
sobre la dimensión social de la ciudadanía, la importancia de los derechos
sociales como parte de los derechos humanos, la provisión de servicios públicos
de calidad para equiparar las asimetrías sociales y culturales que atraviesan
nuestro país, la lucha contra la pobreza o la generación de puestos de trabajo.
En suma, la derecha no tiene un proyecto estratégico de gobierno para
revertir desde el Estado los males actuales, sencillamente porque eso iría en
contra de sus intereses: un Estado más chico es también, a fin de cuentas, un
Estado más barato, menos metido en las cuentas privadas, completamente impotente
ante los hechos consumados, absolutamente incapaz de defender al ciudadano de la
arrogancia de los más poderosos.
"Para la derecha, los hombres y mujeres en tanto ciudadanos y actuando
colectivamente no son exactamente hombres y mujeres, sino más bien una fuerza
que hay que derrotar"[3],
señala, un poco alelada, Sandra Russo, en el artículo recién citado, sin
extraer de esta profunda reflexión todas las consecuencias del caso. Los mismos
términos del enunciado ("fuerza", "derrota", etc.) lo dejan en claro: se
trata de una guerra, una guerra inevitable por los mismos intereses de los
bandos en pugna. Esa guerra fue abierta por los militares genocidas, y ahí quedó
claro qué bando tomaban las Fuerzas Armadas. Bajo el régimen democrático
actualmente imperante, es una guerra larvada, de baja intensidad, pero
igualmente criminal. La propuesta de paz de la derecha argentina es algo así
como: "ríndanse y vivan la vida que les dejamos vivir, o los matamos. Sean
nuestros reos, reos de pobreza, indigencia, desocupación y miseria, o los
convertiremos en nuestros enemigos. Resistan, y morirán."
Esta derecha no sólo no es capaz de volver a dirigir el Estado y conducir a la
nación argentina: aún más, sería una locura dejar que lo intente. Es una derecha
de matones y asesinos, por supuesto impunes; una derecha de criminales de verdad
–no hablamos de ladrones de manzanas-; una derecha de "nenes bien"
privilegiados, de esos que parece que vivieron toda su vida haciendo turismo en
su propio país, porque no lo conocen, de esos que largan un berrinche al menor
desajuste. El problema es que, para la derecha argentina, la vida en democracia
–con su correlato de libertad e igualdad entre todos los ciudadanos,
independientemente de su origen social- es un desajuste. Y el berrinche es la
represión indiscriminada. No hace falta ser adivino para darse cuenta de que, si
la derecha argentina toma el timón, vamos derechito hacia un nuevo baño de
sangre. Después de todo, si miramos para atrás, es lo único que saben hacer
bien…
[1] Sandra
Russo: "No matarás", en Página 12, 07/04/07, p. 32.
[2] Guillermo
O´Donnell, en Clarín, 22/09/2002.
[3] Russo,
ibídem.